Todo comenzó cuando recibí una invitación para hacer algo
distinto, ya que tenía mucho tiempo guardado en la casa, por falta de efectivo
y de “ganas de ir a no sé dónde” por lo que, decidí salir de mi enconchamiento
a ver gente y hacer una visita dominguera.
Y salí a tomar mi transporte colectivo que me llevaría a disfrutar
de un rato diferente y agradable en casa de una familia amiga. Muy arregladito
y planchadito me atravesé en una parte de la calle y comencé a aletear con un
solo brazo para que una camionetica -con poca gente- me hiciera el favor de
pararse y llevarme a mi destino. Lo intenté varias veces, porque las vi pasar,
pero siempre totalmente llenas y hasta con personas guindando debido a la falta
de unidades de transporte, algo que tuve que hacer durante los últimos meses
antes de mi jubilación para poder llegar a mi trabajo: cuando por suerte se
paraba una, solo lograba guindarme en la camioneta con un pie y una mano
agarrado de un tubo… pero, ese es otro cuento.
Seguí en la avenida y continué levantando la mano y, después de
largo rato y varios intentos, una camionetica se detuvo y logré entrar,
teniendo la suerte de encontrar un asiento, aún caliente porque la acababan de
desocupar, y me senté en la segunda fila de la parte que da al pasillo, para
salir más pronto, buscando la posibilidad de estirar las piernas, y no quedar
sentado tipo crespo. Ya sentado me di cuenta de que solo la entrada y la
“acomodada” en el asiento me dejó algo retorcido, media nalga en la silla y la
otra, tipo alero, en suspenso.
Una vez colocado me di cuenta que, además de la coral colectiva de
voces y gritos, el chofer estaba oyendo un concierto de salsa con una orquesta
que tenía todos los instrumentos al mismo nivel de volumen y, por supuesto,
sonaba como una caída libre de un estante con ollas sobre una escalera… pero ya
me salí de mi cuento, éste no era el cuento.
Cuando quedé medio-sentado en la primera silla de la segunda fila
del pasillo, es, cuando arranca mi aventura. El chófer aceleraba, frenaba,
cobraba, cantaba, gritaba, se estacionaba, y los semáforos pasaban de verde a
rojo y otra vez verde, otra vez rojo, la camionetica llena de gente entre otras
cosas y él esperando por más gente, mucha más… gente.
En una de las múltiples paradas entraron dos gordas, una con un
niñito y la otra con dos maletines y una gran bolsa. La del niñito se sentó en
la primera silla de la mitad del pasillo y la otra se recostó de una de las
puertas de entrada, quedando atravesada y petrificada. Las personas que
trataban de entrar a la camioneta veían: primer escalón, casi al nivel de la
calle; segundo escalón, con gorda; tercer escalón con maletín bolsas y algo que
hasta ese momento y en ese lugar y hacía poco tiempo existió, algo llamado
pa-si-llo de entrada, en la parte interna de la camionetica, a partir de las
gordas y después de ellas, alrededor de 50 personas sentadas, paradas,
recostadas, agachadas, abrazadas, y en la entrada los escalones, la puerta, las
bolsas, el maletín y la gorda recostada de la puerta yyy...
Yo, que quedé depositado junto con los 50 “pasajeros” en un
amasijo de personas, tubos, sillas, nalgas, tetas, olores, manos, puertica,
sudores, maletines, paraguas, bolsas, carteras, yo, inmóvil. Y en cada semáforo
realizábamos un performance, todos buscando acomodo. Innumerables veces traté
de agarrarme del tubo y estaba la mano de alguien, la pierna, bolsas, maletines,
carteras, tetas, un codo o una nalga; varias veces me pisaron los dedos con la…
puertica, pero nadie se enteraba de eso hasta que –tipo aullido- grité ¡PARADA!
Y caminando como egipcio, saltando obstáculos, agachándome para
pasar por donde estaban algunos guindados logré, restregándome con todos,
llegar hasta la gorda de la puerta y sus maletines; prácticamente en puntas de
pie pude bajarme, mejor dicho, me lanzaron de la camionetica. Y una vez en
tierra, manoseado, pisado, mojado, estrujado, respiré, moví los brazos, miré
para comprobar si era mi parada, me revisé, porque no sabía si estaba completo,
o si no me habían cambiado de lugar los brazos, si estaba viendo por una nalga
o se me había quedado un pie debajo de la silla… pero, di un paso…
desdoblándome, di otro… luego otro… y… funcionaba… podía caminar… y… caminé…
caminé… y caminé… hasta que a salvo de mi riesgosa aventura dominguera… regresé
a mi hogar, yyy me metí en mi cama… en terapia intensiva
©Armando Africano
Caracas, 18 de agosto de 2016