Una entrevista íntima con la autora de
"En breve cárcel", pionera de la literatura lésbica argentina.
En Buenos Aires. Pasaron treinta años desde que salió su novela, que no pudo publicar acá./MARCELO GENLOTE |
“No ha dicho una palabra desde que ella le arrojó el anillo. De
pronto se incorpora como si se despertara y se desnuda. Sin mirarla se frota
los ojos, se pasa la mano por el cuello, como si se acariciara. Sin mirar se
acerca a ella, la desnuda y, recurriendo a las muy precisas descripciones que
ella le ha brindado la hace gozar, una y otra vez. (...) La obliga, eso sí, a
permanecer siempre de pie junto a la mesa, a no abandonar en ningún momento
(...) la posición que adoptó cuando comenzó a hablar. (...) Intentaba fijar la
mirada en algo que la sostuviera pero sólo veía, al bajar los ojos, la cabeza
de Renata, la raya que exactamente en el centro del cráneo dividía un pelo que
había crecido, que casi le cubría los hombros, que pronto podría llevarse atrás
y dejarse caer, perezosamente, como cuando la conoció hace años”.
Esto escribió Sylvia Molloy en 1981 y le alcanzó para entrar al cuadro de los fundadores de la novela
lésbica argentina. No fue un escándalo, fue un silencio: la novela no se
publicó en el país y sólo circuló en fotocopias en grupos de “entendidas”.
Recién en 1998, la publicó en la Argentina la editorial Simurg. Treinta años y
toneladas de agua bajo el puente después del rechazo, En
breve cárcel se reeditó en la Argentina, en la “Serie del
recienvenido”, una prestigiosa colección que dirige Ricardo Piglia. Molloy es
escritora pero además es una teórica. Viene trabajando en lo que llama “poses”:
las actitudes, la ropa que se pone, los elementos que rodean a un escritor y que
hacen a la manera en que son leídos. O que son, directamente, parte de la obra.
En otro libro suyo que editó hace poco Eterna Cadencia, Poses de fin de siglo , Molloy se
deleita con Oscar Wilde: qué significados, que irritación produce su ropa de
terciopelo, su prendedor de brillantes, con los que exhibe una sexualidad. Así
que estas ideas elabora Sylvia Molloy y puede creerse que con la misma agudeza
mira cómo cambió desde su salida hasta esta edición lo que significa, cómo
resuena, su historia de amores y abandonos entre mujeres. De todo eso habló con
Clarín, durante su última visita a Buenos Aires.
–¿La
publicación de “En breve cárcel” en 1981 fue un gesto político?
–Sí, se volvió un gesto
político. En primer lugar, tuvo un rechazo muy fuerte dadas las circunstancias:
era plena dictadura. Ninguna editorial quería publicarla, ni siquiera
Sudamericana, donde yo ya había publicado, donde tenía amigos, pero eran épocas
difíciles para sacar un libro que, se sentía, iba a ser percibido como
subversivo.
–¿La
editorial dio explicaciones?
-No. Me dijeron “este libro
simplemente no se puede publicar aquí”.
–Y
aparecieron las fotocopias...
–Eso sí, circulaba en
fotocopia. La gente me decía que lo había leído así. Me gustó tener como una
comunidad de lectores secreta, que el texto circulara, si bien no estaba en las
librerías.
–¿Qué
significaba esa forma de circulación?
–Encontré una comunidad,
encontré –para usar el cliché que se usaba con los gays– a las “entendidas”.
Eso fue muy lindo, porque en ese momento me perturbaban ciertas reseñas que
salían. Que recalcaban –creo que por razones de cautela política– que el libro
se había publicado en el extranjero, que yo vivía en el extranjero, es decir,
que distanciaban al libro.
–¿Estar
afuera posibilitó escribir el libro?
–No sé si hubiera escrito
esa novela estando aquí, siempre me lo he preguntado. Posiblemente no la
hubiera escrito.
–Eso
de marcar al homosexual como “otro” y extranjero usted lo señala en “Poses...”.
–Claro. Cuando lo
reseñaban, lo distanciaban, entonces yo me sentía un poco como una escritora
extranjera. Y que estaban hablando de una traducción de un libro escrito en
otro idioma, casi. La otra cosa fue una reseña siniestra, que me agradecía que
no me explayara en detalles explícitos sobre esas relaciones.
