la rebelión consiste en mirar una rosa

hasta pulverizarse los ojos


Alejandra Pizarnik


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JOSÉ PULIDO ENTREVISTA A ISABEL ALLENDE: LA CASA DE LOS ESPÍRITUS ES PURA MATERIA NOSTÁLGICA, El Nacional, Caracas, 1982











La mañana ha logrado escalar hasta las diez en punto. El reloj con juego de Tron incorporado muestra un hombrecito gris que corre bip bip bip y como son las diez exactas, deja oír un trocito vibrante de canción (“En la inmensidad de las olas flotando te vi”) desde un lejano circuito de computadora, el cual, sin embargo, está allí mismo en la muñeca del niño indiferente que indica “la casa de la señora Allende es aquella”.

La ancha y blanca cocina relumbrante y llena de vapores muestra un rostro pálido, bonito, de pestañas negras, boca pequeña, cinco pétalos rojos moviéndose en el espacio: son las uñas de una mano delicada que abre la nevera. Es una muchacha. Las cocineras no son jóvenes y casi siempre tienen alguna quemadura en el antebrazo o en una mano. Chispas de aceite, ollas calientes. Vapor.

— ¿Es un espíritu? —pregunta con curiosidad, en susurro, Jorge Cahue.

—Es una muchacha muy linda. Debe ser hermana, hija o prima hermana de Isabel.

—No nos han presentado a esa muchacha… oye: huele a café —añade Jorge.

En el piso de arriba hay una jaula con pájaros de cartón, afiches, muñecos y muñecas. Y un tamborilero narizón con bigotes de herrero turco, parecido a Cahue.

Isabel Allende es suave y simpática. Todos la conocen por su humorismo, por sus columnas cortas y ágiles en El Nacional, pero muy poca gente la reconocería en persona.

Nadie está hirviendo café en sus ojos; ella no parece triste, pero tampoco muy alegre. La bicicleta de hacer ejercicios vigila en el silencio iluminado y grato de su estudio-biblioteca. Isabel mete su mano izquierda en el cabello netamente femenino y sonríe como si lo hiciera entre paréntesis.


UNA FE COMO POCAS

Isabel Allende no es precisamente una cenicienta, pero su novela La casa de los espíritus ha vendido sobre veinte mil ejemplares al apenas salir al mercado en España, y el que esa primera novela sea un éxito no sólo se debe a que Isabel escribe con sabor de abuela contando cosas, sino también porque ella creyó en el correo, tuvo fe en el correo, y eso pulsó los mecanismos que la convirtieron en una triunfadora.

— ¿Cómo es eso del correo?

—Había terminado mi novela, vi el nombre de Carmen Balcells en un libro, donde se decía que ella era agente literario. Tomás Eloy Martínez me aclaró que en verdad existe esa persona y entonces hice dos paquetes con mi libro, porque era mucho papel. Los envié por correo a Carmen Balcells sin conocerla.

— ¿Qué pasó luego?

—Sé que llegó primero el segundo sobre, con la segunda parte de la novela, aunque los envié el mismo día al mismo lugar. Carmen Balcells los remitió a Plaza y Janés y los editores me respondieron inmediatamente, invitándome a España… me entrevistaron por televisión y todo, fíjate.


Isabel Allende es sencilla y toma muy en serio todo lo humano, pero siempre con humorismo: se ríe de sí misma. En sus columnas alude a su esposo, hace chistes de dieta, comenta que es bajita y gordita. En realidad, es de mediana estatura y no es gordita, porque la bicicleta parece un tirano en el rincón del estudio.

Isabel es hija de un primo hermano de Salvador Allende. En Chile tenía un programa de televisión y escribía teatro. En Venezuela vive desde hace siete años y es socia de una escuela privada. No es política, y aunque demoró poco escribiendo La casa de los espíritus, tardó algo en publicarla porque se acusa de ser exageradamente tímida.

Ella explica: “En el teatro se trabaja con un equipo y en televisión también, pero la literatura es algo que se hace en soledad. No tiene con quien compartir responsabilidades. Si sale bien o mal es tuya la responsabilidad”.

— ¿Qué le resultó más difícil en el proceso de escribir la novela? —preguntó Cahue.

