Quino: “La cara del humor también está en mis miedos” /entrevista de María Esther Gilio, 2001







Menudo, con una leve sonrisa que siempre ronda su rostro, Quino podría ser un personaje de sí mismo. No sería necesario forzar muchos cambios. El niño que fue un día está presente en sus gestos. Escuchándolo es fácil comprender que esos gestos tan llenos de resabios infantiles no son más que el reflejo de cómo es él interiormente.







–¿Usted, sus miedos, son entonces la más frecuente fuente de humor?
–Sí, encuentro la cara del humor en mis miedos y mis angustias. Esa es mi manera de exorcizarlos.
–Sin embargo, nunca vi que tomara como motivo de humor las angustias que siente cuando el chiste que debe entregar no le sale.
–Es verdad. No es mala idea. Ya me va a ver tirado en una cama arrancándome los pelos y derramando lágrimas.
–¿Eso hace cuando ve que el tiempo se le acaba y no ha dibujado nada?
–Me tiro en la cama y lloro, y digo que nunca más se me ocurrirá nada. Aunque llorar hace tiempo que lo dejé. Porque la experiencia me dice que siempre, al final, se me va a ocurrir algo. Además, es tan difícil saber qué le gustará y qué no le gustará a la gente. Uno nunca sabe eso.
–¿Por qué cree que hay tan pocas mujeres humoristas?
–Esa es una pregunta que nos hacen a menudo a los humoristas. Con Fontanarrosa hemos llegado a la conclusión de que la razón está en que la mujer es un ser mucho más fijado a la realidad que el hombre. Para ver la otra cara de la realidad, es decir el humor, hay que despegarse.
–¿Eso hace?
–Sí, yo para ponerme a trabajar trato de establecer un espacio intermedio. A la mujer le cuesta hacer esto. Por eso en los matrimonios es la mujer la que se da cuenta de las cosas.
–¿Ah, sí, usted cree? ¿De qué cosas?
–Por ejemplo, Alicia es la que se da cuenta de cómo es una persona que conocemos. Ella es la que sabe cuánto hay que gastar en tal o cual cosa y cuándo hay que esperar. En cambio me dejo influenciar por lo que se me ocurre en el momento.
–Bueno, usted tiene en la cara algo muy infantil, tiene expresión de niño.
–Sí, lo soy, lo soy.
–Entonces no sólo es la expresión. ¿En qué es un niño?
–Yo necesito que alguien se ocupe de mí. No sé moverme en eso que se relaciona con mis contratos de trabajo, por ejemplo. Todo eso lo hace Alicia.



 


–Recuerdo uno de sus chistes que tiene que ver con lo que hacen miembros de la pareja. En un ambiente prehistórico el hombre sale a cazar, pelea violentamente con una especie de mamut y vuelve a la cueva rengo, con un ojo negro y algún dedo de menos, pero feliz por haber cazado al enorme animal. La mujer lo mira y le dice...
–“Te olvidaste los rabanitos”.
–Sí, yo pensé que había allí algo de su vida cotidiana.
–Sí, claro. De pronto yo voy, con gran esfuerzo enfrento una, subo, bajo, pregunto, anoto. Cuando vuelvo, Alicia dice: “¿preguntaste por qué el mes pasado no mandaron los recibos?” No, que no pregunté.
–Descríbase a sí mismo entrando en una de esas enormes oficinas llenas de escaleras, gente que va y viene, empleados con caras de aburridos.
–Ah no, no... ¡qué sufrimiento! Por todas partes las colas con personas que llevan papeles en las manos y tras las ventanillas empleados que quieren por sobre todas las cosas distribuir gente para sacarla de su vista. “Pregunte en el subsuelo”. “Ese plazo no empezó a correr”, “Segunda puerta en el corredor de la derecha”. “Ese plazo expiró. Debe comenzar el trámite otra vez.” Son sádicos y usted también, haciéndome revivir todo eso. Por lo menos un poco sádica.
–Sí, un poco. Pero es muy gracioso. Fíjese que mientras me describía la oficina, cerró los ojos dos o tres veces y arrimó sus brazos al cuerpo como si quisiera achicarse. Convertirse en uno de esos hombrecitos que suele dibujar desbordados por la dureza del mundo.
–Sí, así están esos hombrecitos, desbordados, arrinconados.
–Y usted se siente así algunas veces.
–Muchas veces. En los restaurantes, por ejemplo. Porque allí el mozo manda y uno dependerá de él para sentirse mejor o peor. Y ni hablar de lo que pasa en el mundo médico. Ahí sí que uno se vuelve chiquitito. Se transforma en un microbio.
–Por otra parte las mujeres en sus dibujos son grandotas, dominantes.
–Se ve que se me han pegado las suegras de nuestra cultura. Las que traían Patoruzú y Rico Tipo.




