Silvina Ocampo por Sara Facio
Para Silvina Ocampo, recordar la niñez supone inventarla, volverla
literatura. No es casual que su hermana Victoria haya expresado su desconcierto
por el modo en que sus propios recuerdos no coinciden con los que su hermana
ficcionaliza.
La calesita
En el jardín donde ellas
juegan el día está tan claro que pueden contarse las hojas de los árboles. Mis
hijas son de la misma altura, llevan gorritas de sol hechas de un género
escocés. No se les ve el color del pelo porque lo llevan totalmente escondido debajo
de la gorra, no se les ve el color de los ojos porque están velados de sombras:
sombras extrañas de forma escocesa enjaulan los ojos de mis hijas.
Las dos son de la misma
altura, tienen un peso y una altura que corresponde bien a la edad de cinco años:
ese dato que me llena de alegría lo he verificado por veinte centavos en la
balanza de la farmacia. Las alegrías que tengo son variadas e infinitas como
las hojas de estos árboles, siendo algunas de un verde muy tierno y otras de un
verde encendido y azul de fondo de mar.
Salgo de la casa. Es una
mañana traslúcida y nacarada. Los pájaros atraviesan el espacio que hay entre
cada árbol con indecisión intrépida de bañista. Los rosales están cubiertos de
telarañas; no les tengo miedo. No les tengo miedo a las arañas en el jardín,
les tengo miedo en los cuartos, congregadas en el techo de la sala e iluminadas
por las arañas con caireles del hall.
Se diría que todo está
tejido con hebras brillantísimas de seda. Salimos caminando juntas, abrimos el
portón y salimos a pasear porque el jardín no nos alcanza para mover nuestro
asombro, tenemos piernas ligeras como alas.
Las tres hemos nacido en
la alta casa anaranjada que en los días de tormenta brilla entre los árboles
madurando un color rojo. Las tres hemos jugado en el mismo jardín y estamos
hermanadas por los mismos juegos detrás de los mismos árboles. Las tres nos
hemos escondido en el mismo invernáculo que contiene plantas prisioneras entre
los vidrios rotos. Las tres hemos subido siempre con preferencia al tercer piso
de la casa porque allí reinan las palanganas llenas de agua con lavandina, el
azul, el agua jabonada, las planchas, las flores de estearina, la ropa tendida,
las viejas niñeras que duermen en un cuarto muy adornado de fotografías o de
estampas con olor a sémola. Allí suben como al cielo las lavanderas cantando de
tener las manos siempre en el agua. Allí suben las opulentas planchadoras con
los ojos llenos de bienaventuranza.
Mis hijas y yo tenemos
los mismos secretos: sabemos el imposible misterio de andar en triciclo sobre
los caminos de piedras.
Las tres tenemos una
calesita. Me la regalaron en mi infancia. Pintada de color verde y rojo, tenía,
o más bien tiene aún, cuatro asientos que dan vueltas mediante un movimiento
combinado de manubrios y pedales.
Mi alegría daba vueltas
vertiginosas con música de muchos colores el día que desempaquetaron la
calesita que mi padre había hecho venir de Alemania. Todavía me acuerdo como si
fuese hoy: mi padre, el jardinero y un señor muy bajito con grandes bigotes
blancos que estaba de visita, tuvieron que armarla entre los tres, mientras yo
esperaba la sorpresa en el otro extremo del jardín. Llegaban volando los
papeles que la envolvían porque era un día de viento y no un día tranquilo como
éste. No se mueve una sola hoja. Llegaban volando los papeles hasta que llegó
el último desplegando túnicas y alas como un mensajero muy blanco. Entonces mi
nombre empezó a llenar el jardín. Todo el mundo me llamaba. Pero yo no corrí,
fui caminando con la cara encendida y me detuve cerca de los árboles de
magnolia hasta que volvieron a llamarme.
Los regalos me dolían en
proporción a su tamaño, pero me acerqué buscando alivio; la calesita estaba
frente a mis ojos, nunca tuve un juguete tan grande y complicado. “Súbase
niñita” - “Súbase muñeca” - “Subite mi hijita”, me decían voces por todos
lados. Yo me resistía. La calesita parecía frágil y transparente como una lámina
de papel, pero insistieron tanto que finalmente tuve que subir. Los manubrios
eran duros, los pedales eran duros. No podía hacerla andar. No había música, no
había vueltas vertiginosas ni caballos deslumbrantes como en las calesitas de
París. “Hay que enaceitarla”, dijo mi padre y sentí ganas de pedirle perdón. Al
día siguiente la enaceitaron, pero no anduvo mejor. En cuanto yo subía en la
calesita se desvanecía, en cuanto me bajaba de ella volvía a encontrarla con
sus vueltas, sus músicas y mi anhelo por subirme.