—Todo me costó… quería que me quedara redondo cada capítulo. Corté bastante… era una novela larga y sentí que mutilaba algo propio, pero es necesario hacer eso por respeto al lector.

— ¿Se sintió mujer escribiendo La casa de los espíritus?

—Eso no lo siento en mi libro. La literatura no tiene sexo. Hay gente que piensa que sí; yo no lo creo.

— ¿Por qué escribió esa novela?

—Creo que tenía las palabras atoradas en el pecho durante mucho tiempo. No pienso en el retorno, pero en el exilio me sentí sin raíces, como un pino de navidad. La nostalgia por lo mío me ha invadido, pero me encuentro bien en Venezuela. Este país me ha acogido, tengo trabajo y mi familia está conmigo… tengo un hogar.


Señala que no hay motivo para volver a Chile, porque no le gustan las dictaduras y ella es romántica: Ama a un Chile que se terminó.

La casa de los espíritus es un poco eso: el deseo de recuperar raíces perdidas o lejanas. Unos personajes fueron creados por ella en base a personas vistas fugazmente, combinando caracteres. Otros son completamente reales.


LE INTERESA CONTAR

Isabel Allende dice que le interesa contar, no experimenta con el lenguaje, “Sólo contar cuentos de manera que el lector se entretenga”.

—Me aterra la página en blanco… —comenta.

Prefiere la realidad sin inventos. Cree que lo maravilloso de la literatura latinoamericana “Es que hemos dado a lo subjetivo el mismo valor que a lo objetivo”.

En el humor de sus columnas hay una fórmula: se ríe de sí misma. “Mi pobre marido se tiene que apuntar en todo. Lo pongo en dietas que fracasan y cosas así. La gente se ríe. Si hablara del marido de otra mujer no resultaría”.

Su esposo es tranquilo. Pasa cerca de Isabel Allende y le manotea encima de la cabeza “para que no se le suban los humos, ahora que es novelista famosa”.

La escritora expresa, aparte, que no es militante político de ningún partido. Pero recuerda a Salvador Allende constantemente. “Por su calidad humana, su compromiso, su vida, la constancia para mantener sus principios y valores”.

“La tragedia de Chile es un hachazo partiendo tu vida. Es un compromiso tácito, no puedes mantenerte al margen, pero hay que decir `zapatero a tus zapatos´. Yo sirvo para escribir, otros para la lucha política directa”.

A Isabel Allende no le gusta ver que la libertad peligre. Tiene una jaula grande llena de pájaros “de mentiras” hechos con cartón y plumas simuladas.

Jorge Cahue se ha comido un gran trozo de torta, violando la promesa de seguir la dieta de la luna y esas cosas. La escritora ha resistido la presencia de los trozos de torta al lado de las tacitas de café. Al menos eso es lo que parece suceder cuando ha terminado la breve conversación. Sin embargo, allá arriba, en la ventana desde donde se observan las calles serpenteantes por donde baja nuestro vehículo, uno imagina que la ha visto fugazmente, en un reflejo de espejos que se borra, saboreando un pedazo de pastel con avellanas, como un espíritu de niña que sale a deambular por las habitaciones, cada vez que alguien pronuncia la palabra “Chile”.

Todavía hoy, Cahue llama por el interno para comentar eso, la fijación del niño en cuya muñeca un reloj electrónico cantaba: “En la inmensidad de las olas, flotando te vi”. Un niño que observaba con fijeza a la muchacha que se recortaba en el ventanal de la cocina. Y aquella terrible confesión entre sonrisas confundidas, de Isabel Allende, con ganas de no estar sola, en el momento que manifestó:

— ¿Cuál muchacha? ¡no hay ninguna muchacha en mi cocina!

         
El Nacional, Caracas, 1982

Foto de Gabriela Pulido

Nació en Venezuela, el 1° de noviembre de 1945.Vive en Génova, Italia.