 


–¿Qué tipo de situaciones le resultan graciosas? Por ejemplo, en la calle.
–Yo observo mucho, porque me hacen gracia los perros con sus amos. Un hombre va con su perro y se acerca a otro con otro perro. Los perros quieren juntarse, olfatearse, cambiar información. Pero los amos no están dispuestos a esa relación que consideran peligrosa y ambos tiran las correas con expresión de fastidio, mientras los perros con las orejas caídas, torciendo las cabezas se echan las últimas miradas.
–Hablando un poco de los personajes que rodean a Mafalda. ¿Cómo fueron naciendo?
–Después de haber hecho durante un tiempo a Mafalda y sus padres me cansé, sentí que debía enriquecer ese mundo. Ahí metí a alguien bien distinto de Mafalda, Felipe.
–¿Tiene algo que ver con una persona real?
–Sí, tiene que ver. Está basado en Jorge Timossi.
–¿El poeta? ¿Y por qué es tan distinto de Mafalda?
–Y, por lo pronto se fue a vivir a Cuba apenas llegada la Revolución.
–Cosa que no haría Mafalda.
–A Mafalda la veo menos dispuesta a jugarse por un sueño. Mafalda es una escéptica. Jorge era un poeta incluso en su actitud física. Muy alto, de movimientos lentos. Recuerdo cuando lo conocí, sentado, con las piernas cruzadas y oliendo una flor de cabo larguísimo. Era una figura hermosa y un gran poeta. Ya no tiene aquellos movimientos en ralentiseur pero sigue siendo un poeta fascinante. Y bueno: Felipe tiene que ver con él, con alguien que es capaz de apoyar con toda su pasión y con su misma vida la revolución. Alguien especial. Fuerte, lúcido, que se juega por sus creencias.
Susanita también es opuesta a Mafalda, aunque por otros motivos. Susanita acepta como “lo mejor” todo aquello que Mafalda impugna. Quiere casarse con un ejecutivo millonario y sus ideales tienen que ver con el orden y la estabilidad.
–Es la antiMafalda, como Manolito es el antiFelipe. También está el Guille que no nació por oposición a nadie. Es un sobrino mío... creo que ya hablamos de él en alguna entrevista anterior. Usted me preguntaba sobre las cosas que me movían a risa y yo le conté esto que me pasó y me resultó extraño a mí mismo. ¿Recuerda? Yo había ido a ver a mi sobrino que estudiaba en Basilea y de pronto veo en la pared de su casa la foto de un muchacho que parecía pegado con plasticola a una roca absolutamente lisa que caía a pico sobre un abismo... “¡Y este loco quién es!”, le pregunto. “Era hermano de Félix”, dice él. “¿Cómo era?” “Sí, se cayó”, dijo él. La historia era trágica, pero a mí y a Alicia nos arrancó una carcajada.
–¿Y sabe por qué las malas palabras causan tanta gracia a la gente?
–Me lo he preguntado y tampoco lo sé. ¿Usted sabe que el Guille es muy mal hablado?
–El Guille real, porque en sus dibujos nunca vi una mala palabra.
–No, jamás. Pero es que recién desde hace poco tiempo pueden decirse. El “que lo parió Mendieta” de Fontanarrosa es bastante nuevo. Ahora, usted me pregunta por qué hacen gracia las malas palabras. Fíjese lo que me pasó hace poco, con Los Midachi. Son famosísimos. Para conseguir entrada se hacen interminables colas, pero yo quería verlos, al fin y al cabo ellos también hacen humor. Me interesaban. Quería ver de qué se trataba, y fuimos. Y lo único que escuchamos durante toda la función fueron malas palabras. Pero no en el estilo Pinti, malas palabras al servicio de ideas inteligentes, sino sólo malas palabras, agresividad y ninguna idea. Se ríen de los negros, de los paralíticos, de los homosexuales, de los ciegos, de los judíos. Yo no podía creer lo que oía. Lo único que se puede decir es que no son cómicos sino mala gente. Y que explotan lo peor que hay en el público. Lo triste es el éxito que tienen. Un éxito tremendo.
–Hay un tema que usted suele tratar y que, a mí, me gusta especialmente. Me refiero al tema de la muerte. Recuerdo un viejito agonizando en su cama. La muerte se acerca. El viejito la agarra de un manotazo y se acuesta con ella. Luego aparece la muerte por ahí, con guadaña y todo, empujando un cochecito. Me sentí feliz.
–En cambio, hay gente que se angustia con ese tema. Hice una tira con viejitos que, en lugar de estar en “el otoño de la vida” están en “la primavera de la muerte”. Una señora me llamó y me dijo: “Le hablo como madre, no tiene derecho a amargarme la vida”.







 

–¿Cuál es según usted la relación entre el humor y la realidad?
–No tengo las cosas claras. Mire esta página que estoy dibujando.
–Es una boda en un laboratorio. Tendrá que ver con el sida.
–Sí, claro. El médico es quien los casa. Lo que quiero decir es que pronto será más importante la medicina que la religión. El dibujo trata de mostrar un período de transición. En un rincón está la madrina y las señoras que lloran en las bodas. Esa es la parte que subsiste aún, que todavía no cambió. Yo no sé cuál es la relación del humor con la realidad. Fontanarrosa dijo un día que los humoristas tenemos una especie de antena que nos permite ver cosas que aún no son claras.
–¿Algún día la obligación del humor a plazo fijo dejará de angustiarlo?
–A veces sueño que dibujo páginas y páginas. En el sueño todo es muy lindo y muy gracioso. Pero me despierto y no. En cambio, cuando me estoy durmiendo de pronto me asaltan buenas ideas. Enciendo la luz y las anoto. No entiendo a los que dicen que hay mecanismos que se pueden aprender y ponen las cosas en marcha.
–¿Cómo serían esos mecanismos?
–El de los Picapiedras sería un ejemplo. Pero a mí me enferman. 


© María Esther Gilio
Buenos Aires,  1 de octubre de 2001

Fuente: Página 12