–¿Y
por qué no se explayó?
–Porque quería mantener en
el texto una enunciación urgente y muy comprimida a la vez, muy económica.
Donde el detalle físico aparece de vez en cuando, pero muy contenido.
–Es
mínimo: la raya del pelo.
–Esa famosa raya; esa raya
fue deliberada, no te digo que la puse para que todo el mundo se acuerde, pero
era el detalle que anclaba ese episodio. Yo cuando pienso en ese episodio
también pienso en la raya.
–Usted
hablaba de escritura económica, y resume una escena sexual en una raya, que es
también una línea.
–Esa escena es la novela
entera, porque además de esa escena sexual muy contenida e intensa, es una
venganza implícita y una violencia implícita.
–¿Qué pose hacía falta para
ser la autora de esa novela? ¿Qué ropa? ¿Qué terciopelo?
–Era un momento muy difícil
de mi vida y estaba más metida en la cueva que exhibiéndome o autofigurándome.
El título me vino perfecto, estaba metida en un cuarto escribiendo. Eludía la
construcción de una pose.
–Otra
vez algo contenido.
–Como el texto. Estaba
encerrada, rabiosa, escribiendo contra algo. Contra una traición.
–¿Personal?
–Algo personal que quería
volcar en la escritura, sí.
–Aunque
fuera algo personal, la novela está escrita en tercera persona. Pero es una
tercera persona que se lee como primera, como cuando se ve una película
subtitulada y se recuerdan los diálogos en castellano.
–No hubiera podido escribir
en primera, necesito una distancia.
–¿Para
qué?
–No sé, para mantener,
ilusoriamente si querés, cierta autonomía del personaje. No quiero
identificarme demasiado con él.
–Como
cuando se habla de algo que le pasa a “un amigo” para contar algo propio. Es
una tercera que esconde y muestra la primera persona.
–Sí, es una máscara que me
permite inventar, me permite distorsionar. Todavía se les pide a las novelas
una veracidad que yo no le quiero dar.
–Ahora
hay matrimonio igualitario, las novelas homosexuales salen en editoriales
grandes. ¿Cómo se lee su novela hoy?
–Me lo he preguntado. El
hecho de que Ricardo Piglia la incluyera en una colección donde hay novelas
olvidadas o novelas de otra época hace ver que no es una novela de closet, de
“entendidas”. Siempre fue una novela para todo el mundo.
–¿Hay
novelas que no son para todo el mundo?
–No, yo creo que toda la
literatura es para todo el mundo.
–Aunque
por su temática entrara en un pequeño ghetto...
– “En breve cárcel” se
escribió en París. Cuando se publica en inglés, por la Universidad de Texas, se
empieza a enseñar en universidades y ahí se empieza a leer como dentro de un
movimiento: esa lectura politiza la novela. Entonces, como es la época de los
estudios de género, la época de cursos sobre género, se la lee en ese contexto.
Recuerdo que al comienzo a mí me irritaban ciertas preguntas que se me hacían,
en coloquios. Me decían, “pero su novela
no es representativa de la lucha” y yo les decía “no, mi novela es lo
que es, una novela de anécdota lesbiana, pero no es una novela escrita con ese
propósito”. Yo no controlo las lecturas que se hacen de lo que escribo.
–Tampoco
es inocente con lo que va a ocurrir.
–No. Y me cuestionaban que
terminara mal. Pero mi propósito era escribir una novela, no es una novela
programática
–Dado el cambio de contexto
desde 1981, sorprende ver que la contratapa no menciona el lesbianismo.
–Será para apelar a un
público más amplio, pensando que si se dice “lesbiana” u “homosexual” se va a
ahuyentar lectores. También indica que un lector no muy interesado en el hecho
de que fue una de las primeras novelas lésbicas encuentra algo que le gusta en
la novela. Eso para mí es importante: no es una novela de minorías. Me sentiría
un poco defraudada si fuera un texto sólo reconocido por lectoras lesbianas.
–Pero
a la hora de escribir esa contratapa eso ya no era un riesgo, no había pasado.