En 1989 obtuvo el Segundo Premio Miguel Otero Silva de novela, Editorial Planeta. En el 2000 recibió el Premio Municipal de Literatura, Mención Poesía, por su poemario Los Poseídos. Ha publicado cinco poemarios y nueve novelas. Desde el 2018 el Papel Literario de El Nacional creó la Serie José Pulido pregunta y publica las entrevistas que ha realizado a creadores y artistas.
Ha fundado y dirigido varios suplementos y revistas de literatura. Si se requiere información detallada sobre estas publicaciones, favor solicitarla a este correo: jipulido777@gmail.com
Forma parte de la Antología Por ocho centurias, XXI Encuentro de Poetas Iberoamericanos, Salamanca, España, entre otras. 
Ha sido invitado a festivales en Irak, Colombia, Brasil, Chile, España y Génova. Participó, en 2012, como invitado de los Encuentros de Poetas Iberoamericanos que se celebran en Salamanca. En el 2018 y en el 2019 invitado al Festival Internacional de Poesía de Génova.
Publicaciones más recientes:
El puente es la palabra. Antología de poetas venezolanos en la diáspora.
Compilación: Kira Kariakin y Eleonora Requena, para Caritas.
Poeti Uniti per il Venezuela, Parole di Libertà (Poetas Unidos por Venezuela, Palabras de Libertad) publicado por Borella Edizioni, evento respaldado por la Associazione culturale Orquidea de Venezuela, con sede en Milán.
Poemario Heridas espaciales y mermelada casera editado por Barralibro Editores












BUENOS AIRES MÁS QUE UN TANGO, por Enrique Viloria Vera





“Esa ciudad que yo creí mi pasado,
es mi porvenir, mi presente...”







Jorge Luís Borges habitó el mundo, declaró haber navegado por los diversos mares
 del planeta, confesó haber sido “una parte de Edimburgo, de Zurich, de
las dos Córdobas, de Colombia y de Texas”, pero nunca pudo renunciar a
Buenos Aires, a esa ciudad que amó y rechazó, que le fue tan cercana y tan
distante, en la que vio el rostro de una muchacha que puede suplir todas las
visiones, todo lo que merece ser visto y lo que no. Buenos Aires aparece en la
obra del poeta como un lugar ubicuo, imborrable, como una ciudad portátil que
lo acompaña en el recuerdo, sin necesidad de ojos para volver a ver lo que sólo
existe en la memoria, en esa memoria emotiva que es capaz de trasladarse
hasta los orígenes mismos de su ciudad, para asistir al momento de su
fundación mítica, cuando “el río era azulejo entonces como oriundo del cielo
con su estrellita roja para marcar el sitio en que ayunó Juan Díaz y los indios
comieron”.

Como toda ciudad, Buenos Aires es paraje cernido, percolado, sometido a los
mitos y prejuicios de quien la recuerda y rememora: es tarde y crepúsculo,
noche, patio, aurora, amigos, amores, calles y sucesos, sueño y, en ocasiones,
pesadilla. La Buenos Aires de Borges no escapa a esta circunstancia, el poeta
la evoca desde su más recóndita condición de ciudadano, se adentra en las
evidencias de lo físico y en la inmaterialidad de las esencias, la recorre con la
mirada y con el pensamiento, la describe con la simplicidad de lo contemplado
directamente, sin tamices, y con la complejidad de lo que se refleja
oblicuamente desde unos espejos donde habita la oscuridad y la ceguera.

Buenos Aires, en la poesía de Borges, es el orgullo del barrio, el sentido de
pertenencia a un ámbito que trasciende lo geográfico para adquirir un carácter
propio que lo diferencia y distingue de aquellos otros barrios que compiten con
él por ser el mejor, el más distinguido, la encarnación de la hombría, del fútbol,
del tango, la milonga, o de las más bellas y decididas mujeres. Palermo, Barrio
Norte, el Paseo de Julio, dejan de ser nomenclatura urbana, dirección de
vecindad o terminal de tranvía, metro o autobús para transmutarse en lealtad,
en amistad, en pesadilla lúcida, en olvido preservado, en resignación, en fin, en
todas aquellas emociones experimentadas por un poeta que diferencia su
patria grande de la chica, su país, su ciudad, de su barrio.

Barrios disímiles, amados y despreciados, aceptados y rechazados: uno
repudiado, al que el poeta le reclama “sufres de caos, adoleces de irrealidad, te
empeñas en jugar con naipes raspados por la vida”; otro protegido, que Borges
preserva del olvido que es el “modo más pobre del misterio”. Barrios de barrios, 
como Barrio Norte que alguna vez fue “un argumento de aversiones y
afectos, como las otras cosas del amor”, o como Palermo, ese barrio poseedor
“de unas cuantas milongas para hacerte valiente y una baraja criolla para tapar
la vida y unas albas eternas para saber la muerte”. Barrios de Buenos Aires
trazados con “vaivén de recuerdo” y que se van diluyendo “en la muerte chica
de los olvidos”.

