Ethel Dahbar
Por aquel entonces acababa de graduarme en la carrera de Letras, en la Universidad Central de Venezuela. No tenía trabajo, ni tampoco la menor idea de lo que haría con mi vida. Vivía en Caracas con la excusa de los estudios; si no hacía nada más, tendría que regresar a Barquisimeto con mis padres, cosa que no me gustaba para nada. De modo que acepté la oferta de trabajar para el Festival Internacional de Teatro, aunque mis gustos literarios nunca me habían llevado a investigar en ese género. Más bien, me inclinaba hacia la poesía y hacia ciertos narradores a los que admiraba por su creatividad poética, Cabrera Infante, Cortázar, Rodoreda, García Márquez, Martín Gaite y los otros.
De modo que aterricé literalmente en el edificio Rajatabla, donde había muchísimo que hacer y donde me encontré trabajando junto a las personas más extraordinarias que haya conocido jamás. Allí estaba, por supuesto, el genio, el creador de todo lo que vivíamos, Carlos Giménez. Este hombre tenía algo, no sé cómo definirlo, tan atractivo, que hacía que el mundo entero girara a su alrededor. Todos lo adorábamos, todos hacíamos lo que nos pidiera, porque, entre otras cosas, tenia un talento y una creatividad ilimitados y aunque su pasión con frecuencia estallara en ira, era tan adorable que nada de eso importaba frente a su caudal inagotable de ideas y la seguridad que tenía de
Concretarlas, por imposibles que éstas parecieran.
Ahora que lo pienso, alguien podría preguntarse qué diferencia hay entre Carlos Giménez y los grandes carismáticos de la historia que arrastran multitudes hacia el abismo. Yo creo que Carlos Giménez se diferenciaba de ellos porque podía concretar sus ideas, y las concretaba en obras de una calidad increíble, podía ofrecer lo inverosímil y hacerlo realidad con su esfuerzo
Graciela Bonnet y su talento.
Me tocó trabajar en la Dirección de Prensa, junto a varios compañeros que recuerdo remotamente. Entre ellos había alguien cautivador: Ethel Dahbar. Esta era una señora que a primera vista no tenía nada que ver con aquel ambiente circense desbordado y fellinesco. Se vestía de manera formal, hasta llevaba un peinado de peluquería, creo que a lo Grace Kelly. Muy rubia, siempre sonriente, con un par de anteojos que destacaban mucho en su cara, no sé si porque era muy corta de vista o por la forma, con montura blanca. Una vez le dije que me recordaba a Anita Ekberg y esto le hizo mucha gracia. En realidad, la exuberancia de Anita Ekberg se traducía en Ethel no en las curvas, por supuesto, sino en lo llamativa y esplendorosa que ella era.
Me invitó varias veces a su casa, en la avenida Libertador. Conversamos de su vida en Córdoba, una ciudad que era de las dos, y de la vida aquí en Caracas, que es una ciudad tan distinta, pero a la vez tan propicia para que Carlos Giménez pudiese realizar su grandioso proyecto del Teatro de las Naciones (así se llamaba inicialmente el Festival Internacional).
Debo decir que la Caracas en que ocurrió todo esto no es la de ahora. El proyecto de Carlos Giménez era valioso por donde se lo quisiera ver y no importaba de dónde él viniera ni lo que pensara en su vida privada, porque en aquella época bastaba con la trascendencia y el valor del arte de por si. No había cuestionamientos aleatorios. También se conjugó con el apoyo irrestricto de María Teresa Castillo, otro personaje a quien nunca será suficiente el agradecimiento que podamos expresarle.
No puedo decir que Ethel me hablara particularmente de esto, pero ella me atendió como si fuera de mi familia, alguien que me brindaba un amor maternal y que ordenaba mi vida, de por sí bastante desordenada por entonces.
Me contó que preparaba el guión de una obra de teatro exclusivamente para ser protagonizada por Alma Ingianni. Nadie más podría interpretarla. La obra se llama “Casta Diva” y se estrenó en el Ateneo de Caracas. De hecho, la obra es Alma, en una dimensión que quizás Alma no haya vivido, pero que es definitivamente ella. Un monólogo donde caben recuerdos y personas que no pueden hacerse presentes sino a través de la mirada de la protagonista, que es
Alma y es Ethel.
La vida luego transcurrió. Como nos pasa a todos, no sé cómo ni en qué momento dejamos de hablarnos. La extrañé mucho, pensé en ella muchas veces y me decía que volvería a su apartamento de la avenida Libertador. Claro, ella ya no vivía allí, la ciudad ha cambiado tanto.
Ahora hay un lugar donde puedo escribir estos recuerdos. Qué bien. Decir que Ethel por ejemplo, estaba orgullosa de su nombre, porque casi nadie más lo tenía… solamente ella y la amiga de Lucille Ball, la de la comedia “Yo quiero a Lucy”.
Ethel Dahbar escribía las paredes de su cocina con marcador. Cosas que debía recordar, frases que le gustaban. Ahora sonrío al decir que mi cocina también tiene las paredes escritas con marcador. Eso hace que Ethel esté presente en mi vida todos los días.
Graciela Bonnet
Escritora-Editora
Caracas, 2008