La noticia ha salido en pocos periódicos y en páginas
interiores, su nombre no ha sido repetido por los noticieros de televisión.
Estoy casi seguro de que no tenía perfil en Facebook ni cuenta abierta en
Twitter. De modo que seguramente ustedes
no lo conocerán ni tampoco sabrán de su gesta: ya está a punto de tragarlo el
olvido que no merece. Porque fue un
héroe, pero uno de verdad.
No un héroe de los que saben triunfalmente por qué
matar sino uno de los más raros y preciosos: de los que saben humildemente por qué merece la pena morir. Es
decir, no fue un héroe de la conquista y la imposición, sino un héroe de la verdad y, por lo tanto, de
la libertad. Me gustaría celebrarlo con unas modestas líneas por última
vez, antes que definitivamente ustedes (y yo también, ay) lo borremos de
nuestra ajetreada memoria.
Se llamaba
Jan Mohammad y era director de la escuela de Porak, un pueblo en la provincia
afgana de Logar, a menos de un
centenar de kilómetros de la capital Kabul.
¿Su delito? Contra el dogmatismo integrista de los talibanes,
que lo prohíben como el peor de los pecados, se empeñó en admitir niñas en sus aulas para que fuesen educadas como
el resto de los infantes de su edad. Grave osadía, que si fuera imitada por
otros valientes acabaría con la discriminación de las niñas en ese país: de más de seis millones sólo van a la
escuela dos millones y medio, pero menos del veinte por ciento con regularidad.
Siguiendo ese camino se corre el peligro de conseguir
que aprendan a leer y escribir algo más del exiguo doce por ciento de mujeres
afganas que hoy son capaces de hacerlo. ¡Intolerable!
De modo que
Jan Mohammad fue tiroteado a sangre fría por los talibanes a la puerta de su
casa y murió ante los ojos de uno de sus hijos, también herido en el ataque.
Es un suceso entre tantos otros, un muerto más en la
lista de las víctimas de la violencia, una tragedia individual que se
difuminará entre tantas tragedias colectivas de nuestra actualidad, fraguada con
masacres y tsunamis o terremotos.
Merecerá poca reflexión por parte de tantos expertos
occidentales, dedicados a contarnos los peligros del terrorismo islamista para
nuestras democracias, pero que rara vez se ocupan de quienes en los países musulmanes se arriesgan a enfrentarse sobre el
terreno al fanatismo : no por darnos gusto a nosotros, sino por defender
los valores de una dignidad que no conoce razas ni fronteras.
Y una vez más se confirma una de las pocas
convicciones progresistas que hoy no admiten duda: el camino para cualquier revolución pacífica, no sectaria ni
partidista, es una educación de calidad sin exclusiones. Así deben sentarse
las bases de cualquier otro tipo de liberación a que legítimamente pueda
aspirarse, en la política, en las relaciones sociales, en la autonomía de
costumbres de las personas.
La
educación es la liberación no sangrienta – salvo la sangre de sus mártires, claro- para que el pasado no
condicione el futuro y lo aprisione en dogmas por siempre jamás.
©Fernando Savater
Filósofo español
Clarín,
31/07/11
Copyright
El País, 2011.