Si la vida tiene asidero en la Buenos Aires de Borges, la muerte no oculta su
vigencia: La Chacarita y la Recoleta son convocados desde lágrimas, deudos y
entierros para sumarse al variado espectro de los lugares que protagonizan la
paradójica vida urbana. El poeta convive a lo largo de toda su poesía con la
muerte, la hace suya, la convierte en compañera insustituible, incluso, en
fuente de vida, en otro mar, en otra flecha “que nos libra del sol y de la luna y
del amor”. De allí que sea impensable que Borges no le cante a los
cementerios de Buenos Aires, a esos dos camposantos extremos,
contradictorios, donde las lápidas sustituyen a las partidas de nacimiento y a
los carnés de identidad. La Chacarita es, a los ojos de Borges, “un conventillo
de ánimas”, “una montonera clandestina de huesos”, allí “la muerte, es incolora,
hueca, numérica, se disminuye a fechas y a nombres, muertes de la palabra”.
La Recoleta es otra cosa, “aquí es pundonorosa la muerte”, “bellos son los
sepulcros, el desnudo latín y las trabadas fechas fatales, la conjunción del
mármol y la flor”. Sin embargo, en ambos, en el anónimo y en el conocido, en el
de todos y en el exclusivo, en cualquiera de ellos “siempre las flores vigilaron la
muerte, porque siempre los hombres incomprensiblemente supimos que su
existir dormido y gracioso es el que mejor puede acompañar a los que
murieron”.

Buenos Aires es un fervor de calles, patios, balcones, arrabales, aldabas,
portones y zaguanes que Borges recupera de su anonimato para incorporarlos
a una eternidad personal que se nutre de los detalles de una ciudad vista en
dos tiempos: en los de la juventud cuando “buscaba los atardeceres, los
arrabales y la desdicha”, y en el de la madurez cuando, por el contrario, se
conformaba con “las mañanas, el centro y la serenidad”. Ese fervor del poeta
se expresa en el peculiar homenaje que le prodiga a las calles de Buenos
Aires, a esas que “ya son mi entraña”, y que pueden revestir infinitas
características y variedades: “ávidas, incomodas de turba y ajetreo,
desganadas, enternecidas de penumbra y de ocaso, reales como un verso
perdido y recuperado, abatidas de agua y de sombra, taciturnas, grandes y
sufridas”; heridas abiertas de su ciudad que le permiten decir a Borges con
absoluta satisfacción que “hoy he sido rico en calles”.

Borges tampoco puede prescindir de los patios de su ciudad, de esos “patios
cóncavos como cántaros”, “cielo encauzado”, declives por los cuales “se
derrama el cielo” en casas y jardines. Patios de Buenos Aires que conviven
con “la amistad oscura de un zaguán” y con los jardines que son como “un día
de fiesta”. Protagonistas fundamentales de una manera de vivir, de consolidar
el hábito de morar en la casa de siempre, esa que incorpora al patio una
caterva de cielos y quebradizas lunas nuevas, infundiéndole al jardín su
ternura; mientras el poniente se acuesta en la hondura de la calle del poeta.

Buenos Aires, en la perspectiva de Borges, es también la plaza de Mayo, la
Dársena Sur, una esquina de la calle Perú, un arco de la calle Bolívar, la
vereda de Quintana, una puerta numerada, la pieza contigua y el infaltable
espejo que repite y reproduce a los hombres sin cesar, Es igualmente, la otra
calle, el enemigo, “un plano de mis humillaciones y fracasos”, la creadora de
laberintos urbanos y personales que genera certidumbres autobiográficas que
conducen al reconocimiento de que con la ciudad, con Buenos Aires, “no nos
une el amor sino el espanto; será por eso que la quiero tanto”.

Ciudad irrenunciable, patria cierta de un poeta que acepta sin remilgos que “los
años que he vivido en Europa son ilusorios, yo estaba siempre (y estaré) en
Buenos Aires” porque “Buenos Aires es hondo, y nunca, en la desilusión o el
penar, me abandoné a sus calles sin recibir inesperado consuelo, ya de sentir
irrealidad, ya de guitarras desde el fondo de un patio, ya de roce de vidas”.



