Especial Laura Alcoba: entrevistas de A. De Núñez, abril 2012 / C. Papaleo, Alemania 2010 y El Ciudadano, 2008


Laura Alcoba: La clandestina platense



Su nueva novela, Los pasajeros del Anna C., está situada en Argentina de los años setenta: Manuel y Soledad, una pareja joven, se embarca a Cuba. Son parte de un grupo denominado "Los cinco de La Plata" y van a formarse política y militarmente. La autora vive en París desde 1979 y escribe en francés, pero sus temas son siempre argentinos.


LOS PASAJEROS DEL ANNA C. "Es una novela sobre la confrontación entre el ideal y la realidad", dice Laura Alcoba.

De algo no hay dudas: Laura Alcoba es una escritora. Por el resto, todo se complica. Después de haber publicado dos novelas, las ediciones Edhasa preparan hoy la salida de una tercera, Los pasajeros del Anna C., catalogada en literatura hispánica: ironía de la actualidad, Leopoldo Brizuela, su traductor, acaba de ganar el premio Alfaguara.

Poco importa si en Francia la autora argentina es considerada como "escritora francesa", publicando en la prestigiosa colección Blanche de las ediciones Gallimard (dedicada a las letras francesas). Su última novela –que la autora presentará próximamente en la Feria del libro de Buenos Aires– sale en Argentina solamente tres meses después de la publicación francesa. .

En las cortas biografías de sus editores, Laura Alcoba nace en 1968 y vive hasta sus diez años en Argentina. También de eso estamos seguros. Se suele destacar además su formación académica: Alcoba es normalienne, es decir, alumna de la École normale supérieure, la aristocracia de la élite republicana francesa. No se cuentan más los ministros, presidentes o escritores egresados de la famosa institución fundada en el año III del calendario revolucionario francés (1794-1795). El mismo Jean-Paul Sartre rechazó toda su vida las insignias honoríficas –incluso la del Premio Nobel– salvo su título de normalien.

De lo académico Laura Alcoba conservó el uniforme, pero el de profesora de literatura hispánica especialista del Siglo de Oro español en la universidad de Nanterre. Hasta ahora la biografía anunciada de una escritora "Nacida tal año, en tal lugar…" Y si, ¿en qué lugar ? En La Plata, la ciudad donde transcurre la acción de la primera novela La casa de los conejos, en la que la autora reconstruye su infancia clandestina en la tristemente conocida Casa Mariani-Teruggi: "Voy a evocar al fin toda aquella locura argentina, todos aquellos seres arrebatados por la violencia. Me he decidido, porque muy a menudo pienso en los muertos, pero también porque ahora sé que no hay que olvidarse de los vivos. Más aún: estoy convencida de que es imprescindible pensar en ellos. Esforzarse por hacerles, también a ellos un lugar". La escritura tenía que empezar por ahí, como una promesa hecha al fantasma de Diana Teruggi.

Hoy en París, con su tercera novela Laura Alcoba nos cita en un barrio que de popular se transformó en uno de moda de la capital, cerca de su casa, en el histórico Marché des enfants rouges (ver video).


Entrevista a Laura Alcoba



Si bien precisa que "mi nacimiento no es el objeto del libro", se trata de la historia de una cierta juventud de izquierda en aquellos años 70, guiada por el "seamos realistas y hagamos lo imposible", con el único deseo de integrar la columna del Che. Soledad y Manuel son los falsos nombres de los protagonistas de la novela y verdaderos padres de la autora. Con ellos, dos testimonios y la voz del filósofo pero también actor y teórico de la guerrilla cubana, Régis Debray,  se teje un viaje intimista e histórico.