–No, no pasó. Y me gusta
esa flexibilidad de lectura.
©Patricia
Kolesnicov
18 de noviembre de 2012
Fuente:
Clarín
La palabra en la boca /entrevista de Patricio Lennard, Página 12, 25 septiembre 2009
Escritora,
crítica y ensayista, el nombre de Sylvia
Molloy ha funcionado por décadas casi como un guiño: es la autora de esa
novela, En breve cárcel, en la que el amor lésbico enhebra la trama sin
instituirse en conflicto. Ella, que en sus ensayos se ha ocupado de la
autobiografía como género, devela el modo en que la ceguera de la crítica
obtura lo que recién ahora empieza a nombrarse en voz alta.
”Cuando era
joven –y te estoy hablando de cuarenta años atrás– había un closet tácito. Era
un mundo de disimulos que se manejaba mucho más por alusión que por
declaraciones. Había códigos que permitían el reconocimiento mutuo, el uso de
ciertas palabras, formas de mirar, y las amistades eran muy importantes. Había
una circulación secreta del deseo, que no se nombraba. No lo nombrábamos
nosotras ni quienes a priori lo criticaban. Yo jamás le oí decir la palabra
lesbiana a mi madre, por ejemplo. Decía ‘mujeres raras’, o ‘amores raros’, y lo
‘raro’ –bueno, lo queer– era parte de la percepción que existía entonces.”
De golpe, la
palabra en inglés sale de su boca con una pronunciación perfecta, levemente
arrastrada. Pero enseguida uno entiende que es mucho más que eso: Sylvia Molloy
sí que sabe decirla. Sabe lo que dice cuando a los tapujos de su madre les
remacha, en la misma frase, la ambivalencia de ese término en inglés que antes
insultaba a los “raros”, a los maricones, y que culturalmente terminaría siendo
trofeo de una conquista que excedería lo lingüístico con creces; y sabe decir
esa palabra díscola, reivindicatoria, como si la suya fuera una forma
definitiva de nombrarla.
No en vano
Sylvia Molloy ha sido una pionera a la hora de combatir la elusión, el recato y
el silenciamiento que hasta no hace mucho envolvía la homosexualidad, la
literatura homosexual y la homosexualidad de ciertos escritores y escritoras,
tanto en la crítica como en la historia literaria en Latinoamérica. Una empresa
que llevó a cabo como la lectora lúcida que es, pero también escribiendo
literatura: su novela En breve cárcel, publicada en 1981, fue una de las
primeras que habló sin reticencias ni disimulos del amor entre mujeres en la
literatura argentina.
Cuarenta años
viviendo en los Estados Unidos y enseñando en las universidades más
prestigiosas (Princeton, Yale, y actualmente New York University) han hecho de
Molloy una de las voces críticas más influyentes de la escena hispanoamericana,
y una pasajera en tránsito en el país donde nació y al que vuelve, al menos,
una vez por año. Como ensayista publicó en 1979 Las letras de Borges, un libro
que supo abrir un camino novedoso al poner bajo la lupa, además de los textos
del autor de El Aleph, su figura de escritor y su mito personal en tiempos en
que la “muerte del autor” aún exigía luto a gran parte de la crítica. Algo de
lo que se desentendió también en Acto de presencia (editado primero en inglés y
luego en español), su admirable estudio sobre la autobiografía en
Hispanoamérica, cuya escritura se interpuso en el desarrollo de El común
olvido, su segunda novela, que sería publicada en 2002 y en donde la ficción
autobiográfica –que en la citada En breve cárcel ostentaba el filtro de una
narradora en tercera persona– se encarna en un personaje homosexual: un
académico argentino que vive en los Estados Unidos y que vuelve a Buenos Aires
con un vago proyecto de investigación que le sirve de pretexto para encontrar
un destino final para las cenizas de su madre.
