En lugar de enviarle flores, mandé imprimir 5000 folletos para el
día de su funeral. Los mandé imprimir con la fotografía que a mí me gusta más,
y con una de sus poesías que me resultan más queridas, y con una frase que se
me ocurrió espontáneamente cuando supe que lo habían matado pero que ahora
repiten todos como un eslogan. La fotografía es la que le sacaron el día que
fue elegido diputado y en la que sonríe, la sonrisa de un niño feliz, y levanta
el puño en señal de victoria. La poesía es la que dice:
"No llores por mí
Que sepas que muero
No puedes ayudarme
Pero mira esa flor
La que se marchita,
te digo:
Riégala"
La frase que ahora todos repiten como un eslogan es ésta:
«En 1968 Alessandro Panagulis fue condenado a muerte porque
buscaba la libertad. En 1976 Alessandro Panagulis murió porque buscaba la
verdad y la había encontrado».
Tú sabes de qué verdad estoy hablando. En Grecia él la
encontró sobre todo a raíz del Esa y
de las responsabilidades en la invasión de Chipre. Me lo contó enseguida, con los
ojos que le reían de alegría juvenil. En Roma, creo. «Mucho mejor que el
informe Pike, mucho mejor que el informe Church», me dijo. Eran documentos
autógrafos, firmados por los mismos responsables. «¿Pero cómo los usarás?». Respondió:
«Publicaré una revista semanal. El primer número tendrá en portada la carta
autógrafa del personaje más comprometido. Con el segundo número me detendrán,
quizás. Pero ya habré dado a conocer lo esencial». Durante un mes no hablamos
de otra cosa. Se dio cuenta bien pronto de que nunca habría encontrado ese
dinero, o no lo suficientemente rápido, y así se decidió a entregar algunos
documentos a Ta Nea, un diario de Atenas.
Eran los documentos menos impactantes, los “hors d’uvre” . Pero
igualmente suscitaron un infierno, y en la sexta entrega Averoff intervino: la
magistratura prohibió continuar con las publicaciones. Averoff: el ministro de
Defensa. Su enemigo. Alekos (Panagulis, ndr) se encontraba en Italia mientras
la publicación se llevaba a cabo. Al llegar me había dicho que había venido
para escribir un libro. Pero enseguida me di cuenta de que la razón era otra,
que necesitaba estar algunas semanas lejos de Grecia donde se sentía en
peligro. No le pedí confirmación porque sabía que no le gustaba hacerme
partícipe de ciertas preocupaciones y angustiarme. Vivía en mi casa, por
supuesto. Y siempre estaba tan inquieto. Tenía que regresar a Grecia a los
30 días. El día 30 dijo: "Puedo posponer 24 horas la
salida". El día 31 dijo: "En el fondo también puedo posponerla
48". El día 32 dijo: "Podría posponerla también una
semana". Y entonces fue cuando estuve segura de que en Grecia estaba
realmente arriesgando la vida. Pero no le rogué que se quedara en Italia. Era
una de esas criaturas a las que hay que dejar morir si han decidido
morir. Porque, si lo han decidido, quiere decir que eso es lo justo.
Una dura lección que había aprendido cuando estaba en el exilio
en Italia, en 1973 y en 1974, y luchaba contra los coroneles. De vez en
cuando desaparecía. Se iba a Grecia, gracias a un pasaporte falso. Bajaba
al aeropuerto de Atenas, con ese bigote y esa pipa que lo hacían reconocible
entre miles, y con gran orgullo pasaba entre los chalecos de la policía, bajo
las miradas de aquéllos que querían matarlo. Cuando le acompañaba al aeropuerto,
nunca me preguntaba si alguna vez regresaría. Me limitaba a esperar que
regresase. Siempre regresaba, riendo. No, en algunas ocasiones
también llorando. Como la vez que se encontró todas las puertas
cerradas. Los amigos que ahora se definen como tales y lloran lágrimas de
cocodrilo sacando provecho de su muerte (como ese Papandreu que él no
respetaba) no le abrían diciendo: "Tengo familia". Regresó también
de España, a donde había ido con otro pasaporte falso para ayudar a la
resistencia contra Franco. Regresaba siempre. Y esta vez no ha
regresado. Teníamos que vernos en Roma el mismo día que tendrá lugar su
funeral.