A pesar del escepticismo de Debray, autor de las páginas más sinceras que se escribieron sobre las esperanzas perdidas, Laura Alcoba decide explorar la selva cubana porque son demasiadas las preguntas sin respuesta, demasiado grande el culto del secreto. Alcoba quiere romper el principio de silencio fundamental para la sobrevida de las fuerzas revolucionarias y desafiar el misterio de su nacimiento en la Habana. La mentira administrativa que la hizo nacer en La Plata queda sin embargo como única verdad: "La pregunta sobre mi identidad al nacer que sigo sin conocer…ahí se gesta lo que se va a vivir posteriormente, que empecé a contar en la Casa de los conejos. En estos cambios de identidad múltiples, a veces es como si la memoria de unos y otros se hubiese perdido, y yo trato de encontrar un camino y trazar una historia con muchas dudas. Las dudas tienen un lugar en el libro, para mí son importantes, dicen mucho de esa generación, de esa época… Finalmente no tenía ninguna fotografía, ningún documento impreso, sólo tenía relatos, hay algo también ahí de cuento, de cuentos contradictorios".

Para Laura Alcoba la diferencia entre las dos grandes familias de armas no tienen secreto: por un lado las americanas, por el otro las soviéticas, siempre más pesadas. Kalachnikov con la célebre AK-47, AK-59 y la ametralladora liviana RPD, ideal para la guerrilla dice el oficial cubano. Esa fue la primera lección que aprendieron sus padres, en el coqueto barrio de Miramar en La Habana, vestigio de un pasado reciente… Los adolescentes sueñan de Revolución con una R mayúscula.

Con la certeza que la literatura de Laura Alcoba es más fuerte y seguramente más liviana que un AK-47 partimos con la última generación lírica, en un viaje iniciático de La Plata a Cuba, pasando por París y Praga. Sin juzgar, sin buscar héroes, revivimos gran parte de una reciente y dolorosa historia latinoamericana donde el diálogo entre los vivos y los muertos todavía no terminó.


© Alejandro De Núñez
 Revista Ñ, Clarín
París, abril 2012




LOS PASAJEROS DEL ANNA C./ Editorial Edhasa


A mediados de la década del sesenta, la revolución parecía ser un futuro a punto de volverse presente. Pero no se podía dejar su concreción en manos del destino, había que involucrarse, hacerla posible en cada lugar. También en Argentina. Con ese objetivo, una juvenil pareja, Manuel y Soledad, se embarcan a Cuba. Son parte de un grupo denominado “Los cinco de La Plata”, y van a formarse política y militarmente. La Habana, suponen, será el espacio donde los sueños empezarán a materializarse.

Sin embargo, suponen mal. A poco de llegar, descubren que los cubanos esperaban un quinteto de militantes calificado, no a unos inexpertos entusiastas. Es el año 1966, y el Che prepara su viaje final a Bolivia. No es un momento de cabildeos, sino de urgencias, lucha y muerte. Al mismo tiempo, la ilusión de un mundo mejor que guiaba sus conciencias se estrella contra conductas indignas, divisiones y míseras luchas de poder.
Cuando casi dos años más tarde  el grupo vuelve a Buenos Aires en el crucero Anna C., los anhelos juveniles vacilan, y en algún caso se desmoronan. El Che ha muerto, la política argentina se interna en un espiral de violencia, nada es tan sencillo y directo como un día pareció. Y además, Soledad tuvo una hija. Esa hija, hoy una mujer, es la narradora de esta novela.

Los pasajeros del Anna C. es una narración fascinante que a partir de la vida de una serie de personajes, todos ellos reales, logra plasmar los anhelos, temores y ambigüedades de una generación que se entregó a la militancia revolucionaria. Con una escritura que aprovecha la errática memoria de los protagonistas y que crea ficción a partir de sus  evocaciones y sus olvidos parciales, Laura Alcoba escribió un libro conmovedor. Transmite la dulzura de la esperanza, el frío dolor ante las pérdidas, el estupor que se apodera de los recuerdos cuando se enfrentan al espejo del pasado.


Laura Alcoba vivió hasta los diez años en Argentina antes de radicarse en París. Se licenció    en letras en l’Ecole Normale Supérieure, y es especialista en el Siglo de Oro español y traductora. Ha escrito las novelas La casa de los conejos (Edhasa, 2008) y Jardín blanco (Edhasa, 2010), ambas fueron  publicadas originalmente en Francia por Gallimard, al igual que Los pasajeros del Anna C. Su obra se tradujo al alemán, el inglés y el italiano.


