la rebelión consiste en mirar una rosa

hasta pulverizarse los ojos


Alejandra Pizarnik


ETIQUETAS

Ayuda, cuento de Mauro Da Conceição










¿Dónde están los momentos felices cuando uno necesita que vengan a la memoria? Se esconden entre penumbras, escapan al alcance de nuestras necesidades de compañía, se desvanecen para ahogar aún más nuestras esperanzas. Hace mucho tiempo, una eternidad pareciera, que no soy parte de las caras sonrientes, renuncié a la felicidad al vencer y entregar mis convicciones al mejor postor. Después de que alguien hace lo que hice ya no hay vuelta atrás, todo se hace negro y el único destino posible y merecido es la culpa, el tormento constante de las agudas autoacusaciones que se hunden en el cuerpo como espadas.
Mi nombre es Juan, mi apellido no tiene sentido, jamás honraré a mi padre con su uso y lamento habérselo dado a mi hija, pero la ley así lo obliga sin importar la carga que puede significar para una persona llevar el estigma familiar de la  hipocresía y el maltrato. No se si hablarles de mi pasado aunque sé que les puede servir para entender mi presente y aceptar mi final destino. Seguramente que lo que hacemos modifica nuestra existencia y nos marca un camino, habiendo millones posibles somos esclavos constantes de nuestras decisiones que sólo corren por uno solo pero que nos permiten, como en una triste broma, ver nuestras vidas paralelas y anhelarlas.
Soy un engranaje del sistema administrativo burocrático, un nombre sin rostro y una cara sin expresión en un escritorio vacío y negro de la Secretaría de Ayuda al Contribuyente. Una de las tantas excusas del sistema para evitar índices de desempleo que superen las dos cifras y generen partidas de gasto que puedan satisfacer los deseos lujuriosos de los gobernantes de turno sin importar sus colores.  Al principio me gustaba mi trabajo, pero la marea termina arrastrándote a la mediocridad más rápidamente de lo que uno imagina y me olvidé de pelear por lo que realmente consideraba que hacía interesante mi cargo. Estar entre tanta manzana podrida finalmente termina por hacerte oler mal, te acostumbras demasiado a tu propia podredumbre. Hace unos 20 años que ocupo este repugnante espacio del mundo, cada día de 9 a 17, descansando los fines de semana y haciendo nada el resto de los días. Es increíble cómo con sólo presentarme a mi puesto cobro cada mes mi sueldo, y es aún más increíble que haya soportado esto por tanto tiempo.
En la transición adolescente de convertirme en adulto cometí el único acto del cual me siento ampliamente orgulloso, fui participe de traer al mundo al ángel que guió mi camino hasta hace horas. Luz nació un 13 de agosto, inmortalizando mi amor por ella ese mismo día. La perfección tuvo su momento de mejor inspiración y la presentó ante mis ojos, que jamás habían sido testigos de tanta belleza y ante mi corazón, que no pudo volver a ser el mismo desde ese día. Mi triste existencia y excelente capacidad para maltratar a las personas que me quieren, haciendo gala de mi aborrecido apellido, alejó a su madre y se llevó a la pequeña esperanza consigo, al verdadero, puro y eterno amor. Mi hija lo es todo para mí, siempre lo será y por ella soy capaz de cualquier acto, consiente o no.
Por causa de una horrible y fatídicamente hereditaria enfermedad, la madre de Luz dejó este mundo unos años después y me enfrentó al hermoso desafío de ser padre. Junto con la paternidad llegó a mi vida otra verdadera pasión y propósito nuevo, que me han hecho una mejor persona de un tiempo a esta parte.
Un día igual a cualquier otro, detrás de ese vacío y negro escritorio, llegó al teléfono de al lado una llamada, no era para mí, ¿o sí? Oscar, el trabajador social y mi vecino de vida laboral miserable, no se encontraba en su también vacío y negro escritorio esa mañana. Atendí movido por no sé qué designio milagroso del universo, qué dios, qué casualidad o qué destino, usen el nombre que mejor se ajuste a sus creencias. Así conocí a María.