Poeta, crítico de arte, jurista, experto en gerencia, editor, ensayista político y director de revistas literarias. Venezolano






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Susana Rinaldi canta a Jorge Luis Borges: Buenos Aires, Milonga de Manuel Flores, El Tango, Alguien le dice al tango














CORTÀZAR Y PARÍS, por Enrique Viloria Vera



Julio Cortázar junto al Sena en una mítica fotografía de Antonio Gálvez de
 la serie 'Retratos de Julio Cortázar 1967-1972'. Fuente: 
El Pa
ís



Cuántas palabras, cuantas nomenclaturas

para un mismo desconcierto.





Cada quien puede construir su propia vivencia, su personal metáfora de esta ciudad plural, siempre inédita, que a nadie deja indiferente. Para uno es el fasto de los grandes bulevares, la trepidación del colectivo, la majestad de unas avenidas triunfales que raudas desembocan en monumentos llenos de historia y tradición para crear carrefours que propician el cruce de gente, culturas y gentilicios. Para otros, es el espectáculo nocturno, luces, plumas, candilejas, música y champán, alimentando un inmanente trasfondo voyeurista que estimulan bellas y bien formadas marjorettes que cubren precariamente sus depilados Montes de Venus con una prenda mínima e innecesaria.

Para algunos, París puede ser también estrellas que se ponderan, golosamente, en unas guías gastronómicas que generan salivaciones inmediatas, dudas acerca de cuál sabor, cuál gusto, sustentará una comida que deja de ser simple acto de supervivencia para transformarse en comentario obligado, en consejo o advertencia para aquellos amigos gurmandos que también perciben el mundo a través de las papilas gustativas.

Sin embargo, para Cortázar y sus personajes, para esos que no están esperando “otra cosa que salvarse del recorrido ordinario de los autobuses y de la historia”, París es una afrenta, la posibilidad última de ser lo que se anhela ser, de concretar una ilusión, una esperanza, que no conoce las medias tintas porque la ciudad sólo sabe de éxitos o fracasos.

Para esa compleja fauna de artistas de segunda en busca del protagonismo, de
exiliados políticos, falsos estudiantes, mitómanos y expatriados a voluntad, París es una manera de vivir, de entender la vida, lejos de recorridos turísticos, de confirmaciones del vuelo de regreso, de preocupaciones por el número de maletines de mano o por el exceso de peso del equipaje. Para esos tantos Oliveiras y Magas, la ciudad es un vagabundo circunscrito, sin nuevos o trascendentes destinos, cuya ruta la aconseja la circunstancia, una frase escuchada al azar, un súbito deseo de besarse en una plaza anónima donde aún reposan las rayuelas, “los ritos infantiles del guijarro y el salto sobre un pie para entrar en el Cielo”.


París oculto, construido de falencias y precariedades, erigido sobre la escasez de dinero y la falta de espacio, donde se tropieza con las paredes, un bidé sirve de biblioteca, y las medias sucias acompañan en la repisa de la chimenea a unas botellas vacías que atestiguan una noche de tristeza y de nostalgia por la novia o la patria lejana, por los familiares que no se felicitarán esta Navidad y, sobre todo, por la constatación de que no se es lo que se quiere ser en esta ciudad donde, en palabras de la Maga: “somos como hongos, crecemos en los pasamanos de las escaleras, en piezas oscuras donde huele a sebo”.


Ciudad limitada a las andanzas por los sitios de siempre, el Barrio Latino, el Boul Mich, Saint-Germain-des-Prés, con su miríada de callejuelas: la Rue Bonaparte, la Dauphine, la Buci con sus puestos de venta de alimentos en plena calle, en los que una pierna de ganso, unas clementinas, un filete de salmón, una porción de terrine o una secuencia de entrecôtes rojas y frescas se convierten en verdadera obra de arte, en decoración disruptiva que altera procesos fisiológicos, porque los alimentos se digieren primero con los ojos antes que con la boca. Callejuelas generosas, conectoras, como la Rue de Seine que comunica el boulevard de cemento y el bullicio de los cafés al aire libre con el de agua, el Quai de Conti, ese borde plácido, donde el Sena aporta su contribución para que París asuma ahora la forma de luz “ceniza y oliva”, reflejada en el río, de lento serpenteo de péniche, de besos apasionados y manos agarradas confirmando una promesa de amor adolescente que, por su frescura, se torna en sombra descifrable.