 

 


Laura Alcoba: un libro sobre vivos y muertos
entrevista de Cristina Papaleo
                                           Especial Feria del Libro de Leipzig 2010



En su libro 'La casa de los conejos', Laura Alcoba relata cómo irrumpe la violencia de la dictadura en la vida de una niña de siete años. Una historia autobiográfica, ya que vive desde exiliada en Francia desde 1976.

La escritora argentina Laura Alcoba (La Plata, 1968) publicó en 2008 ‘La casa de los conejos', Manége en el original, editado por Gallimard, que en agosto de 2010 será editado en alemán por la editorial Suhrkamp. Laura Alcoba vive en Francia desde los diez años. Se exilió con su madre, que militaba para el grupo armado Montoneros, perseguida por la dictadura militar argentina. En Francia se licenció en Letras. Hoy es catedrática universitaria y especialista del teatro español del Siglo de Oro.

La casa de los conejos existió y fue la casa en donde ella vivió, donde había instalaciones para criar conejos y en donde en realidad funcionaba la imprenta clandestina del periódico ‘Evita Montonera'. "Voy a evocar esa locura argentina y a todas esas personas que fueron arrastradas por la violencia. Me he decidido por fin a hacerlo porque muy a menudo pienso en los muertos, pero también porque sé que no hay que olvidar a los sobrevivientes", escribe Laura Alcoba. DW-WORLD conversó con ella.




DW-WORLD: Bienvenida, Laura Alcoba. Está a punto de dirigirse a la Feria del Libro en Leipzig.

Laura Alcoba: Sí, y después voy a ir a Berlín a participar de una serie de encuentros en el Instituto Iberoamericano el 24, 25 y 26 de marzo.

En ‘La casa de los conejos', se relata la historia de una niña de siete años en cuya infancia irrumpe la dictadura argentina. ¿Es su propia historia?

Sí. Trabajé a partir de fragmentos, imágenes de mi infancia, en cierto modo inconexas que tenía en mente, pero, efectivamente, se trata de mi historia, que volví a visitar de cierto modo a través de la escritura.

¿A través de qué elementos construyó esta historia?

La materia prima es autobiográfica, completamente. Yo viví en la casa de los conejos de la que hablo. Los acontecimientos que se ven en la novela son auténticos, pero abordados desde mi subjetividad, desde la experiencia infantil. La que habla es una niña de siete u ocho años, y traté de volver a construir y a situarme en esa posición infantil. Allí hay una creación, una creación. Pero, al volver a la casa de los conejos en 2003, después de 27 años de ausencia, realmente afloraron en mi mente imágenes y sensaciones muy precisas, a partir de las que trabajé, tratando al mismo tiempo escribir un libro que tuviera una forma de desenlace, de fin. Mi idea no era recordar por recordar, en ese sentido no es un testimonio, a pesar de que el libro tenga un valor testimonial, pero quería que se pudiese leer como una novela, que tuviera una posible lectura novelística, porque para mí era una manera de dar esa historia al lector. Que el lector pudiera proyectarse y vivir con esa niña durante los meses que narro en la casa de los conejos. Lo que cuento es la entrada en la clandestinidad, cómo la niña aprende la clandestinidad. Pero cuando ocurre el ataque de la casa de los conejos yo ya no estaba en esa casa. Afortunadamente, nos pudimos ir antes. El libro es una reflexión del por qué estamos vivas, mi madre y yo, habiendo estado tan cerca de personas que encontraron la muerte en esa casa. ‘La casa de los conejos' cuenta la vida en esa casa, vista desde los ojos de la niña, narradora de la historia.
En cierto modo hay una interrupción de esa narración en presente cuando la narradora adulta cuenta qué pasó después. Efectivamente, esa casa fue asaltada por los militares, todas las personas que estuvieron en esa casa fueron asesinadas, menos la niña, un bebé, Clara Anahí, la hija de Diana Teruggi y Daniel Mariani, los propietarios de esa casa. Y esa niña, hoy una mujer de 33 años, sigue desaparecida y su familia la sigue buscando. La novela relata el ataque a esa casa, pero que narro a partir de una serie de testimonios e informaciones que no presencié. (Lea en la página 2 por qué la elaboración de los horrores de la dictadura como tema literario no se agota.)