Su llanto desesperado apenas hacía inteligible sus palabras, su dulce voz quebrada era una melodía adictiva que me mantuvo sin palabras segundos interminables.  Cuando hubo cesado parcialmente la purificante caída de lágrimas se dirigió a mí en el idioma de la pena, ese mismo que habló dentro de mí y al fin logré escucharla, comprenderla, compartirla. Se iba a matar, me dijo, no tenía absolutamente ningún motivo para estar viva, era tan cobarde que ni siquiera podía apretar el gatillo del arma que sostenía en ese momento. No tenía a quien llamar y la Secretaría de Ayuda al Contribuyente en ese momento le pareció el lugar adecuado. De más estaba que quisiera explicarle que éramos una dependencia obsoleta del Ente Nacional de Recaudación de Impuestos y que muy lejos de nuestra función principal se encontraba la palabra ayuda precisamente.
Seguramente en ese momento no era yo la persona indicada para hablar, ni para aconsejar, ni para nada. Un sordo estallido interrumpió la comunicación y a la mañana siguiente en una ínfima columna de la sección policial del diario local apareció su nombre nuevamente. María Campodónico se había volado los sesos de un disparo certero apagando su existencia. El periodista intentaba una espeluznante discursiva sobre lo cobarde de su acto y de las cosas por las que vale la pena seguir viviendo. Estoy convencido que si hubiera escuchado su melodioso mensaje, como yo el día anterior, hubiera al menos compadecido su suerte.
El suicidio se convirtió en tema recurrente de mi vida, leía todo lo que podía encontrar al respecto, de cómo alguien llega a tal acto incluso cuando parece que pudiera tenerlo todo. Lo que más masacró mi actitud pasiva fue la lectura de un pequeño párrafo de un tonto libro de autoayuda que rezaba textual “…por cierto, las almas de los suicidas quedan para siempre en este mundo, sufren su destino indefinidamente como castigo de su acto. La decisión de quitarse la vida conlleva el sufrimiento eterno, el martirio que buscaba evitarse se convierte en tiempo presente constante y repetible. Todos los casos más o menos documentados de contactos con ánimas en pena responden a la muerte por suicidio…”
En algún lugar del mundo María y millones como ella seguían sufriendo, esa certeza me invadió, su congoja fue mi destino. Me convertí en un ayudante, iba a evitar que su penuria sea eterna. El giro me deparó nuevos bríos, una oleada de inspiración y aire fresco comparable sólo al nacimiento de Luz. Comencé a frecuentar lugares que inspiraban la muerte autoinducida: en una ciudad fría y sombría como ésta eran muchos. Mi lugar preferido fue el viejo puente abandonado. Cada tres días aproximadamente, cerca de la medianoche, aparecía algún cuerpo sin nombre, intensiones ni pasiones, caminando lento en el barandal corroído. Sigiloso mi propio ser se acercaba aún más lentamente a su presencia. Cada llanto que llegaba al agua del río la hacía más ácida, más perfecta. Algunos miraban hacia arriba como esperando un último instante de alegría que no llegaría. Se encontrarían luego con mis frías manos apretando firmemente sus cuellos, volviendo sus rostros al mío para que conocieran a su amigo y salvador. La desesperación de sus ojos lo decía todo, jamás esperaban que otro hiciera su trabajo por ellos, que los ayudara. Los tomaba por sorpresa, peleaban instintivamente por respirar, por evitar la asfixia, por vivir y eran liberados. No serían victimas de vagar por siempre por la exasperante carretera de las almas en pena. Serían víctimas, serían libres.
Cuando se transita por lugares de reputación al menos dudosa, se conoce gente más dudosa aún. Mi fama de ayudante iba creciendo aunque la negaba rotundamente. Era un profesional, jamás nadie iba a descubrir lo que hacía. Ningún acto humano escapa al egoísmo. Si bien yo ayudaba para evitar el sufrimiento de las personas, realmente lo hacía porque me reconfortaba, me sentía bien haciéndolo, era el sentido que había estado buscando para mi existencia más allá de cuidar a mi hija.
