Adolescente, antes de entrar a estudiar en la universidad, me inscribí en
una academia de dibujo arquitectónico en el centro de Caracas que quedaba en un
edificio frente al Congreso, las clases
terminaban al mediodía y me regresaba en un grandísimo autobús que me dejaba a
tres cuadras de la casa. El día de este cuento fue realmente muy difícil y sudé
como nunca creo haber sudado en mi corta vida.
Salgo rápido de la clase, con mucha hambre, es exactamente el mediodía -el
momento en que la inmensa pepa de sol te ataca desde arriba- llega mi autobús,
pago el pasaje, me siento y arranca… mi tortuosa aventura. Comienza con unos
ruidos y movimientos como eléctricos en la barriga, me aflojo la correa del
pantalón, comienzan unos retortijones, mi pobre barriga brinca,
suena, vibra, y yo con esa pena, ¿los estarán oyendo? ¿se habrán dado cuenta
que esos sonidos vienen de mí? Menos mal que había poca gente. Me tocaba fuerte la barriga, en silencio, porque estaba muy asustado por lo que esos
ruidos me estaban anunciando. Yo sentía que todas las paradas que realizó el
autobús eran eternas, pero logré aguantar y llegué a mi destino, me bajé del
autobús, descansé unos segundos -enderezándome- comencé a caminar como podía,
pero a la media cuadra ya no podía más, el malestar y el movimiento en la
barriga eran infernales, entonces decidí detenerme pegado a una
especie de columna pequeñita, creo que era de la CANTV, que había en la orilla
del muro de una de las casas y comencé a pensar ¿y ahora? ¿qué puedo hacer? Y
después de algunas alternativas que surgieron en mi mente -que ninguna era
mejor que la otra- como genio adolescente que se las sabe todas,
decidí que, si lograba soltar un chispín, una gota, un trocito de eso que
estaba amenazando salirse, se me calmaría y podría llegar a la casa sin
problemas. Así que mirando para todos lados con muchísima pena porque en todas
esas cuadras vivían familias conocidas, pegado del muro mirando para todo lados como pajarito en
grama y sudando más que mantequilla en sartén, me dije valientemente “¡que salga el chispín
y ya!”.
Me programé mentalmente y sentí que fue un segundo del puf… no creo que
fueran más de dos segundos, qué alivio, me sentí mejor y me dije, ya puedo
seguir, ahora agarro la carpeta con los cuadernos, me pongo firme y
arranco, bueno, traté de arrancar, porque cuando comencé a caminar no podía
avanzar ni un paso, era increíble lo que realmente salió en ese puf, en lo que
se había convertido el chispín, en una bola gigantesca, en el interior había
como un inmenso pañal y los pasos que avance los retrocedí y volví a quedar
pegado del muro. Y ¿ahora? ¿qué hago? Menos mal que los pantalones que se
usaban en esa época eran muy anchos, en
la cintura, en las piernas, en el ruedo y podía, según me ordenó mi
pensamiento, meter las manos por los lados del pantalón, romper los interiores y formar una gran bola
que bajaría por una de las piernas del pantalón.
Sigo actuando como pajarito en grama, además de sudado aterrorizado, y
comienzo a ejecutar mi brillante idea salvadora, meto un brazo, rompo los lados
de los interiores y logro hacer la gran bola envuelta en el interior y la
dirijo por la pierna para así comenzar a bajarla poco a poco pero, nada más
comencé a dirigirla hacia abajo, la gran bola se volteó y en caída libre bajó por
toda la pierna con la tela del interior por el lado del pantalón y todo lo demás
embarrando la pierna, medias, zapatos … Ya solo me quedaba terminar de sacarla
y dejarla envuelta en varias hojas de mi cuaderno detrás de la especie de
columna, cosa que hice, y arranco a caminar la cuesta, porque es una gran
subida, para llegar a la casa; parecía Michael Jackson bailando
thriller, menos mal que no encontré a nadie conocido que me viera danzando con
cara de susto y movimientos extraños de baile. Me faltaba solo una cuadra
y media, pero a mí me pareció eterno, caminé como la canción, un pasito pa´
lante, un pasito pa´ trás, por supuesto que pegado a los muros de las casas que
quedaban para terminar de llegar, todo muy lento, lentísimo, con ese gigantesco
sol odiándome por asqueroso y cochino, hasta que llegué. Al entrar todos me
vieron y me recibieron con un “¡qué bueno que ya llegó!”, “¡venga a almorzar de
una vez!” y yo, mudo, seguí hasta la ducha y me metí con todo, a bañarme y a
lavar zapatos, medias, pantalón, camisa, que gran momento por inventar que un chispín
me ayudaría.
Nadie se enteró hasta después de estar ya adulto, que resolví contar a
modo de chiste algunas historias de eventos que, inevitablemente, quedaron en
el recuerdo de esos días claves que guardamos apenados en la memoria y los
recordamos para divertirnos o para hacernos sentir incomodos. Con el tiempo decidí
burlarme de mí mismo buscando, o tratando, que la historia de mi vida
fuera más ligera, simpática, más divertida, y he constatado que me ha ayudado
mucho el utilizar el humor para relajar mis recuerdos.
©Armando Africano
Caracas, mayo de 2018
Ilustración: ©Lisardo Rico Rattia