En su libro usted elabora lo vivido durante la dictadura militar argentina y trabaja con la memoria. ¿Piensa que es importante continuar con ese trabajo a nivel literario o cree que es algo obsoleto?

No creo que un tema se agote o se termine. De hecho, sabemos perfectamente que en Europa se sigue escribiendo sobre lo que ocurrió durante la Segunda Guerra Mundial y se va a seguir escribiendo. No hay un momento en que un tema pasa de moda o está de moda. El tema es saber en qué la literatura puede abordarlo de manera interesante. No es lo mismo un texto literario que un testimonio. Creo que, aunque en mi libro hay un valor testimonial, lo quise abordar como una novela. Escribí otra novela que se publicó en Francia hace unos meses y que no tiene nada que ver con ese tema. Y no creo que haya o que no haya que escribir sobre ese tema, sino porque yo sé que tengo algo que hacer desde la literatura con ese tema.

¿Qué papel ocupa la militancia de sus padres en Montoneros en su literatura? ¿Es literatura política?

No, no lo diría así. Digamos que me interesa el tema político como tema. Pero para mí era muy importante cuando escribía ‘La casa de los conejos', que se llama Manège en francés, el idioma en que lo escribí. Para mí era muy importante no caer en lo que yo veo como una doble trampa: por un lado, la idealización de una lucha que no fue la mía y que no es la mía, y, por el otro lado, la condena de la generación de los padres. Hubo tantos muertos en Argentina en ese momento, que esa condena me parecía casi una obscenidad. No quería caer ni en una trampa ni en la otra. De hecho, no reivindico la lucha montonera en absoluto. En ese momento tenía siete años. Crecí en otro sitio, en un país democrático. O sea que no viene al caso reivindicar o ensalzar eso. Lo viví como un momento histórico argentino sumamente violento y lo traté literariamente desde la experiencia infantil. Políticamente, puedo situarme hoy, pero, con respecto a ese momento, lo tengo en claro es que condeno, por supuesto, los horrores de la dictadura. Lo que se ha llamado en Argentina la teoría de los dos demonios creo que es algo en lo que, personalmente, no me reconozco en absoluto. Pienso que los horrores de la dictadura fueron tales que no hay que dejar de reiterarlo y decirlo. No obstante, ese momento de la historia argentina fue un momento muy violento que no termino de entender, hay un enigma que me sigue ocupando, y que desde la interrogación me interesa, y probablemente va a seguir estimulándome literariamente, y sé que voy a volver a ese tema, pero con más preguntas que respuestas. Sobre todo con respecto a la opción de la lucha armada. De hecho, yo me encontré como niña en una organización armada. Pero visto desde el presente, sigue siendo un enigma. Pero es un problema muy complejo.

¿Por eso el título ‘Manège'?

Manège significa tío vivo, calesita o carrusel, y evocaba el universo infantil. Por el otro lado, evocaba los movimientos un poco obsesivos, la manera en que las imágenes que tenía en mente giraban sobre sí mismas de manera repetitiva, que tiene que ver probablemente con el tiempo traumático. Al mismo tiempo, es un juego de palabras. Manège significa en francés maniobra, manipulación, y ahí hay una alusión a un elemento de la intriga. Hay una hipótesis que tiene que ver con la manera en que la casa de los conejos fue identificada por los militares. Y Manège alude a esa maniobra bastante sutil de uno de los personajes de la novela. No se conservó en los idiomas a los que se tradujo, ni al inglés ni al castellano. En alemán se tradujo como ‘Das Kaninchenhaus'. 