“Una vez se
contactó conmigo una persona que estaba escribiendo una biografía de Alejandra
Pizarnik, y me dijo que sabía que en algún momento yo había estado muy cerca de
ella, o algo por el estilo. Esta persona había leído mi novela En breve cárcel
y estaba convencida de que la protagonista estaba basada en Pizarnik”, cuenta
Molloy entre toses, maldiciendo el tiempo cambiante de Buenos Aires. “Ahí mismo
me dio un ataque de furia, como si me robaran algo, y le contesté que no,
quería decirle que el personaje era yo y no Pizarnik, pero me pareció una
respuesta críticamente mezquina y recurrí, algo molesta, a la perífrasis. Le
dije, pedantemente, que se trataba de ‘material autobiográfico mío’. Y esa
situación me llevó a preguntarme de quién es en realidad la vida de uno, el
relato de vida de uno mismo.”
A raíz de ese
incidente, Molloy empezó a investigar casos de autobiografías escritas por otros:
autobiografías por encargo y autobiografías de personajes ficticios. “Me
interesé particularmente por una autobiografía escrita por un sobreviviente de
Auschwitz, Benjamin Wilkomirski, que había pasado su infancia en los campos. El
libro resultó espurio, porque Wilkomirski en realidad no se llamaba
Wilkomirski, ni era sobreviviente del Holocausto, ni siquiera judío. Había
asumido una identidad imaginaria, se construía a sí mismo –se vivía, habría que
decir– como sobreviviente y se reconocía en esa construcción. Eso me llevó a
preguntarme acerca de la ‘autenticidad’ del relato, de todo relato de vida.
¿Dónde reside esa autenticidad? Es demasiado fácil denunciar el fraude, decir
que Wilkomirski es un impostor y que se trata de una ficción inventada de cabo a
rabo, acaso por ansias de protagonismo. Toda esta reflexión personal y crítica,
más el llamado de esa mujer que identificaba a la protagonista de En breve
cárcel con Pizarnik y no conmigo, más estas autobiografías ‘falsas’ que empecé
a desenterrar y con las que me puse a trabajar, me llevaron a empezar una
novela con un protagonista al que le piden, justamente, que escriba una
autobiografía de otro. En este caso, el personaje escribe por encargo la
autobiografía de alguien que no tiene tiempo o no posee talento para
escribirse, y lo que comienza como un trabajo por encargo, bien remunerado, con
un protagonista algo sobrador que se siente superior a su sujeto, termina
atrapando al ‘falso’ autobiógrafo, se vuelve fuente de conflicto y, sobre todo,
de resentimiento. No te voy a decir cómo termina la historia porque ni yo misma
estoy segura de ello.”
Decirlo y no decirlo
Ese libro que
Molloy adelanta en la conversación es un ejemplo de cómo sus preocupaciones
teóricas y sus preocupaciones ficcionales casi siempre se cruzan. De ahí que
autobiografía y género, homosexualidad y autoficción sean asuntos en los que
han perseverado tanto la crítica como la narradora. En breve cárcel, cuya trama
gira en torno de un triángulo amoroso de carácter lésbico, fue el primer paso
en ese sentido. “La novela salió en plena dictadura, pero no salió en la
Argentina porque un par de editoriales de aquí, que tenían interés en la
novela, prefirieron pasar y no publicarla”, dice Molloy con aire cansado porque
se ve que ya lo dijo antes. “Salió en España por Seix Barral y tardó en llegar
aquí, y cuando llegó y la reseñaron se habló bien, pero eludiendo la anécdota
lésbica o traduciéndola en términos literarios. Hubo una reseña que decía: ‘La
novela trata un tema que tiene prestigiosos antecedentes literarios, desde Safo
hasta Lawrence Durrell’, con lo cual reducían la anécdota a una temática y
justificaban la novela dentro de una ‘tradición’, pero no comentaban la novela
en sí. Otra reseña, recuerdo, me agradecía que no cayera en detalles, no decía
pornográficos, pero casi. Apreciaba la discreción con la que trataba el tema;
discreción que era problema del crítico y no mío, obviamente.”