Una noche más fría de lo normal para ser verano se acercó a mi lado, acodándose en la barra en mi dirección, el señor X. Una de las manos derechas del mafioso local más respetado, odiado y buscado de la ciudad de la sombra, Enrique Solís su nombre. Su hermano, un aspirante al trono por él ocupado, se sabía, planeaba su derrocamiento al entregarlo vilmente a las autoridades locales, no sin antes lograr un jugoso acuerdo que trajera paz y billetes para ambas partes. Cualquier acto para hacerlo desaparecer iba a ser automáticamente relacionado a su persona y por tanto ninguno de sus secuaces podría encargarse del asunto. X me ofreció el trabajo, sabiendo de mi auto negada excelencia para hacer lo que hago. Más dinero del que jamás habría visto por hacer lo que mejor hago era una oferta más que tentadora, pero no podía aceptarla. El hermano de Enrique era un ser absolutamente despreciable pero de ningún modo un suicida y por tanto no necesitaba mi ayuda. No iba a ensuciar mis manos con un acto tan innoble como un asesinato. Mi nombre no iba a ser culpado de tan atroz acto sólo por dinero.
Semanas más tarde, mi propia muerte se hizo presente. Luz era atacada por la misma enfermedad que se llevó a su madre. El doctor, mirándome con ojos insensibles, me comunicó la noticia. Sin el tratamiento adecuado, en tan solo tres meses mi ángel ascendería nuevamente al cielo abandonándome para siempre.  El dinero del tratamiento era tan imposible como prohibitivo. Nadie escuchaba mis pedidos en los escritorios negros y vacíos de dependencias gubernamentales odiosamente parecidas a la mía. No iba a poder salvarla. Lo único que me hacía ser persona se iba indefectiblemente hacia otro lugar, con pocos jóvenes y hermosos años.
La alternativa era asquerosa. X sonrió victoriosamente al verme entrar al bar esa noche y sentarme a su lado. Acepté la derrota moral con la resignación de que salvaría, tal vez, la vida de mi hija pero que perdería, seguro, lo poco bueno y digno de la mía. El contacto de los billetes con mis manos fue repulsivo y alérgico pero necesario. Dije anteriormente que por ella haría cualquier cosa y me convertí en el testigo y esclavo visible de dichas palabras. Como parte del acuerdo debería entregarme a la policía y confesar este asesinato, relacionándolo con las ayudas en mi haber, para desligar a Enrique Solís de la muerte de su familiar más cercano. Este último punto no se incluía en la propuesta inicial de X pero con gente de esta clase, si es que se los puede llamar así, no se puede obtener algo favorable, desde el momento en que supieron de mi imperiosa necesidad de aceptar y más teniendo en cuenta mi negativa inicial. Sólo atiné a pedir la postergación de mi entrega al instante posterior de saber que el tratamiento de Luz era satisfactorio.
El trabajo sería sencillo, con un poco de investigación logré un día llegar dentro de su fortaleza disfrazado como reparador de televisión por cable. La sola presencia del hermano de Enrique era desagradable, podría haber pensado en mil excusas que harían del acto que estaba por cometer algo menos repudiable, pero sabía que esas excusas no me servirían ni a mí ni a nadie. Cuando lo llamé a la habitación para mostrarle el resultado de mi supuesto arreglo, mi rapidez y profesionalismo fueron demasiado para sus reflejos. Luchó, se resistió pero el final fue idéntico a lo que mis ojos ya habían presenciado más de una vez. Iris dilatados y pupilas ensangrentadas casi saliéndose de las orbitas, cara frenéticamente roja e hinchada que pasaba al azul lentamente. Muerte por asfixia, la mejor de las muertes le di, quizá no lo mereciera después de todo.
El mismo día que Luz salió del hospital y me dio el abrazo más hermoso que un hombre haya recibido. Ese mismo día, en que confesaría mi crimen y lo mezclaría vergonzosamente con mis ayudas, ese día terminó todo. Al llegar a casa me esperaban los secuaces de Julián Solís, ese era el nombre de mi víctima, mi única víctima. Sin decir palabra cortaron la garganta de mi ángel y me dejaron vivo para que lo reviviera eternamente como en un estado de nauseas y dolor constante, sabiendo muy bien que mi vida sin ella era el peor de los castigos.
La noche de este día me encuentro nuevamente en el viejo puente, lugar de alguno de esos mejores recuerdos que seguían sin volver a mi cabeza y que ya no vendrían. Ojala exista otra persona como yo a la que le guste ayudar y que me esté mirando en este momento. El río está muy seductor esta noche.



Escritor argentino