©Cristina Papaleo
Editor: José Ospina Valencia
Leizping 2010




Tejemaneje: entrevista a laura alcoba,  2008





En francés “manèges” significa calesitas, pero también doma, “tejemaneje”, como traduce el diccionario Espasa Grand, y cortejo, flirteo. Laura Alcoba reside en París desde 1976, cuando su madre (a quien la Triple A primero, y la Armada más tarde había puesto precio a su cabeza) logró salir del país con su hija. Manèges es el título original de La casa de los conejos, una novela acaso más intensa que breve, cuya base es autobiográfica. “Sólo la base, pero «es» la base”, como decía Wallace Stevens.

La casa de los conejos del título era una pantalla, una casa en un barrio de La Plata, entre 1975 y 1976, donde se criaban conejos con supuestos fines comerciales. La actividad que se desarrollaba en el interior de la casa era otra: allí se imprimía el periódico Evita Montonera. La imprenta estaba oculta tras una pared que movía un dispositivo electrónico que un “Ingeniero” (es el nombre del personaje en la novela) había construido y dejado a la vista, como en “La carta robada”, el cuento de Edgar Allan Poe, con la premisa de que es lo más obvio lo que escapa a la mirada. La casa no sólo tenía letras de molde. También armas, y unos habitantes a los que la represión quería cazar vivos o muertos. En esa casa, a la que Laura Alcoba, con una carrera en Letras en Francia y una especialización en el Siglo de Oro español, volvería recién en 2003, murió Diana E. Teruggi tras un furibundo ataque con artillería pesada del ejército. La pequeña hija de Teruggi permanece desaparecida desde entonces, se sospecha que secuestrada y apropiada por los represores. La casa fue también el hogar de la niña Laura Alcoba, nacida en 1968, quien pasó sus días en La Plata siguiendo las mismas normas de seguridad que su madre, militante montonera: recorridos hacia puntos de encuentro con ojos cerrados, de modo de no poder delatar el lugar; un hermético silencio para con los extraños, juegos que reverberaban en el imponente y peligroso juego de jugarse la vida de los militantes clandestinos.

Eso le digo a Laura Alcoba cuando hablamos por teléfono, que su novela hace pensar en otro tipo de ficciones, por ejemplo, en la película La vida es bella, que podría defenderse por la estructura lúdica que plantea: lo inabordable del horror aparece en ese juego distorsionado que un padre propone a un hijo en un campo de exterminio. En La casa de los conejos (que se conocerá en inglés con el mismo título que en español: The House of the Rabbits) hay una escena en la que la niña recibe una muñeca de una sirena que su madre le dice que trajo de Córdoba. La niña sabe que su madre no estuvo en Córdoba, pero acepta esa geografía de juguete y la llama “la sirena cordobesa”. En ese juego de saberes disfrazados con la que la niña trafica su infancia se juega lo más intenso de la ficción que propone Alcoba con su autobiografía. “Sí, a pesar de todo lo que se evoca, de lo que pasó –dice Laura Alcoba–, a pesar de que la muerte estaba por todos lados, a pesar de todo eso hay una infancia, y una infancia puede haber también en un campo de concentración, y el peligro está constantemente ahí, sin ser dicho”. 


—El título original en francés, “Manèges”, es una palabra ambigua, ¿por qué ese título?

—“Manèges” es un juego de palabras en francés. El título se debía a que aparecen dos calesitas en el texto, que es el primer sentido de la palabra. También es maniobra, manipulación, algo que se maneja de manera compleja. Entonces, al final del texto tenía el sentido de evocar el papel del Ingeniero (el personaje que construye la habitación oculta en la casa de La Plata). También lo había elegido como título porque me evocaba una calesita perpetua, la de de mis recuerdos de esos años, que giraban sobre sí. Entonces había un juego que era imposible conservar en castellano o en inglés, o sea que es un título que sólo funciona en francés.

—La primera escena a la que te referís es aquella en la que el abuelo lleva a la niña a encontrarse con su madre en un parque en el que hay una calesita, pero a la que la nena permanece ajena, como si la vida pasara allá y no pudiera subirse.

—Claro, y luego aparece la escena en la que se gira alrededor de una plaza para perder el sentido de la orientación y olvidar, digamos, el recorrido que se está siguiendo en un coche. El coche gira alrededor de la plaza como gira en el centro la calesita. 