Hace pocos días que mis
hijas descubrieron la vieja calesita arrumbada en un rincón del garaje.
Enseguida quisieron andar en ella. El jardinero, ayudado por un peón,
transportó la calesita al jardín mientras mis hijas echaban la cabeza para atrás
haciendo gárgaras extrañas en signo de júbilo. “Una calesita, una calesita”,
gritaban moviendo los brazos en forma de vuelos rápidos y repetidos. Pero no la
podían hacer andar. Igual que en mi infancia, recién cuando se bajaban de la
calesita andaban en ella. Y pasaron muchos días subiendo y bajando
desesperadamente, buscándole vueltas, músicas y caballos como si hubiesen
calcado mis movimientos de entonces.
Pienso todas estas cosas
y sin darme cuenta camino cada vez más despacio. Mis hijas están protegidas por
infinidad de movimientos. Estamos paseando por una calle de paraísos con
racimos azules de flores. Un aguaribay nos ofrece su follaje llovido de
frescura adentro de una quinta. Nos encaminamos hacia la plaza que queda frente
a la iglesia. Dos cuadras antes de llegar les digo a mis hijas para hacerlas
correr: “Tomen ese camino, yo tomaré éste. Veremos quién llega antes a la
plaza”. Mis hijas salen corriendo entre los árboles. Pero de pronto la cuadra
se llena de gente. Las he perdido de vista. “¿Dónde están mis hijas?” Estoy
cercada por mis propios gritos. La calle se llena de chicas con gorritas
escocesas. No conozco el rostro de mis hijas. Me doy cuenta de que nunca he
visto ni mirado el rostro de mis hijas. Voy corriendo y mis llantos llenan la cuadra.
Me parece que estoy soñando. Oigo que mis labios repiten una misma frase para
apiadar a los transeúntes: “Mis hijas perdidas en la revolución española”, pero
nadie me escucha, yo sola estoy conmovida por mis palabras. Se multiplican las
chicas con gorritas de sol escocesas.
Las he perdido para
siempre. Sólo recuerdo el color del género de las gorritas y la orfandad en que
me dejaron. Era verde, blanco y azul con líneas finísimas de rojo y negro. Pero
debajo de esas gorritas nunca conocí el rostro que llevaban.
©Silvina Ocampo
El arrepentido
La rama que acariciaba
mi cabeza, me deleitaba cuando salía del sueño. El amor me seducía en momentos
inesperados, y lo que prefería era triturar un pedazo de carne entre mis
dientes y después beber agua helada entre las piedras que bajan de la
vertiente. Dicen que me parezco al hambre, a la violencia, al infierno; fui
feliz como un rey hasta que la conocí. Si fuera un niño estaría llorando, si
fuera un santo los silicios hubieran consumido mi cuerpo, si fuera una hiena
devoraría mis propias entrañas. Si fuera Dios volvería a crearla. El mundo es
antiguo y no sé lo que tendría que envidiar, pero este instante es mi
eternidad. Los días pasan tan lentamente que esperar la luz por la noche se
vuelve intolerable, sin esperanzas. ¿Cómo es el sol? Olvido su forma, su color,
la impresión que me causa. Al verlo caigo desvanecido, y luego el lento
aprendizaje del día, de la luz que no sirve para iluminar algo que valga la
pena me mata y me hace esperar la noche que tampoco llega y que tampoco recuerdo.
¿Qué es la noche? ¿Cómo es su faz? Caigo desvanecido cuando llega y advierto
que no oculta nada en su oscuridad, ni un tesoro. A veces cuando llueve y no me
preocupan ni la oscuridad ni la luz, algo que descansa más que el sueño me
ocurre, me deslizo sobre el barro a una velocidad increíble, mi piel se
desgarra y caigo al pie de las montañas como una piedra, con las mandíbulas
cerradas, cubierto de barro y escarcha. Cuando me volvía para mirar hacia atrás
a veces me faltaba una oreja, otras veces una pata o la cola, otras veces la
lengua que es tan necesaria. No me lo confesaba a mí mismo. Me daba vergüenza.