1976
Número 20
Traducción
Perché Panagulis è stato ucciso / Oriana Fallaci, 1976
Invece di mandargli i fiori, ho fatto stampare
5mila manifesti per il giorno del suo funerale. Li ho fatti stampare con la
fotografia che a me piace di più, e con una delle sue poesie che a me sono più
care, e con una frase che mi venne spontanea quando seppi che lo avevano
ammazzato ma ora la ripetono tutti come uno slogan. La fotografia è quella che
gli scattarono il giorno in cui fu eletto deputato, e sorride il sorriso di un bambino
felice, e alza il pugno in segno di vittoria.
La poesia è quella che dice: «Non piangere per me / Sappi che muoio / Non puoi aiutarmi / Ma guarda quel fiore / quello che appassisce ti dico / Annaffialo» . La frase che ora tutti ripetono come uno slogan è questa: «Nel 1968 Alessandro Panagulis fu condannato a morte perché cercava la libertà. Nel 1976 Alessandro Panagulis è morto perché cercava la verità e l’aveva trovata». Tu sai di quale verità sto parlando.
In Grecia lui la trovò soprattutto a proposito dell’Esa e delle responsabilità sulla invasione di Cipro. Me ne parlò subito, con gli occhi che gli ridevano di gioia fanciullesca. A Roma, mi pare. «Altro che rapporto Pike, altro che rapporto Church», mi disse. Erano documenti autografi, firmati dagli stessi responsabili. «Ma come li userai?». Rispose: «Pubblicherò un settimanale. Il primo numero avrà in copertina la lettera autografa del personaggio più compromesso. Al secondo numero mi fermeranno, forse. Ma ormai avrò fatto sapere l’essenziale». Per un mese non discutemmo d’altro. Si accorse ben presto che non avrebbe mai trovato quei soldi, o non abbastanza in tempo, e così si decise a dare alcuni documenti a Ta Nea, un quotidiano di Atene.
Erano i documenti meno sensazionali, gli hors d’uvre. Suscitarono lo stesso un inferno, e alla sesta puntata Averoff intervenne: la magistratura proibì di continuare le pubblicazioni. Averoff: il ministro della Difesa. Il suo nemico. Mentre la pubblicazione avveniva, Alekos (Panagulis, ndr) era in Italia. Arrivando mi aveva detto d’esser venuto per scrivere un libro. Ma io avevo capito subito che la ragione era un’altra, che aveva bisogno di stare qualche settimana lontano dalla Grecia dove si sentiva in pericolo. Non gliene chiesi conferma perché sapevo che non gli piaceva farmi partecipe di certe preoccupazioni e angosciarmi. Abitava a casa mia, naturalmente. Ed era sempre così inquieto. Doveva tornare in Grecia dopo 30 giorni. Al trentesimo giorno disse: «Posso rimandare la partenza di 24 ore». Al trentunesimo giorno disse: «In fondo posso rimandarla anche di 48». Al trentaduesimo giorno disse: «Potrei rimandarla anche d’una settimana». E allora fui certa che in Grecia stava rischiando davvero la vita. Ma non lo pregai di restare in Italia. Era una di quelle creature che bisogna lasciar morire se hanno deciso di morire. Perché, se l’hanno deciso, vuol dire che è giusto così.
Una dura lezione che avevo imparato quand’era in esilio in Italia, nel 1973 e nel 1974, e lottava contro i colonnelli. Ogni tanto spariva. Andava in Grecia, grazie a un passaporto falso. Scendeva all’aeroporto di Atene, con quei baffi e con quella pipa che lo facevano riconoscere tra mille, e fieramente passava tra le maglie della polizia, sotto gli sguardi di coloro che volevano ammazzarlo. Quando lo accompagnavo all’aeroporto, non mi chiedevo mai se sarebbe tornato. Mi limitavo a sperare che tornasse. Tornava sempre, ridendo. No, in certi casi anche piangendo. Come la volta in cui aveva trovato tutte le porte chiuse. Gli amici che ora si definiscono tali e piangono lacrime di coccodrillo sfruttando la sua morte (come quel Papandreu che egli non rispettava) non gli aprivano dicendo: «Ho famiglia». Tornò anche dalla Spagna, dov’era andato con un altro passaporto falso per aiutare la resistenza contro Franco. Tornava sempre. E questa volta non è tornato. Dovevamo vederci a Roma lo stesso giorno in cui avverranno i suoi funerali.
1976
Número 20