—El término francés “manèges” puede leerse emparentado con “embute”, como le llaman a la habitación oculta, si bien no significan lo mismo hay como un corrimiento de sentidos, porque hay una protagonista que está doblemente aislado, por un saber y por la situación misma, y todo se va cargando de ese sentido desplazado de las cosas.

—Sí, está ese capítulo sobre la palabra embute que tiene un eco metafórico: lo oculto, ese otro lugar.

—Sobre el final la niña hace un crucigrama, donde aparece esta cuestión de las palabras: embute que remite a embutido, asar (por azar), pero que con “s” remite a “asado”, asadura, y no puede dejarse de lado que los testimonios de sobrevivientes hablan de parrilla cuando se refieren a la mesa de tortura, a la carne quemada..

—De hecho, se tiraron bombas incendiarias cuando atacaron la casa. Sí tiene un eco bastante siniestro. Las palabras cruzadas están en castellano en la versión de origen, porque para mi es el nudo, el centro del libro. Porque la pregunta que me obsesionaba, que quería volver a plantear escribiendo el libro es dónde se pasó la frontera entre los muertos y los vivos. La pregunta de haber estado tan cerca de gente que murió y por qué estar del lado de los vivos con todo el peso que eso significa...

—¿Algo así como lo que planteaba Primo Levi acerca de la culpa del sobreviviente?

—Sí, y digamos que las palabras cruzadas, el azar, que es lo que la nena se aferra a dejar inscripto (con una falta de ortografía: azar con “s”, Isabel con “z”). El azar es lo que explica de cierto modo, la única explicación soportable. Para mí las palabras cruzadas son el corazón del libro. Y la palabra azar vuelve permanentemente. Cuando hablamos con Leopoldo Brizuela, que fue quien hizo la traducción, yo le decía que cada vez que aparecía la palabra azar en francés quería que quedara esa misma palabra en castellano porque es como un hilo.





—¿Qué papel jugó el francés en la escritura de este relato?

—Llegué a Francia a los diez años, hice toda la secundaria allí, estudié Letras, es la lengua natural. Pero es verdad que en ciertos momentos, como yo trabajaba sobre una materia prima muy precisa –que eran esos recuerdos en Argentina–, afloraba el idioma en que habían ocurrido los acontecimientos y había cosas que no podía traducir, que no podía poner en francés, y en la versión de origen, cuando envié el manuscrito a Gallimard –no sabía qué iba a pasar– y surgió que me iban a publicar el libro, pensé que me iban a pedir que pusiera notas a pie de página, y lo sentía como algo que me molestaba pero tuve la gran suerte de que mi editor entendió completamente que era importante conservarlas en castellano, entonces hay lugares en el texto de origen que son más fuertes, y está esa palabra “azar”.

—¿Volviste a tener relación con familiares de las víctimas, con organizaciones de derechos humanos?

—No, seguí las cosas de lejos, escribí el libro estando bastante aislada. En un momento sabía que tenía que escribir eso, era como una necesidad, fue necesaria una gran soledad para meterme de nuevo mentalmente en ese momento. Yo quise escribir desde la mirada infantil, con la dificultad de haberlo escrito 30 años después, lo escribí en un estado muy particular. Me di cuenta mientras lo estaba escribiendo que escribía cuando se cumplían los treinta años, como si hubiese tenido un reloj interno, realmente sin estar en contacto, trabajando de modo exclusivo con mis recuerdos y sensaciones. Escribí el libro con la idea de que pudiese leerse también como una ficción, con cierta ambigüedad a pesar de que la materia prima es vivida, pero quería que la razón de ser del libro no fuese exponer un discurso autobiográfico, sino que fuese centrado en la casa y en ese momento; volver a trabajar y visualizar un momento en el que gente que fue asesinada estuvo junto con la niña que yo fui, o que estuvimos juntos y volver a la representación de ese momento, es esa la idea del libro...

—Lo autobiográfico aparece entonces como lo intraducible...

