Irena Sendler: La heroína que salvó a 2.500 niñ@s / entrevista de Ignacio Temiño, 2007 / El valiente corazón de Irene Sendler, película 2009







En plena II Guerra Mundial, durante la ocupación de Polonia, una mujer le plantó cara a los nazis y logró salvar a 2.500 niños judíos. Ni la Gestapo ni sus torturas consiguieron que Irena Sendler desvelara dónde estaban los pequeños. Hoy, vive en un asilo de Varsovia, donde recibe al periodista de Magazine.





La historia de Irena Sendler está repleta de heroísmo con proporciones casi míticas. Sin embargo, ha estado extraviada entre los pliegues del tiempo durante más de medio siglo. Desconocida y oculta de manera inexplicable para la mayoría de la gente, como un tesoro antiguo esperando a ser descubierto. Pero las luces de Hollywood se proponen ahora que todo el mundo conozca la vida de esta trabajadora social polaca, que durante la ocupación alemana de su país salvó la vida de 2.500 niños judíos, sacándolos a escondidas del gueto de Varsovia frente a las mismísimas narices de las tropas nazis.

Si tomamos como referencia La lista de Schindler, donde Steven Spielberg contó la vida de Oscar Schindler, el industrial alemán que evitó la muerte de 1.000 judíos en los campos de concentración, el éxito de la producción cinematográfica parece asegurado. El filme de Spielberg, aclamado por la crítica, consiguió siete Oscar en 1993.

Mientras la figura de Oscar Schindler era aclamada por medio mundo, Irena Sendler seguía siendo una heroína desconocida fuera de Polonia y apenas reconocida en su país por algunos historiadores, ya que los años de oscurantismo comunista habían borrado su hazaña de los libros de historia oficiales. «Además, ella nunca contó a nadie nada de su vida durante la II Guerra Mundial, era muy discreta y se limitaba a hacer su trabajo y a ayudar a la gente», explica Anna Mieszkwoska, autora de la biografía de Irena, La madre de los niños del Holocausto.

Sin embargo, en 1999, su historia empezó a conocerse. Y fue, curiosamente, gracias a un grupo de alumnos de un instituto americano de Pittsburg (Kansas) y a su trabajo de final de curso sobre los héroes del Holocausto. En su investigación dieron con algunas referencias sobre Irena Sendler en revistas especializadas y con un dato asombroso: había salvado la vida de 2.500 niños. «¿Cómo es posible que apenas haya información sobre una persona así?», se preguntaron entonces los estudiantes, cuya curiosidad crecía según encontraban más datos y testimonios.

Pero la gran sorpresa llegó cuando, tras buscar el emplazamiento de la tumba de Irena, descubrieron que no existía porque ella aún vivía y, de hecho, todavía vive. Hoy es una anciana de 97 años que reside en un asilo del centro de Varsovia, en una habitación luminosa donde nunca faltan los ramos de flores y las tarjetas de agradecimiento, que llegan diariamente desde todo el mundo.





Secuelas de las torturas. «Tenga cuidado, el que visita a mi madre acaba llorando», me advierte con una sonrisa Janina, la hija de Irena, antes de que entre a saludar a su madre. Dejo mi ramo de flores junto a su mesita de noche y paso los primeros cinco minutos de mi vida junto a una heroína de carne y hueso. «Yo no hice nada especial, sólo hice lo que debía, nada más», dice irritada con un hilillo de voz que se escapa a través de la ventana. Irena apenas existe físicamente, lleva años encadenada a su silla de ruedas, en parte debido a las lesiones que arrastra tras las torturas a las que fue sometida por la Gestapo durante la guerra, cuando descubrieron que sacaba escondidos a niños judíos del gueto. «Le rompieron los pies y las piernas, pero no lograron que les revelase el paradero de los niños que había escondido ni la identidad de sus colaboradores», explica la biógrafa.

