Los países industrializados, de manera comparativa y en cierta forma, asemejan países del tercer mundo al llegar a Hong Kong. Desde que el avión aterriza en el nuevo aeropuerto construido por Sir Norman Foster, el viajero capta la esencia de la tecnología puesta eficientemente a su servicio. Y en el aspecto humano, como añadidura. Nada de bullicio, se recoge la maleta, con el carrito se cruza el umbral de inmigración y aduana y en un tris y sin esfuerzo, el tren lo aguarda para llevarlo a Kowloon y Central. Al salir otros carritos están apostados para que el desplazamiento con el equipaje sea cómodo, se divisan los taxis de color rojo estacionados enfrente, se hace la cola y ya estamos en Hong Kong.
Llegué de noche por lo que los rascacielos, en su distante diseño, recibían las luces zigzagueantes (como el Banco de China, obra de I.M.Pei, una metáfora sobre el crecimiento del bambú, abierto al público en el piso 43), al absorber la ciudad en múltiples resonancias, o el HSBC, apodado el edifico Lego (también de Foster) y punto de referencia para el novato a la ciudad.
En Hong Kong todo funciona, como un reloj cronometrado al tiempo de cada quién. Los “star ferries” que cada diez minutos unen la isla de Hong Kong con la península de Kowloon, a través de la bahía Victoria y que cuestan centavos de dólar americano. Hong Kong asoma como un gran centro comercial uno mayor y más lujoso que otro: Pacific Place (orgulloso de poseer junto con “Lane Crawford” y “Sogo” plagado con todas las tiendas de firma) incluso con cafés y restoranes que portan nombres ilustres allende de los mares tiene su nicho glorioso allí; Harbour Centre y sus kilómetros de tiendas subterráneas a un paso del ferry (o en metro) en Tsim Sha Shui en Kowloon.
Pero para el que busca algo más autóctono, menos occidentalizado y con el presupuesto más reducido, siempre encontrará gangas e imitaciones en el “mercado de mujeres”, en el “mercado del pescado de oro”, ambos en Kowloon donde los buhoneros se apropian de las calles peatonales y en la calle Temple, que comulga con sus actividades a la caída del sol. En Hong Kong las callejuelas Li Buen (este y oeste), abarrotadas de mercancía y de apenas cien metros, son epicentros turísticos para el turista avizor, ávido de compras baratas y re-baratas. Para las antigüedades Hollywood Road es el lugar indicado. Aún pueden verse memorabilia de la época de Mao, estatuas, afiches, esculturas, relojes y otra parafernalia sobre su persona. Es imperativo regatear: es parte de la idiosincrasia.
Los hoteles desbordan en lujo, no son de 5 estrellas sino de 7, por así decir, pues toda comparación es endeble; sus lobbies son el centro del diálogo en un sinfín de lenguas, de fisonomías, que se apersonan a Hong Kong para concretar y establecer negocios.
El Museo de Historia de Hong Kong representa un buen inicio para entender y compenetrarse con la ciudad y sus múltiples transformaciones. Dividido en ocho galerías recorre la historia desde sus comienzos remotos hasta 1997 cuando China recobró su territorio y soberanía al haber sido ocupada por los británicos tras la 1ª Guerra del Opio. China cedió la isla a Gran Bretaña en perpetuidad en 1842 y en 1898 recibió permiso para ocupar, durante 99 años, los “Nuevos Territorios” adyacente a Hong Kong. En 1984 y mucho agua turbulenta de por medio, China y Gran Bretaña firmaron una Declaración Conjunta que especificaba que Hong Kong, Kowloon y los Nuevos Territorios se revertirían a la soberanía china el 1º de julio de 1997. Dos sistemas, un solo país.
Este paseo histórico que brinda el Museo permite apreciar el siempre cambiante aspecto arquitectónico ( han demolido las antiguas edificaciones para ser reemplazados por altos y estilizados edificios: el pedazo de tierra libre es buscadísimo y a precios exorbitantes o se va robando tierra al mar), el aspecto social ( una de las mayores concentraciones per cápita por habitante del mundo y con casi 7 millones de habitantes; los “sampans” que flotaban en la bahía han desaparecido) y económico (una potencia).
La lengua es el cantonés y los lugareños tienen la costumbre de hablar en altos decibeles, casi a gritos, con inflexiones agudas y felinas.
El Centro Cultural y donde se ubica el Museo de Arte vale de por sí una visita por la vista impagable de la bahía y la panorámica del otro lado de la bahía. A pocos pasos el Hotel Península y su salón de té, un acontecimiento amical o su restorán Félix, colmado de estrellas culinarias.
Tal vez la mejor tienda china en Hong Kong sea Shanghai Tang en Pedder Street, un culto a la estética en ropa, accesorios e utensilios fabricados con textiles pluscuamperfectos, sedas exquisitas, cashemires de Mongolia, lacas trabajadas en detalle y con su característico logo: una estrella roja. De propiedad del estado el “Chinese Arts & Crafts” y ubicado en varios puntos de la ciudad es también santuario de artesanía, pintura, joyas, cerámicas, telas y ropa chinas, fabricadas con gusto y calidad.
Stanley, ubicado al otro lado de la isla de Hong Kong a través de un túnel y una carretera angosta que bordea el mar, brinda al viajero en movimiento una seguidilla de mansiones y villas de los potentados de la región ( “aquí no hay millonarios, sino millonarios en dólares”, decía un analista económico), a lo largo de Repulse Bay hasta llegar al pueblito, muy turístico, y la ocasión de conocer el nuevo Museo Marítimo, un ejemplo de lo que un museo debe de representar en términos de montaje, exposición, interactividad didáctica y de placer lúdico , librería y tienda. (Aquí nos enteramos que en el año 2005 salieron del puerto de Hong Kong aproximadamente 22 millones de containers para todo el mundo.
Hong Kong ofrece momentos que el viajero debe de aprovechar como el pasear por el mercado de pájaros donde sus dueños desfilan a sus mascotas en jaulas como diversión y tradición; subir a pie al pico Victoria ( entre 1 y 1 hora y media) y admirar ( cuando no hay polución que viene del continente) la espectacular panorámica; o recorrer la calle Shangai, en las inmediaciones de Mongkok, abigarrado de utensilios de cocina para luego sentarse, como los lugareños lo hacen en “Food & Environmental Hygiene Department” en el número 470 y degustar un pescado suculento que incluye arroz y té frío en unas mesas de madera compartidas con otros comensales prácticamente a la vera de la calle. ¡Y buen provecho! Está prohibido escupir en la calle, aunque nadie le presta atención a esta particularidad.
© Luis Sedgwick Báez
Escritor venezolano.
Crítico de cine.
Miembro de FIPRESCI ( Federación Internacional de Críticos de Cine).