—Sí, exactamente...

—También hay ciertas escenas que son como una puesta en abismo: la primera escena de la calesita es uno de ellos: la calesita es la infancia, pero gira a un costado mientras la niña espera a una madre que se aparece disfrazada.

—Corté mucho, de manera intencional, quise hacer algo lo más reducido posible, no quería caer en un sentimentalismo autobiográfico que me causa horror, y me parecía una trampa posible a partir de trabajar con estos recuerdos...

—El punto de vista de la niña, en la historia, ahorra justamente esa zancadilla. ¿Podría precisar cómo hubiera sido ese caer en el “sentimentalismo autobiográfico”?

—Sentía la necesidad de escribir ese libro, escribo desde hace tiempo para mí, pero sabía que cuando me decidiera a publicar tenía que empezar por esa historia, era para mí fundamental porque sentía acaso una especie de deuda con respecto a los muertos, pero al mismo tiempo el sentimentalismo autobiográfico es una literatura que aborrezco, y me decía: ¿Qué estoy haciendo, voy a escribir una historia para contar lo que sufrí? ¡No, qué horror! ¿O para rendir cuentas con mis padres? No, todo me sonaba un horror. Entonces, lo primero fue volcar todo lo que me salió, una serie de instantáneas muy visuales, de recuerdos infantiles, hice una selección de los momentos que me parecían tener varias entradas desde el punto de vista de la lectura, por eso cuando hablás de “puesta en abismo”, es verdad, traté de conservar los momentos que me parecían tener una lectura poética, o simbólica, algo más allá de contar mi vida, que no venía al caso, entonces corté mucho y a partir de eso quería que pudiese leerse una historia.

—En esas escenas vividas hay entonces un eco literario.

—Sí, las escenas que conservé son las que me parecían decir otra cosa más allá de ellas mismas, pero sin que eso esté cerrado, porque en términos de lectura me ocurrió que mucha gente encontró cosas en las que yo no había pensado. Como se puede leer como una ficción cada lector proyecta cosas. Y eso está bien. “La casa de los conejos” ya no es mi casa. Algunas cosas sí decidí ponerlas porque sentí que para mí evocaban algo especial. Detalles como el accidente de coche al principio. Lo conservé porque daba el ritmo de todo lo que sigue, con un arranque, se detiene de golpe y el miedo y la angustia que supone. Por ejemplo, el miedo que nunca se expresa, o muy rara vez, lo quería sugerir en términos rítmicos.

—Me preguntaba si esta historia, bastante inédita en relación a los temas que toca, tiene que ver con que seas mujer, con que tengas una hija.

—Tengo tres hijos en realidad, pero evoco a mi hija al principio del libro porque volví por primera vez a la casa de los conejos cuando mi hija menor tenía unos meses, y creo que hubo un efecto como de espejo (yo tenía ganas de volver a esa casa a la que no había vuelto desde el año 1976, cuando nos fuimos en esas circunstancias tan particulares), volví al final del 2003. Evoco eso porque hubo un disparador muy particular que fue que yo me encontrase viva en Argentina volviendo a la casa destrozada donde se había separado a una madre de una hija (se refiere a Diana Teruggi, a quien le dedica el libro), a eso me refiero cuando hablo de buscar la frontera entre los muertos y los vivos.

—En la introducción decís que escribís para poder olvidar, ¿estás poniendo las cosas en una perspectiva de futuro, como quien dice para poder recordar es necesario olvidar?

—Creo que esa frase era muy importante y creo que tiene que ver con el trabajo del duelo, olvidar en ese sentido, creo que sentí la necesidad de escribir más allá de un duelo personal. Pero, por ejemplo, hay nociones como el deber de memoria que me parecen insólitas, no se puede obligar a nadie a recordar, es una necesidad, un momento, son problemas complicados, no puede haber una receta, no se receta la memoria, hay un momento que está maduro o no, yo durante cierto tiempo le di la espalda a todo eso. 


Diario El Ciudadano,
28 de abril 2008
Fuente:Apóstrofes


Donde comprar sus libros: Edhasa