Molloy asegura
que mientras escribía esa novela no estaba al tanto de la existencia de ningún
texto que hubiera hablado del amor entre mujeres de manera tan abierta en la
literatura argentina. Aunque por las dudas se ataja y admite la posibilidad de
estar cometiendo una gran injusticia al no acordarse de alguna precursora. Pero
¿hasta qué punto el lesbianismo de En breve cárcel rompía con el horizonte de
expectativas de la literatura de esos años? “Creo que sí rompía, porque lo
lesbiano no aparecía como secreto, ni como patología, ni como algo que se
disimula, ni siquiera como fuente de oprobio o de vergüenza, sino como algo que
está ahí y de lo que se habla con total naturalidad. La anécdota lesbiana no
buscaba llamar la atención sobre sí, ni para escandalizar ni para justificarse,
y quizá fuera eso lo que perturbaba. De ahí las reseñas confusas, porque no sabían
cómo tomar el texto. Te cuento una anécdota para darte una idea. A los dos o
tres años de publicada la novela, en un congreso de literatura, una persona a
quien yo conocía bien se me acercó y me dijo que iba a hablar en su ponencia de
En breve cárcel y si me molestaba que usara la palabra ‘lesbiana’. Le aseguré
que no y fui a escucharla. Ante mi gran sorpresa, no pronunció la palabra
‘lesbiana’ una sola vez. Entonces pensé que se trataba de una maniobra bastante
perversa para quedar bien conmigo, una suerte de ‘yo sé de qué se trata y al
pedirte permiso te lo hago saber, para que veas que estamos en la misma onda,
pero en el momento de leer no digo la palabra en público porque total para qué,
si lo importante es que yo sé y vos sabés que yo sé’. Una manera de volver al
closet un texto que no se pretendía secreto.”
El mensaje cifrado
Ese pudor de la
crítica, ese recato en torno de la homosexualidad que no se origina en los
textos sino en los modos de leer y que invita a reflexionar sobre los
prejuicios que todavía hoy existen (también) en contextos académicos, en donde
se les suele endilgar a los estudios queer un estatuto sectario (después de
todo, ¿cuántos son los heterosexuales que realmente se interesan por este tipo
de estudios?), habla a las claras de la necesidad de cuestionar una historia de
la literatura que durante mucho tiempo ha eludido llamar las cosas por su
nombre. “Por eso creo que el trabajo desde el género, desde lo queer, tiene que
buscar otras estrategias, porque efectivamente se puede reducir al gueto”,
opina Molloy. “El género es una categoría crítica y desde todas las inflexiones
del género se puede inquirir otros discursos. Dejar el género de lado es
cerrarse a una flexión crítica más, y en ese sentido creo que hay que
desautoguetizarse para mostrar la utilidad del género como categoría, para
romper con lecturas canónicas y desestabilizarlas.”
Un aporte
importante a la causa ha sido Hispanisms and Homosexualities, una compilación
de ensayos publicada en 1998, que Molloy realizó junto con Robert Irwin y que
increíblemente (o no tanto) aún no ha sido traducido. Allí se incluye un
iluminador ensayo que Molloy publicó originalmente en español, “La política de
la pose”, en donde a partir de la figura de Oscar Wilde reflexiona sobre la
constitución de un campo de visibilidad en donde lo “raro” opera como marco de
referencia para eso que por primera vez se deja ver en Wilde deliberadamente.
“Me interesaba trabajar esa calculada visibilidad de Wilde como un desafío
crítico, un acto si se quiere heroico, es decir, un poner el cuerpo para
provocar un reconocimiento, para obligar al espectador a nombrar esa diferencia
que sabe que existe pero que sólo nombra por ausencia, por lo que no es. En ese
sentido, la crónica de Martí sobre Oscar Wilde, cuando asiste a la conferencia
que da en Nueva York, es sintomática. Martí ve a Wilde, ve su elaborado
atuendo, su peinado, ve su afectación y le cuesta comprender simultáneamente el
espectáculo que es Wilde –esa pose– y sus palabras. Martí admira a Wilde, admira
el modernismo literario de Wilde, pero el otro mensaje, el que está cifrado en
su persona, obstaculiza su comprensión, le molesta porque no lo puede dejar de
lado.”
Ese interés de
Molloy por la figura de Wilde también lo tiene Daniel, protagonista de su
novela El común olvido, quien en un momento habla de su deseo frustrado de
investigar sobre cómo la prensa argentina de la época se refirió al proceso que
se le siguió a Wilde en Gran Bretaña. ¿Es autobiográfica esa anécdota?
“Vagamente lo es –admite Molloy–. Hubo un tiempo en que me dediqué a leer
diarios de la época, sobre todo La Nación, pero las referencias eran mínimas.