Imposiciones culturales transforman también la vida de los personajes de Cortázar en un conjunto de eventos que se deben presenciar por vez primera o volver a ver, simplemente porque “il le faut” : Potemkim, Mercedes Sosa, el Ciudadano Kane, Jacques Prévert leído por no se sabe quién, Moustaki, el Teatro Negro de Praga o el Quilapayún, asumen la forma de mandatos ineludibles a los que se debe asistir sin importar la lluvia, la nieve, el calor, la huelga de trenes y metro, la ausencia de acompañante, porque se trata simplemente de algo verdadero, auténtico, desinteresado.

Ciudad adulta y para adultos, en la que los niños se acarician con guantes de goma, asépticos, se encuentran prescritos y proscritos debido a que su llanto molesta a los vecinos y, en especial, a la conserje, a esa Torquemada cotidiana que juzga lo bueno y lo malo, lo oportuno y conveniente, lo socialmente aceptable que excluye, por supuesto, al bebé Rocamadour, “dientecito de ajo, nariz de azúcar, arbolito, caballito de juguete”, y, en consecuencia, a las nociones, a las realidades de padre y madre. Adultos que sólo saben hacer el amor en cuartos marchitos, en camas de jergones pretéritos, adornadas con coberturas rancias y deshilachadas, compartida por dos soledades que confunden el acto sexual, el jadeo de pie, arrodillado, parado, en cuclillas, con el verdadero amor, porque la felicidad para el escritor tiene que “ser otra cosa, algo quizás más triste que esta paz y este placer... una caída interminable en la inmortalidad”.

Urbe protagonizada por las contradicciones, hecha indistintamente de proezas y frustraciones, de éxitos rotundos y fracasos contundentes en la que los diversos personajes de Cortázar deambulan de un lado a otro, sin cumplir metas y objetivos personales, contándose sus penas, porque “es mucho más fácil hablar de las cosas tristes que de las alegres”. Ciudad incoherente, habitada por ciudadanos corrientes, en donde “sólo viviendo absurdamente se podría romper alguna vez este absurdo infinito”, razón por la cual Oliveira percibe que “yo en realidad no tengo nada que ver conmigo mismo”, porque los expatriados terminan por sentir “como una última luz que se va apagando en una enorme casa donde todas las luces se extinguen una por una”.

París desconocido por turistas efímeros, cotidiano, profundo, hecho tanto de gauloises, pastís, panaches de cerveza y limonada, cafés de quartier, hediondeces perfumadas, supositorios para cualquier enfermedad, como de suciedades permitidas, loterías de miércoles y viernes, besos franceses plenos de lengua, copas de blanco y rojo, mascotas consentidas, y de clochards que prefieren la policía al frío; habitado, en fin por una pléyade de tránsfugas, quienes, imposibilitados de regresar a sus lugares de origen, resignados, descreídos, confirman con Cortázar que “es mejor pactar como los gatos y musgos, trabar amistad inmediata con las porteras de roncas voces ... Así es como París nos destruye despacio, silenciosamente, triturándonos entre flores viejas y manteles de papel con manchas de vino...”


Poeta, crítico de arte, jurista, experto en gerencia, editor, ensayista político y director de revistas literarias. Venezolano










CORTÁZAR, Documental sobre la vida del escritor argentino Julio Cortázar, dirigido por Tristán Bauer, 1994.




CINE.AR - Cortázar




Julio Cortázar habla de su amor por París








Fragmento de la película CORTAZAR (1994) del director argentino Tristan Bauer

JOSÉ PULIDO ENTREVISTA A TADEUSZ KANTOR: "MI LIBERTAD NO ESTÁ LIMITADA AUNQUE ESO NO ES UN MÉRITO DEL ESTADO"/ El Nacional, Caracas, 28 de julio de 1981












Laura Yusem, la directora de teatro de Argentina, tembló unos segundos cuando de percató de que estaba realizando uno de sus más caros deseos: servir  de instrumento expresivo a Tadeusz Kantor, cambiar impresiones con el genio creativo del Cricot 2. Ella era la traductora de las partes en francés, que Kantor lanzaba al auditorio, mientras que una sensible muchacha polaca era la encargada, junto con otro joven, de pasar al castellano, lo que el artista dijera en su idioma natal.

