Anais Nin conoce a June Mansfield : Diario I





    
(30 de diciembre de 1931)

(…) Cuando June caminó hacia  mí desde la oscuridad del jardín hacia la zona iluminada por la puerta abierta, vi por vez primera la mujer más bella de la tierra. Un rostro sorprendentemente blanco, unos ardientes ojos negros, un rostro con tanta vida que sentí como si fuera a consumirse ante mis ojos. Hace años traté de imaginar la auténtica belleza; creé en mi mente la imagen de una mujer así. Sólo la pasada noche la vi. (…) Es una mujer extraña, fantástica, nerviosa como alguien en estado febril. Su belleza me inundó. Cuando estaba sentada ante ella pensé que haría todo lo que me pidiera. (….)

Al final de la noche yo me sentí, como Henry, fascinado por su cara y su cuerpo que tanto prometen, pero odiaba su yo inventado que oculta al verdadero. (…) Vive de los reflejos de sí misma en la mirada de los otros. (….) Yo quise correr y besar su fantástica belleza, y decir: “June, has matado también mi sinceridad. Ya no sabré nunca quién soy, qué soy, qué amo, qué quiero. Te llevas contigo una parte de mí reflejada en ti. Cuando tu belleza me tocó, me disolvió. En lo más hondo no soy distinta de ti. Te soñé, deseé tu existencia. Tú eres la mujer que yo quiero ser. Veo en ti esa parte de mí que es como tú. Siento piedad por tu orgullo infantil, por tu temblorosa inseguridad, tu dramatización de los hechos, tu exageración de los amores que te han sido ofrecidos. Renuncio a mi sinceridad, porque si te amo significa que compartimos las mismas fantasías, las mismas locuras”. (….)

June y yo hemos pagado con nuestras almas por tomar las fantasías en serio, por vivir la vida como un teatro, por amar los vestidos y los cambios del yo, por llevar máscaras y disfraces. Pero yo siempre distingo lo real de lo que no lo es. ¿Y June?

Quería ver de nuevo a June. Cuando volvió a salir de la oscuridad me pareció todavía más bella que la primera vez. También parecía estar más a gusto. Cuando subió a mi dormitorio para dejar su abrigo, se detuvo a mitad de la escalera donde la iluminación destacaba su figura contra el fondo turquesa de la pared. Su pelo rubio estaba descuidadamente amontonado en la parte superior de su cabeza, su cara era pálida, las cejas como acentos circunflejos, la sonrisa maliciosa con un hoyuelo encantador. Pérfida, pensé, infinitamente deseable, capaz de atraerme hacia ella como si fuera hacia la muerte. Abajo, la risa y la vitalidad de Henry eran algo terrenal, sencillo, sin secretos ni peligros. Después ella se sentó en una silla de respaldo alto, con la espalda vuelta hacia los libros, y sus pendientes de plata relucían. Habló a Henry sin ternura ni dulzura, se burló de él, despiadada. Hablaban de una pelea que habían tenido antes de venir, y también de otras peleas.  (…)





¿Qué sentimientos se agitan en mi interior cuando oigo a June elogiar las manos de Jean? ¿Celos? ¿Y su insistencia en afirmar que su vida está llena de hombres, en que no sabe cómo comportarse con una mujer? Tengo ganas de decir, tan brutalmente como lo hace Henry: “Mientes”.

-          Al principio creí que tenías los ojos azules –dice mirándome fijamente-. Son extraños y bellos, grises y oro, con esas pestañas tan largas. Eres la mujer más grácil que he visto. Al andar, te deslizas.  (…)

Ella sigue susurrándome, indiferente al espectáculo: “Sé que Henry cree que estoy loca porque sólo busco lo febril. No quiero objetividad, no quiero distancia. No quiero quedar al margen”.

Cuando habla de este modo me siento muy cerca de ella y odio el escribir
de Henry, y el mío propio, que nos hace estar al acecho de todo, para registrarlo. Y quiero llegar a sumergirme en ella.

Al salir del teatro la tomo del brazo. Entonces ella desliza su mano en la mía, y nos las apretamos. (…) ¿Encuentra June en mí un descanso de sus tensiones? ¿Experimenta esa necesidad de claridad cuando el laberinto se vuelve demasiado oscuro y angosto?

Me emocionó infinitamente el contacto de su mano. Ella dijo:

-          La otra noche, en Montparnasse, me dolió oír pronunciar tu nombre a un hombre como Titus. No soporto ver que tipos vulgares como él se inmiscuyan en tu vida. Me siento bastante… protectora.

En el café, su  palidez se hizo cenicienta. Veo cenizas bajo su cutis. Henry había dicho que estaba muy enferma. Desintegración. ¿Morirá? Qué ansiedad siento. Quisiera rodearla con mis brazos. Advierto que se encamina hacia la muerte y estoy dispuesta a afrontar la muerte para seguirla, para abrazarla. Debo abrazarla, pensé, está muriéndose ante mis ojos. Su tentadora y sombría belleza se muere. Su extraña fuerza masculina.

Me fascinan sus ojos, su boca, sus descoloridos y mal maquillados labios. ¿Sabe que me siento perdida en ella, que ya no comprendo lo que está diciendo y que lo único que percibo es el calor de sus palabras, su vivacidad? (…)







Amo a June por haberse atrevido a ser lo que es, por su dureza y crueldad, por su implacabilidad, su egoísmo, su orgullo, su fuerza destructora. A mí me ahoga la piedad. Ella es una personalidad desarrollada hasta el límite. Adoro el valor para herir que tiene, y estoy dispuesta a ser sacrificada a él. Me sumará a sus otros admiradores, se ufanará de mi sujeción a ella. Será June, más todo lo que yo soy, todo lo yo le doy. Amo a esta mujer excesiva, más grande que las demás mujeres.

Cuando habla tiene la misma expresión de intensidad que debe tener cuando hace el amor, ese proyectar hacia delante toda la cabeza que la hace parecerse a la figura de la mujer de un mascarón de proa. El pardo carbonoso de sus ojos vira hacia un violeta neblinoso.

¿Está drogada?

No era tan sólo que June tuviese el cuerpo de esa mujeres que cada noche suben al escenario de los music-halls para desvestirse lentamente, sino que, además, era imposible situarla en otro ambiente que no fuera ése. Lo lujurioso de su piel, sus tonalidades vivaces, los ojos febriles y el peso de la voz, su tono afónico, se conjugaron instantáneamente con el amor sensual. (…. ) la nocturnidad de June era algo interno, brillaba desde dentro de ella y, en parte, se debía a su actitud en cada encuentro, ya lo considerase algo íntimo, o ya para ser inmediatamente olvidado. Era como si, ante cada hombre, encendiera dentro de ella la lámpara que encienden las amantes o las esposas que aguardan al acabar el día, con la diferencia que esas lámparas eran sus ojos; y su rostro era el que se convertía en la alcoba de un poema, tapizada de crepúsculo y terciopelo. (…) Siempre era la luz tamizada alimentada a través de los siglos para el momento del placer.

Acordamos, June y yo, vernos. Sabía que ella iba a llegar tarde y no me importaba. Llegué antes de la hora convenida, casi enferma de tensión y alegría. No podía imaginármela saliendo de la muchedumbre a plena luz del día, y pensé “¿será posible?”. Temía que no pudiera llegar a ser realidad aquel espejismo. (…) Esperar a June era la más dolorosa espera, como esperar un milagro.



Diario I (1931-34)
©1966 Anais Nin