Semblanza personal de Luisa Richter, por Luis Sedgwick Báez, Caracas, noviembre 2015







Ocurrió a esa hora de la madrugada, una llamada cargada de dolorosa premonición. Me transmitían la noticia de que unas horas antes, Luisa Richter había fallecido. Con una taza de café en la mano, toda una serie de imágenes me invadieron de repente, sin orden cronológico ni de prioridad: emociones de toda una vida, los momentos de euforia, aquellos impregnados de dolor, o de la banal cotidianidad, las vivencias compartidas con una presencia vital, categórica y la de una gran artista.

Conocí  a Luisa el siglo pasado, más aún, en el milenio pasado, a través de unos amigos comunes. Recuerdo con claridad el instante del encuentro, hablaba de la pintura con pinceladas intelectuales y con enfoque filosófico. Hablaba de la luz que la encandiló cuando llegó por primera vez a esta Tierra de Gracia, de cuando el automóvil seguía por los vericuetos de la carretera subiendo hasta Caracas después de haber desembarcado en La Guaira, de la veneración que profesaba por Willi Baumeister, su profesor en la Alemania de la postguerra.

Su “castillo silvestre”, su casa en Los Guayabitos, como lo tildó su amiga Elisa Lerner, fue siempre una suerte de casa abierta, acogedora, donde la anfitriona, sin alardes de protocolo, obsequiaba lo que hubiere: una copa de vino reconfortante, un queso rozagante, una lechosa de sutil textura, una torta de espléndido relleno pues Luisa gustaba siempre de agregar un adjetivo adecuado y oportuno a lo que ofrecía. Su cumpleaños, un 30 de junio, era un ritual de amistad y de diálogo entre sus fieles; rara vez emitía un juicio moral sobre las personas. En las décadas de amistad jamás le pregunté algo de su vida personal, ella tampoco dio pie para ello. Ella siempre intuyó que yo percibía que sufría de una gran soledad y que su oxígeno  y refugio era la pintura, a la que acudía con prontitud y esmero.

Siempre me cuestioné cómo Luisa manejaba el tiempo pues nunca la vi pintando pero sí veía sus nuevos cuadros o sus famosos collages y serigrafías. Una tarde que me acerqué por sus predios, estaba inmersa leyendo a Horacio y me explicaba que quería extrapolar las reflexiones del poeta lírico a sus pinturas... “Y aquél cuadro, es nuevo?” le pregunté. “Sí, es así como interpreto la batalla de San Romano de Paolo Uccello”.

Me viene a la memoria alguna Navidad y Ano Nuevo pasados en su casa. Una vez vino a mi apartamento a cenar y al abrir la puerta me entregó un bastón del emperador arrancado de su jardín y que duró una eternidad. Otra vez, sentado en una banqueta de Grand Central Station en Nueva York, esperando un tren,  veo un  papel en el piso, lo recojo y leo de una venta de un cuadro suyo en una galería. De regreso a Caracas le comunico del hecho y me dice: “ese cuadro fue vendido a……” Cómo las afinidades amicales se truecan en objetos y se aproximan a uno.

He acumulado casi todos los folletos de sus exhibiciones y guardados en el libro “Luisa Richter” editado por Armitano. Con su puno y letra escribió “el libro de la posibilidad de descubrir la aventura de pintar, Luisa para Luis, 28-2-1993.

Con los años su salud se fue convirtiendo en precaria. Era vegetariana y adicta a la homeopatía, su metabolismo rechazaba los remedios tradicionales. Me llamaba y me decía “cuándo subes para un cafecito?” Tengo curiosidad de saber qué se hizo de su diario y del que tantas veces me mencionó.

En estos últimos días después de su partida, sus cuadros en mi apartamento han adquirido una presencia trascendente como para indicarme, para indicarnos, que Luisa no nos ha abandonado.


©Luis Sedgwick Báez