Era una rueda de prensa de Babel, desarrollada en un ambiente de escenografía. Kantor parece un busto romano, pero con la nariz como una culata de revólver y dispara palabras en francés y polaco, con la sensación personal de que le están entendiendo. Puso su pequeño sombrero de pajilla en el piso, sobre una alfombra gastada. Y estaba sentado en silla de utilería, cerca de una mesa de utilería y frente a un vaso de agua verdadero. Le acompañan María Teresa Castillo, Carlos Giménez y Andrés Martínez.

Kantor hablaba, gesticulaba con las manos como un italiano, sonreía, explicaba, se ponía de pie y sacaba de su bolsillo de su pantalón un pañuelo blanco y rojo, arrugado, para secarse el sudor. A los cinco minutos no necesitaba demasiado a los tres traductores, porque sin duda alguna él es un ente comunicador que se hace entender.

Explicó que Wielopole Wielopole es un texto no acabado. “¿Qué es? No es una pieza, ni un espectáculo”, dice. “Es una prueba donde se llama a los hombres que están muertos y han vivido ese tiempo”.

“Es una especie de rito, un coloquio especial”, indica y luego comenta que la palabra rito es mal utilizada. Explica que ponerse la ropa, quitársela de nuevo, afeitarse todos los días, es algo ritual.

Manifestó que su obra es la historia de familia, pero no son acontecimientos registrados en el álbum familiar ni en el de la historia.
Kantor se desespera un poco para explicarlo y dice que algunos de sus familiares, cuando conocieron la obra, se enojaron y casi lo echan de la casa.

“Uno no puede tener éxito frente a la realidad”, expresa. “No pude explicar a mis familiares que no son exactamente ellos”.

Las lámparas que enfocan la rueda de prensa parecen arder más; recortan en el espacio la figura de Kantor, quien de pronto vuelve a hablar con apasionamiento, señalando que es feliz, porque esta noción de la realidad que tiene su obra, es la noción de la novelística latinoamericana, la noción del realismo mágico más realismo que magia “porque la realidad es más mágica que la fantasía”.

No parece vencido por el problema que se le presenta, con el indudable muro dilatador, de tres traductores que se empeñan en explicar lo que él desea expresar. Es muy difícil traducir lo que Kantor quiere comunicar.

Por eso Kantor se pones una vez más de pie y se transforma en una pantalla, en una imagen, cuyas palabras y movimientos van dando la idea, siempre remarcada por la ayuda de los intérpretes.

-¿Qué sucede en Polonia?- Cruza el espacio la pregunta como una pelota de béisbol y Kantor la atrapa:

“Hay muchas contradicciones en mi país. Antes la iglesia era algo regresivo para los intelectuales y hoy es la síntesis del progreso en el sentido político y social: es de avanzada...”, responde.

No conocerá de béisbol, pero está atento como un shorstop. A ver quién lanza la otra bola.

-¿En qué sentido nota que se coarta la libertad en Polonia? –atrapa también la interrogante en medio del suspenso:

“No lo sé, pero no estoy limitado, aunque eso no es mérito del Estado, es mi mérito... siempre digo que el Estado no tiene ningún poder para dar la libertad: soy un poco existencialista... uno puede ser libre en prisión, la libertad es un don que no se puede recibir, hay que batirse, hay que conseguirlo luchando... siempre el artista está en un infinito combate, pero no hay un país donde exista la libertad total”.

Período de Oro

Dice luego que la situación de Polonia es muy significativa “si termina bien, puede ser el período de oro para la cultura, pero depende de cosas exteriores”.

-¿Qué cosas? –silba la breve interrogante, como si fuera un roletazo de hit y Kantor repite en español “¿qué cosas?”, lo que le hace reír y contagiar su risa al auditorio.

Kantor explica: “la cosa es si va a recibir Polonia su independencia. Sólo en Polonia existe ahora noción de la verdad política, no creo que eso triunfe, pero es una revolución que los campesinos verdaderos salgan por televisión y no los robustos y optimistas... el movimiento cultural polaco es muy importante y puede ir a cualquier lado. La situación polaca es, para el artista, lo que fue Marcel Duchamp”.