En cambio sí encontré datos interesantes sobre los escándalos en la Corte
imperial alemana, el famoso asunto de Eulenberg y Moltke, homosexuales
allegados al Kaiser, y un poco más tarde el caso Krupp en Capri. En este
último, el relato de La Nación era notable porque se decía en descargo de
Krupp, acusado de orgías, que éstas eran acusaciones falsas porque en sus
fiestas las únicas mujeres presentes eran sirvientas y que las famosas fiestas
eran amables reuniones de hombres que discurrían con sus sobrinos. Es decir, no
hay orgía porque no hay mujeres, sólo hombres maduros con hombres más jóvenes
que son, simplemente, sobrinos. El borrado, el ‘no querer saber’ de la prensa
es aquí increíble.”
Recortes
Pero si de
ciegos que no quieren ver se trata, la anécdota que tiene Molloy sobre la
escritora venezolana Teresa de la Parra no tiene desperdicio. “Yo he trabajado
bastante sobre Teresa de la Parra, escritora venezolana muy importante, desde
el punto de vista del género, y acaso por eso mismo mal leída. Teresa de la
Parra tiene dos novelas notables, la primera, Ifigenia, y la otra, más
conocida, Memorias de Mamá Blanca. En las dos se entretejen temas que permiten
configurar una sexualidad no dicha, temas como la amistad apasionada entre
mujeres, la necesidad de exiliarse de una sociedad donde uno no cabe, la
estulticia de la burguesía caraqueña, el sacrificio individual en nombre de un
deber de clase, y siempre, por encima de todo, la insinuación de un secreto que
nunca se revela. Cuando fui a Caracas a trabajar sobre sus manuscritos, muchos
de los cuales están en la Biblioteca Nacional, visité a Velia Bosch, crítica
venezolana a cuyo cuidado estuvo la obra de Parra y que, por eso mismo, se
considera un poco dueña de la escritora. Sin embargo, basta cotejar la edición
que hizo de los Diarios de Parra con los originales para comprobar que están
totalmente recortados. Teresa de la Parra murió de tuberculosis en Madrid en
1936 y su pareja, la antropóloga y escritora cubana Lydia Cabrera, la acompaña
hasta el final. Ambas están en España y en los Diarios, suponte, en un momento
dice Parra: ‘Hoy Lydia fue a la ópera y cuando volvió se acostó en mi cama y
hablamos de Tristán e Isolda’. Comparando, ves que en la edición de los Diarios
que hace Bosch falta ‘en mi cama’. Entonces te das cuenta de la lectura
voyeurística que hizo esta mujer, porque dudo mucho de que, en ese contexto,
‘en mi cama’ quiera decir otra cosa que acostarse junto a la compañera enferma.
Pero el miedo, el pánico de esta crítica la lleva a sobreleer y a hacer
recortes como éste, nimios pero significativos. Cuando me encontré con Velia
Bosch, sabiendo acaso que si ella no sacaba el tema lo iba a hacer yo misma, me
dijo: ‘Se habla mucho de la homosexualidad de Teresa de la Parra, pero
francamente yo no creo para nada en eso. Las mujeres somos muy afectuosas. El
gran amor de su vida fue Gonzalo Zaldumbide. Y su relación con Lydia Cabrera...
bueno, ellas eran muy amigas’. Incluso, Bosch me llegó a decir que le había
dicho a la propia Lydia Cabrera que se equivocaba en lo referido a la supuesta
homosexualidad de Teresa. ¡A la mujer que había sido su pareja! ‘No, Lydia, tú
te equivocas. Teresa no era así.’ Una escena de una ridiculez lamentable.”
¿Y con Pizarnik
no ocurrió algo parecido? “También hay cortes considerables en los diarios y en
las cartas de Pizarnik –asiente Molloy–. Y puede decirse que esos textos
expurgados de Pizarnik son y no son de ella, porque son también de la persona
que los expurgó y que quiso, al expurgarlos, corregirlos para que no quedara a
la vista una imagen que no se adecuaba a lo que esa persona quería que se
pensara de Pizarnik. Pero Pizarnik no participó en esa construcción de su
imagen. Ahí hay un problema de lecturas hegemónicas, que quieren imponerse,
versus lecturas que quieren ver el texto tal como fue escrito. Y si bien ha
habido cierta tendencia a considerar innecesaria la publicación sin censura de
todo lo que un autor escribió, está claro que tanto en el caso de Teresa de la
Parra como en el de Pizarnik lo que está en juego es otra cosa.”
