¿Dónde están
los momentos felices cuando uno necesita que vengan a la memoria? Se esconden
entre penumbras, escapan al alcance de nuestras necesidades de compañía, se
desvanecen para ahogar aún más nuestras esperanzas. Hace mucho tiempo, una
eternidad pareciera, que no soy parte de las caras sonrientes, renuncié a la
felicidad al vencer y entregar mis convicciones al mejor postor. Después de que
alguien hace lo que hice ya no hay vuelta atrás, todo se hace negro y el único
destino posible y merecido es la culpa, el tormento constante de las agudas
autoacusaciones que se hunden en el cuerpo como espadas.
Mi nombre es
Juan, mi apellido no tiene sentido, jamás honraré a mi padre con su uso y
lamento habérselo dado a mi hija, pero la ley así lo obliga sin importar la
carga que puede significar para una persona llevar el estigma familiar de
la hipocresía y el maltrato. No se si
hablarles de mi pasado aunque sé que les puede servir para entender mi presente
y aceptar mi final destino. Seguramente que lo que hacemos modifica nuestra
existencia y nos marca un camino, habiendo millones posibles somos esclavos
constantes de nuestras decisiones que sólo corren por uno solo pero que nos
permiten, como en una triste broma, ver nuestras vidas paralelas y anhelarlas.
Soy un
engranaje del sistema administrativo burocrático, un nombre sin rostro y una
cara sin expresión en un escritorio vacío y negro de la Secretaría de Ayuda al
Contribuyente. Una de las tantas excusas del sistema para evitar índices de
desempleo que superen las dos cifras y generen partidas de gasto que puedan
satisfacer los deseos lujuriosos de los gobernantes de turno sin importar sus
colores. Al principio me gustaba mi
trabajo, pero la marea termina arrastrándote a la mediocridad más rápidamente
de lo que uno imagina y me olvidé de pelear por lo que realmente consideraba
que hacía interesante mi cargo. Estar entre tanta manzana podrida finalmente
termina por hacerte oler mal, te acostumbras demasiado a tu propia podredumbre.
Hace unos 20 años que ocupo este repugnante espacio del mundo, cada día de 9 a 17, descansando los fines
de semana y haciendo nada el resto de los días. Es increíble cómo con sólo
presentarme a mi puesto cobro cada mes mi sueldo, y es aún más increíble que
haya soportado esto por tanto tiempo.
En la
transición adolescente de convertirme en adulto cometí el único acto del cual
me siento ampliamente orgulloso, fui participe de traer al mundo al ángel que
guió mi camino hasta hace horas. Luz nació un 13 de agosto, inmortalizando mi
amor por ella ese mismo día. La perfección tuvo su momento de mejor inspiración
y la presentó ante mis ojos, que jamás habían sido testigos de tanta belleza y
ante mi corazón, que no pudo volver a ser el mismo desde ese día. Mi triste
existencia y excelente capacidad para maltratar a las personas que me quieren,
haciendo gala de mi aborrecido apellido, alejó a su madre y se llevó a la
pequeña esperanza consigo, al verdadero, puro y eterno amor. Mi hija lo es todo
para mí, siempre lo será y por ella soy capaz de cualquier acto, consiente o
no.
Por causa de
una horrible y fatídicamente hereditaria enfermedad, la madre de Luz dejó este
mundo unos años después y me enfrentó al hermoso desafío de ser padre. Junto
con la paternidad llegó a mi vida otra verdadera pasión y propósito nuevo, que
me han hecho una mejor persona de un tiempo a esta parte.
Un día igual
a cualquier otro, detrás de ese vacío y negro escritorio, llegó al teléfono de
al lado una llamada, no era para mí, ¿o sí? Oscar, el trabajador social y mi
vecino de vida laboral miserable, no se encontraba en su también vacío y negro
escritorio esa mañana. Atendí movido por no sé qué designio milagroso del
universo, qué dios, qué casualidad o qué destino, usen el nombre que mejor se
ajuste a sus creencias. Así conocí a María.