Irena Sendler fue siempre una mujer de gran coraje, muy influida por su padre, un médico rural que murió cuando ella tenía sólo 7 años. De él siempre recordaría dos reglas que siguió a rajatabla a lo largo de toda su vida. La primera: que a la gente se la divide entre buenos y malos sólo por sus actos, no por sus posesiones materiales; y la segunda: a ayudar siempre a quien lo necesitase.

Así la pequeña Irena se hizo mayor y comenzó a trabajar en los servicios sociales del ayuntamiento de Varsovia, al tiempo que se unía al Partido Socialista Polaco. Corrían los años 30 y destacaba en los proyectos de ayuda a pobres, huérfanos y ancianos. «Ella era de izquierdas, sí, pero de una izquierda que ya no existe, preocupada por las personas y por su bienestar», apunta su biógrafa, quien asegura que a pesar de ello siempre se situó bastante lejos de la política activa.

En 1939 Alemania invadió Polonia y el trabajo de Irena se hizo más necesario en los comedores sociales, donde también se entregaban ropas y dinero a las familias judías, inscribiéndolas con nombres católicos falsos para evitar las suspicacias de los soldados alemanes.

Pero todo cambió en 1942, cuando las deportaciones se hicieron más frecuentes y los nazis encerraron a todos los judíos de Varsovia, unos 400.000, en un área acotada de la ciudad y rodeada por un muro. El gueto fue la tumba para miles y miles de personas, que morían diariamente por inanición o enfermedades. Irena estaba horrorizada y, como muchos polacos, decidió que había que actuar para evitar la barbarie que asolaba las calles de la capital. Consiguió un pase del departamento de Control Epidemiológico de Varsovia para poder acceder al gueto de forma legal», explica Anna. Allí entraba diariamente a llevar comida y medicinas, «siempre portando un brazalete con una estrella de David como símbolo de solidaridad y para no llamar la atención de los nazis».

Una vez dentro, la joven trabajadora social entendió que el objetivo del gueto era la muerte de todos los judíos y que era urgente sacar al menos a los niños más pequeños para que tuviesen la oportunidad de sobrevivir. Fue así como comenzó a evacuarlos de todas las formas imaginables. Dentro de ataúdes, en cajas de herramientas, entre restos de basura, como enfermos de males muy contagiosos…, cualquier sistema era válido si conseguía sacar a los pequeños del infierno. Otra manera era a través de una iglesia con dos accesos, uno al gueto y otro secreto al exterior. Los niños entraban como judíos y salían al otro lado bendecidos como nuevos católicos.

La actividad de Irena era frenética, igual que el riesgo diario a ser descubierta por los soldados alemanes. «No hice todo lo que pude, podría haber hecho más, mucho más y haber salvado así a más niños», sigue lamentándose hoy día.





Separar a los hijos. Irena aún recuerda con amargura los momentos en que tenía que separar a los padres de los hijos. Sabían que nunca más se volverían a ver y la arrinconaban entonces con preguntas y deseos de condenado. «Por favor, asegúrame que vivirá, que tendrá un buen hogar», insistían las madres, presas de la desesperación entre los llantos de sus hijos. «Ella también era madre y sentía ese dolor tan profundo como si fuese suyo, de hecho todavía lo siente y sufre con esos recuerdos», afirma Anna Mieszkwoska.
Pero, ¿qué impulsaba a una joven madre como Irena a arriesgarse de esa manera? ¿Por qué lo hacía? «Se lo he preguntado cientos de veces. Ella simplemente lo hacía porque tiene un corazón inmenso, no hay nada más», explica su biógrafa, quien asegura que ni siquiera existían motivaciones políticas o religiosas.

Una vez fuera del horror, era necesario elaborar documentos falsos para los niños, darles nombres católicos y trasladarlos a un lugar seguro, normalmente monasterios y conventos, donde los religiosos siempre tenían las puertas abiertas para los niños del Gueto.