Me preocupaba. Tardé en darme cuenta de lo que ocurría: soy un sueño, estoy en
el sueño de alguien, de un ser humano. Busqué a la persona que soñaba conmigo:
era una niña dormida. De un zarpazo la maté, jugué con ella, con su vestido
bordado y sus trenzas largas, atadas con nueve cintas rojas. La escondí en un
lugar del bosque sobre las altas matas de pasto porque no tenía hambre. Cuando
volví a buscarla ya no estaba. Mirando la luna aullé toda la noche esperando
que algo me la devolviera. Sobre la tierra quedaba su olor y el gusto de su
sangre. Los pájaros se burlan de mí y las hembras de mi estirpe me fastidian
siguiéndome a todas horas, queriendo adivinar un secreto que no pueden
comprender. Pude morir en un incendio, pero atravesé las llamas como las
piedras, apenas chamuscado; pude morir despeñándome por una montaña, pero
llegué al fondo de un precipicio sin una herida para relamer; pude morir en un
pueblo donde entré para devorar a un hombre, pero huí entre los balazos como en
los días de tormenta bajo el granizo.
Los días son monótonos,
sin peligro. ¡Por qué no devoré a esa niña que soñaba conmigo! Hubiera cumplido
con un deber de tigre; ya que soy inmortal, por lo menos quisiera tener una
conciencia pura.
©Silvina Ocampo
Silencio y oscuridad
En letras luminosas se
veía anunciado en el frente del edificio: SILENCIO Y OSCURIDAD. El cartel
llamaba la atención. La entrada no estaba permitida a los mayores de cincuenta
años, el espectáculo podía deprimirlos o causarles un infarto. A los menores de
catorce tampoco les estaba permitida la entrada, podían protestar lanzando
petardos, hacer bulla y molestar al público. En la sala celeste y fresca,
sentados sobre mullidas butacas, los espectadores cerraban los ojos siguiendo
las instrucciones que se repartían en la entrada del teatro; luego, siempre de
acuerdo a las instrucciones, para que la impresión no fuera demasiado fuerte al
abrir los ojos, echaban la cabeza hacia atrás para contemplar lo que no veían
desde hacía tiempo, la absoluta oscuridad, y para oír lo que también hacía
tiempo que no habían oído, el silencio total.
Hay diferentes grados de
silencio como hay diferentes grados de oscuridad. Todo estaba calculado para no
impresionar demasiado bruscamente al público. Había habido suicidios. En el
primer momento se oía el canto infinitesimal de los grillos que iba
disminuyendo paulatinamente hasta que el oído se habituara de nuevo a oírlo
surgir del fondo aterrador del silencio. Luego se oía el susurro más sutil de
las hojas, que iba creciendo y decreciendo hasta llegar a las escalas
cromáticas del viento. Después se oía el susurro de una falda de seda, y por
último, antes de llegar al abismo del silencio, el rumor de alfileres caídos
sobre un piso de mosaico. Los técnicos del silencio y de la oscuridad se las
habían ingeniado para inventar ruidos análogos al silencio para llegar por fin,
gradualmente, al silencio. Una lluvia finísima de vidrios rotos sobre algodón sirvió
para esos fines durante un tiempo, pero sin resultado satisfactorio; un crujir
lejano de papeles de seda parecía mejor pero tampoco dio resultado; a veces los
primeros inventos son los mejores.
En la entrada del
teatro, en unos enormes mapas del mundo se veían trazados en colores los sitios
donde el silencio podía oírse mejor y en qué años se modificaba de acuerdo a
las estadísticas. Otros mapas indicaban los lugares en que podía obtenerse la
oscuridad más perfecta, con fechas históricas hasta su extinción.
Mucha gente no quería ir
a ver este espectáculo tan importante y tan a la moda. Algunos decían que era
inmoral gastar tanto para no ver nada; otros, que no convenía acostumbrarse a
lo que hacía tanto tiempo habían perdido; otros, los más estúpidos, exclamaban:
“Volvemos al tiempo del cinematógrafo”.
Pero Clinamen quería ir
al teatro de la oscuridad y del silencio. Quería ir con su novio para saber si
realmente lo amaba. “El mundo se ha vuelto agresivo para los enamorados”,
exclamaba vistiéndose con una minifalda. La luz pasa a través de las puertas,
el ruido atraviesa cualquier distancia.
“Sólo en la oscuridad y
en el silencio antiguos sabré decirte si te quiero”, dijo Clinamen a su novio.
Pero el novio de Clinamen sabía que todo lo que su novia hacía lo hacía por
timidez. No la llevó al teatro del silencio y de la oscuridad y nunca supieron
que se amaban.