Después de un paréntesis agrega: “el Estado siempre está retardado en relación con el arte. Yo estoy contra la obra de arte única, contra los valores puramente estéticos y contra el Estado Artístico”.

-¿Por qué no terminamos con la política? –pregunta ahora Kantor.

Hablando de teatro expresa que está contra la representación. “Pido perdón a la gente de teatro, porque la gente de teatro representa. El actor enfrenta la disciplina artística más grande que existe, se priva siempre de la dignidad humana, no es posible su falsificación, porque reemplaza generalmente a criaturas muertas... Hamlet ha muerto y lo representan como si estuviera vivo... no estoy contra el siglo de las luces, estamos educados en cada tradición regionalista francesa, pero es algo que en mi opinión no cuadra, no sirve... cuando uno representa una pieza uno evita ese momento, evita enfrentarse con la realidad de que el héroe o la heroína están muertos y los actores actúan como si estuvieran vivos... la escena es como un cementerio, y los actores tendrían que actuar como muertos...”.

Su obra, Wielopole Wielopole, ha llenado las salas de Polonia, porque a juicio de Kantor es la manifestación del espíritu nacional. “Es una concepción del teatro, que utiliza el rito como elementos religiosos, pero desde el punto de vista de un laico: porque yo a pesar de todo soy un racionalista”, explica.

Saca su pañuelo de nuevo y recorre la cara filosa secándose el sudor.

¿Sigue pintando? –le pregunta María Teresa Castillo y él responde que primero es pintor y luego hombre de teatro.

Recoge el sombrero de pajilla y lo coloca sobre la mesa de utilería. Toca el vaso de agua y se decide a beber un poco. Le traen café y unos pastelitos y no los desprecia, pero insiste en que hay un rito en todo esto, en lo cotidiano, en afeitarse, en hablar. Finalmente el auditorio se dispersa y todo el mundo se aleja pensando en polaco y francés, recordando al hombre dinámico y sudoroso, que con el cabello hacia delante se movía y gesticulaba buscando un idioma común.

Cuando queda acosado por unas pocas gentes de teatro, que también tiene la cabeza revuelta de polaco y francés, Kantor, de pie, con un trocito de pastel en una mano y un vaso de café en la otra, comenta en perfecto español, aprendido allí mismo, minutos antes:

-Me gusta mucho este café...

Afuera los saludos en castellano se recuperan de la maravillosa experiencia, como en un retorno a la rutina:

-Entonces mano ¿cómo está la vaina?.


©José Pulido
El Nacional
28 de julio de 1981




Foto de Gabriela Pulido

Nació en Venezuela, el 1° de noviembre de 1945.Vive en Génova, Italia.

En 1989 obtuvo el Segundo Premio Miguel Otero Silva de novela, Editorial Planeta. En el 2000 recibió el Premio Municipal de Literatura, Mención Poesía, por su poemario Los Poseídos. Ha publicado cinco poemarios y nueve novelas. Desde el 2018 el Papel Literario de El Nacional creó la Serie José Pulido pregunta y publica las entrevistas que ha realizado a creadores y artistas.
Ha fundado y dirigido varios suplementos y revistas de literatura. Si se requiere información detallada sobre estas publicaciones, favor solicitarla a este correo: jipulido777@gmail.com
Forma parte de la Antología Por ocho centurias, XXI Encuentro de Poetas Iberoamericanos, Salamanca, España, entre otras. 
Ha sido invitado a festivales en Irak, Colombia, Brasil, Chile, España y Génova. Participó, en 2012, como invitado de los Encuentros de Poetas Iberoamericanos que se celebran en Salamanca. En el 2018 y en el 2019 invitado al Festival Internacional de Poesía de Génova.
Publicaciones más recientes:
El puente es la palabra. Antología de poetas venezolanos en la diáspora.
Compilación: Kira Kariakin y Eleonora Requena, para Caritas.
Poeti Uniti per il Venezuela, Parole di Libertà (Poetas Unidos por Venezuela, Palabras de Libertad) publicado por Borella Edizioni, evento respaldado por la Associazione culturale Orquidea de Venezuela, con sede en Milán.
Poemario Heridas espaciales y mermelada casera editado por Barralibro Editores