Los zapatos rojos
¿Cómo suena la
palabra “lesbiana” en la voz de Sylvia Molloy? ¿De qué modo se podría atrapar
por escrito la dulce convicción con que la dice? ¿Y cómo habrá sonado en la voz
de esa muchacha que descubría, en su adolescencia, el deseo que ella nombra?
¿Qué habrá sentido al decirse a sí misma, por primera vez, el nombre de aquello
que callaba su nombre? “Cuando alguien es homosexual muy pronto intuye que es
diferente y va trabajando esa diferencia como puede”, dice Molloy. “A veces es
un descubrimiento lento y hay quienes, al principio, no pueden ponerle nombre.
En mi caso, no sucedió en mi infancia sino mucho más tarde, al final de mi
adolescencia. Sin duda el viaje que hice a Francia para estudiar Letras, cuando
tenía veinte años, tuvo mucho que ver porque los viajes, en general, precipitan
descubrimientos, revelaciones. Y así como ese viaje precipitó en mí la certeza
de que quería escribir, también coincidió con mi iniciación sexual y la
aceptación de mi diferencia. Obviamente salir del ámbito familiar favoreció
esta aceptación, eso es innegable. Viajar te desfamiliariza y muchas veces te
permite una mirada nueva, incluso sobre tu propio pasado. En París me di cuenta
de que había estado enamorada de una profesora de francés que me había iniciado
en la literatura francesa en Buenos Aires. Hasta entonces, yo había querido ver
el endiosamiento que sentía por esa mujer como un endiosamiento literario, pero
cuando fui a Francia y estuve sola caí en la cuenta de que había estado
enamorada. Curiosamente, cuando todavía estaba en Buenos Aires, yo usaba lo
literario para cimentar el afecto que sentía por ella, y así me aprendía de
memoria textos que ella dictaba en clase. Todavía me sé tiradas enteras de
Racine, sobre todo de Fedra, que aprendí con ella. Recitarme esos textos era
como convocar una escena homoerótica, pero sin nombrarla.”
También hubo
otras lecturas, más específicas, que en la Sylvia adolescente influyeron en ese
proceso. “Antes de irme a París, el escritor que posiblemente más me marcó en
ese sentido fue Gide, a quien leí con esa profesora. Como yo era muy moralista
–moralista en el sentido ético, pero no pacata– me atraía ese lado de Gide, esa
niñez protestante con la que me identificaba. Eso significaba vivir sin tapujos
y, a la vez, atender a una ética. Aun cuando no podía ponerle un nombre a mi
deseo reconocía el de Gide, y eso me permitía reconocerme por interpósita
persona. Había una frase suya que aún recuerdo porque me parecía resumir un
posible itinerario: Il faut toujours suivre sa pente, pourvu que ce soit en
montant, que torpemente podría traducirse como ‘uno siempre debe seguir su
inclinación, mientras sea en ascenso’. En este sentido, la lectura de Gide me
fue inmensamente útil, pero no puedo decir que me haya marcado mucho en lo
literario. Con Proust la cosa fue distinta. Leer el pasaje de En busca del
tiempo perdido en donde la duquesa de Guermantes no tiene tiempo de escuchar la
noticia de que su amigo Swann se está muriendo pero sí, a pedido de su marido,
de ir a cambiarse los zapatos negros por los rojos, me volvió indispensable
todo Proust, sin el cual posiblemente no hubiera pensado en escribir ficción.
Esos pequeños detalles –patéticos, perversos– son como disparadores de relatos.
Sirven.”
¿Y
de qué modo le sirvió haberse ido y no haber vuelto a vivir en la Argentina?
–El mío es el
lugar del que vuelve a su país y siente que pertenece y a la vez no pertenece
porque, esencialmente, el haberse ido lo pone, para siempre, en otra parte.
©Patricio
Lennard
25
septiembre 2009
Fuente: Página
12