Su llanto
desesperado apenas hacía inteligible sus palabras, su dulce voz quebrada era
una melodía adictiva que me mantuvo sin palabras segundos interminables. Cuando hubo cesado parcialmente la
purificante caída de lágrimas se dirigió a mí en el idioma de la pena, ese
mismo que habló dentro de mí y al fin logré escucharla, comprenderla,
compartirla. Se iba a matar, me dijo, no tenía absolutamente ningún motivo para
estar viva, era tan cobarde que ni siquiera podía apretar el gatillo del arma
que sostenía en ese momento. No tenía a quien llamar y la Secretaría de Ayuda
al Contribuyente en ese momento le pareció el lugar adecuado. De más estaba que
quisiera explicarle que éramos una dependencia obsoleta del Ente Nacional de
Recaudación de Impuestos y que muy lejos de nuestra función principal se
encontraba la palabra ayuda precisamente.
Seguramente
en ese momento no era yo la persona indicada para hablar, ni para aconsejar, ni
para nada. Un sordo estallido interrumpió la comunicación y a la mañana siguiente
en una ínfima columna de la sección policial del diario local apareció su
nombre nuevamente. María Campodónico se había volado los sesos de un disparo
certero apagando su existencia. El periodista intentaba una espeluznante
discursiva sobre lo cobarde de su acto y de las cosas por las que vale la pena
seguir viviendo. Estoy convencido que si hubiera escuchado su melodioso mensaje,
como yo el día anterior, hubiera al menos compadecido su suerte.
El suicidio
se convirtió en tema recurrente de mi vida, leía todo lo que podía encontrar al
respecto, de cómo alguien llega a tal acto incluso cuando parece que pudiera
tenerlo todo. Lo que más masacró mi actitud pasiva fue la lectura de un pequeño
párrafo de un tonto libro de autoayuda que rezaba textual “…por cierto, las almas de los suicidas quedan para siempre en este
mundo, sufren su destino indefinidamente como castigo de su acto. La decisión
de quitarse la vida conlleva el sufrimiento eterno, el martirio que buscaba
evitarse se convierte en tiempo presente constante y repetible. Todos los casos
más o menos documentados de contactos con ánimas en pena responden a la muerte
por suicidio…”
En algún
lugar del mundo María y millones como ella seguían sufriendo, esa certeza me
invadió, su congoja fue mi destino. Me convertí en un ayudante, iba a evitar
que su penuria sea eterna. El giro me deparó nuevos bríos, una oleada de
inspiración y aire fresco comparable sólo al nacimiento de Luz. Comencé a
frecuentar lugares que inspiraban la muerte autoinducida: en una ciudad fría y
sombría como ésta eran muchos. Mi lugar preferido fue el viejo puente
abandonado. Cada tres días aproximadamente, cerca de la medianoche, aparecía
algún cuerpo sin nombre, intensiones ni pasiones, caminando lento en el
barandal corroído. Sigiloso mi propio ser se acercaba aún más lentamente a su
presencia. Cada llanto que llegaba al agua del río la hacía más ácida, más
perfecta. Algunos miraban hacia arriba como esperando un último instante de
alegría que no llegaría. Se encontrarían luego con mis frías manos apretando
firmemente sus cuellos, volviendo sus rostros al mío para que conocieran a su
amigo y salvador. La desesperación de sus ojos lo decía todo, jamás esperaban
que otro hiciera su trabajo por ellos, que los ayudara. Los tomaba por sorpresa,
peleaban instintivamente por respirar, por evitar la asfixia, por vivir y eran
liberados. No serían victimas de vagar por siempre por la exasperante carretera
de las almas en pena. Serían víctimas, serían libres.
Cuando se
transita por lugares de reputación al menos dudosa, se conoce gente más dudosa
aún. Mi fama de ayudante iba creciendo aunque la negaba rotundamente. Era un
profesional, jamás nadie iba a descubrir lo que hacía. Ningún acto humano
escapa al egoísmo. Si bien yo ayudaba para evitar el sufrimiento de las
personas, realmente lo hacía porque me reconfortaba, me sentía bien haciéndolo,
era el sentido que había estado buscando para mi existencia más allá de cuidar
a mi hija.
Una noche más
fría de lo normal para ser verano se acercó a mi lado, acodándose en la barra
en mi dirección, el señor X. Una de las manos derechas del mafioso local más
respetado, odiado y buscado de la ciudad de la sombra, Enrique Solís su nombre.