Irena apuntaba entonces en pedazos de papel las verdaderas identidades de los pequeños y sus nuevas ubicaciones, y luego enterraba las notas dentro de botes y frascos de conserva bajo un gran manzano en el jardín de su vecino, frente a los barracones de los soldados alemanes. Allí aguardó, sin que nadie lo sospechase, el pasado de los 2.500 niños de Gueto hasta que los nazis se marcharon.

Ni siquiera las torturas de la Gestapo lograron que revelase jamás el lugar en el que estaban ocultos ni las personas que colaboraban con ella. Tampoco los meses que pasó en la terrorífica prisión de Pawlak, bajo el atento cuidado de los carceleros alemanes, quebraron su silencio. No dijo ni una palabra cuando la condenaron a muerte, una sentencia que nunca se cumplió porque, camino del lugar de ejecución, el soldado la dejó escapar. La resistencia le había sobornado. No podían permitir que Irena muriese con el secreto de la ubicación de los niños. Así fue como pasó a la clandestinidad y, aunque oficialmente figuraba como ejecutada, en realidad permaneció escondida hasta el final de la guerra participando activamente en la resistencia.

Con el final del conflicto se desenterraron los 2.500 botes escondidos bajo el manzano, y los 2.500 niños rescatados del gueto recuperaron sus identidades olvidadas. La gran mayoría había perdido a sus padres, así que muchos fueron enviados con otros familiares o se quedaron con familias polacas, pero todos conservaron a lo largo de su vida un agradecimiento infinito a Irena Sendler. Tras los nazis llegó el comunismo y la aventura de Irena quedó olvidada entre las nuevas doctrinas. Ella, que ya tenía dos hijos, volvió a ser trabajadora social y a su vida tranquila, sólo truncada por las pintadas, en la puerta de su apartamento, en las que le acusaban con necedad de ser «amiga de los judíos» o la llamaban la «madre de judíos». Ella callaba y nunca contaba nada de su pasado «por una mezcla de modestia y de temor a que le pudiera acarrear algún problema, comenta su hija, Janina, quien asegura que aún hoy mantiene secretos y vive como si estuviese en medio de una oscura conspiración.

Cuando en 1999 los estudiantes de Kansas se toparon con su historia, se quedaron estupefactos. Estaban frente a una auténtica heroína prácticamente desconocida, así que decidieron escribir una obra de teatro sobre ella. Se escenificó en iglesias y salones sociales de la comarca, asombrando y emocionando a todos los que tuvieron la oportunidad de verla. Uno de estos asistentes fue un profesor judío quien, impresionado, ayudó a los escolares a cumplir su deseo: ir a verla a Varsovia y agradecerle lo que había hecho por la Humanidad. Les dio un cheque de 7.000 dólares y les hizo una petición: «Contadme todo con pelos y señales a vuestra vuelta».

A partir de ese momento los reconocimientos y las visitas fueron aumentando considerablemente. La llegada de periodistas extranjeros, los cumplidos oficiales, agradecimientos de todo el mundo, las visitas desde Hollywood y, finalmente, la nominación para el premio Nobel, propuesta hace unos meses por el presidente polaco Lech Kaczynski con el apoyo de la Organización de Supervivientes del Holocausto.

Mientras, todos se preguntan cómo es posible que esta historia haya permanecido tantos años en el olvido y oculta, pese a las veces que se ha tratado el tema del Holocausto y de las personas que lo protagonizaron. Incluso sus amigas le recriminaban que nunca les contara nada sobre su heroísmo y sus azañas de juventud. Sin embargo, ella sigue sonriendo en su silla de ruedas y enfadándose cuando alguien se atreve a decir que es una heroína. Porque Irena Sendler no es una heroína, sólo se limitó a cumplir con su deber.


«La madre de los niños del Holocausto»
de Anna Mieszkwoska


© Ignacio Temiño
15 de julio de 2007