Su hermano, un aspirante al trono por él ocupado, se sabía, planeaba su derrocamiento
al entregarlo vilmente a las autoridades locales, no sin antes lograr un jugoso
acuerdo que trajera paz y billetes para ambas partes. Cualquier acto para
hacerlo desaparecer iba a ser automáticamente relacionado a su persona y por
tanto ninguno de sus secuaces podría encargarse del asunto. X me ofreció el
trabajo, sabiendo de mi auto negada excelencia para hacer lo que hago. Más
dinero del que jamás habría visto por hacer lo que mejor hago era una oferta
más que tentadora, pero no podía aceptarla. El hermano de Enrique era un ser
absolutamente despreciable pero de ningún modo un suicida y por tanto no
necesitaba mi ayuda. No iba a ensuciar mis manos con un acto tan innoble como
un asesinato. Mi nombre no iba a ser culpado de tan atroz acto sólo por dinero.
Semanas más
tarde, mi propia muerte se hizo presente. Luz era atacada por la misma
enfermedad que se llevó a su madre. El doctor, mirándome con ojos insensibles,
me comunicó la noticia. Sin el tratamiento adecuado, en tan solo tres meses mi
ángel ascendería nuevamente al cielo abandonándome para siempre. El dinero del tratamiento era tan imposible
como prohibitivo. Nadie escuchaba mis pedidos en los escritorios negros y
vacíos de dependencias gubernamentales odiosamente parecidas a la mía. No iba a
poder salvarla. Lo único que me hacía ser persona se iba indefectiblemente hacia
otro lugar, con pocos jóvenes y hermosos años.
La
alternativa era asquerosa. X sonrió victoriosamente al verme entrar al bar esa
noche y sentarme a su lado. Acepté la derrota moral con la resignación de que
salvaría, tal vez, la vida de mi hija pero que perdería, seguro, lo poco bueno
y digno de la mía. El contacto de los billetes con mis manos fue repulsivo y
alérgico pero necesario. Dije anteriormente que por ella haría cualquier cosa y
me convertí en el testigo y esclavo visible de dichas palabras. Como parte del
acuerdo debería entregarme a la policía y confesar este asesinato,
relacionándolo con las ayudas en mi haber, para desligar a Enrique Solís de la
muerte de su familiar más cercano. Este último punto no se incluía en la
propuesta inicial de X pero con gente de esta clase, si es que se los puede
llamar así, no se puede obtener algo favorable, desde el momento en que
supieron de mi imperiosa necesidad de aceptar y más teniendo en cuenta mi
negativa inicial. Sólo atiné a pedir la postergación de mi entrega al instante
posterior de saber que el tratamiento de Luz era satisfactorio.
El trabajo
sería sencillo, con un poco de investigación logré un día llegar dentro de su
fortaleza disfrazado como reparador de televisión por cable. La sola presencia
del hermano de Enrique era desagradable, podría haber pensado en mil excusas
que harían del acto que estaba por cometer algo menos repudiable, pero sabía
que esas excusas no me servirían ni a mí ni a nadie. Cuando lo llamé a la
habitación para mostrarle el resultado de mi supuesto arreglo, mi rapidez y
profesionalismo fueron demasiado para sus reflejos. Luchó, se resistió pero el
final fue idéntico a lo que mis ojos ya habían presenciado más de una vez. Iris
dilatados y pupilas ensangrentadas casi saliéndose de las orbitas, cara
frenéticamente roja e hinchada que pasaba al azul lentamente. Muerte por
asfixia, la mejor de las muertes le di, quizá no lo mereciera después de todo.
El mismo día
que Luz salió del hospital y me dio el abrazo más hermoso que un hombre haya
recibido. Ese mismo día, en que confesaría mi crimen y lo mezclaría
vergonzosamente con mis ayudas, ese día terminó todo. Al llegar a casa me
esperaban los secuaces de Julián Solís, ese era el nombre de mi víctima, mi
única víctima. Sin decir palabra cortaron la garganta de mi ángel y me dejaron
vivo para que lo reviviera eternamente como en un estado de nauseas y dolor
constante, sabiendo muy bien que mi vida sin ella era el peor de los castigos.
La noche de
este día me encuentro nuevamente en el viejo puente, lugar de alguno de esos
mejores recuerdos que seguían sin volver a mi cabeza y que ya no vendrían. Ojala
exista otra persona como yo a la que le guste ayudar y que me esté mirando en este
momento. El río está muy seductor esta noche.
Escritor argentino