Bella durmiente con cobra (Ejercicio para un bosque), de Dinapiera Di Donato





                                                                 
                         Para Milagros  Bello que sí conoció a Rose L. y otras
en Lauriston. Donde encuentras las tijeras Vitry del siglo dieciocho.

       
 La Cobra, que no podía actuar sino al momento del crepúsculo, no terminaba de aparecer, pero ya en el jardín nebuloso no se oían los pájaros y sólo se entrecruzaban los silbidos de los aparatos de sonido en expansión. Parecen colmillos frotados de elefantes peleando, dijo Andrés-Ojito de Carnero y su voz también me llegó amplificada.
Es que en esa hora algunos bosques de la ciudad semejaban cuevas donde todo resonaba. Las palabras de Andrés-Ojitos subían por las ramas cercanas a la mesa blanca de hierro forjado, rebotaban contra los pinos que crecían por los lados del bosque del fondo y se regresaban cayendo en el hueco de mi mano que también parecía un pozo de ecos.
Después sonó algo como granos de azúcar contra los ventanales de cristal y era Andrés-Pezuña de Cabrito  que me quería decir algo pero cuando me acerqué ya no arañaba entre las cortinas. Una silueta refulgente lo había apartado con sus grandes aletas espinosas: era La Cobra, con su capa de fósiles, pitón amarrada a la cintura y el inmenso chal bordado de escamas fosforescentes que se pegaban al vidrio como ventosas y por los ojos de las escamas yo sentí que ella estaba controlando la temperatura del público reunido en el jardín. Esperé que apareciera Andrés-Pulgarcito-Savoy desde otro ángulo pero La Cobra se repetía por toda la cristalería, espiándonos.
En realidad languidecíamos haciendo juego con las estatuas y hasta los meseros dentro de sus trajes rigurosos eran piedras bien pulidas. Los espacios se agrandaban suavemente entre las sillas con sus espalderas de arabescos y en cada grupo se levitaba un poco mientras alguien replicaba un monótono cómo dices susurrado únicamente para sí frente a otro que absorbía un licor delicado como objeto de arte.
Yo no entendía qué le pasaba a todo el mundo aquella tarde donde nadie se reconocía y los saludos se limitaban a un tenue gesto de la mano casi con guante, como bocanadas de humo lanzado por divas. Hasta se podía oír las nubes "que pasaban sobre los grupos como manto de maleficio, trastocándonos", al niño Andrés le aburrían mis imágenes y paré de contarle lo del encantamiento de cien años, pero sí estuvo de acuerdo en que parecía "que allí de pronto habíamos dejado de ser caribeños desproporcionados, ruidosos, lindos y felices”, festejando en los jardines de las embajadas los años de dictadura o el triunfo de la democracia o alguna otra cosa de ésas que se solían celebrar entonces con gran lujo.
Será que les impresiona La Cobra o que hay que impresionarla a ella, llegué a pensar. Porque aunque éramos un pueblo descreído y ligero conservábamos la manía de la solemnidad y de todo acontecimiento hacíamos ocasión ideal para conmovernos hasta lo más profundo del centro del corazón de nuestras más patrióticas entrañas para después hacer un chiste.
Pero fue Andrés-Huesito quien me reveló el misterio de las cabezas cariacontecidas. No era por La Cobra, no, Andrés-Aceituna me preguntó que si yo no me regresaba pronto para mi país, como todo el mundo, en caso de que mi país fuera el suyo porque el suyo estaba ahora en quiebra y esa era la última fiesta que daba la Embajada antes de cerrar.
La última frase la dijeron unas trillizas a coro, para entonces ya los niños formaban banda aparte y lucían algo raros con sus disfraces predilectos, supuse. Y es que La Cobra que echaba fuego por la nariz -seguía explicando Andrés-Tripita- a los niños los volvió pescados. Yo me quería alejar para pensar, además ya me sentía en un cuento de los siete enanos, pero tampoco podía correr el riesgo de caer en manos de ex diplomáticas, ex poetisas, o ex pintoras especialistas en artes del fuego, que me recitarían de memoria y sin acento a Proust, por lo de mi lado literato, y que seguidamente me contarían un atroz chisme de ultramar, por lo de mi lado compatriota.
Yo estaba en la fiesta por una cita de amor que ya había concluido porque al llegar alguien me entregó un sobre con postales,  una de Madame Rose L., la cineasta, muy joven, seguramente de la época en la que fue feliz en Lauriston, porque los ojos le brillaban intensamente y a mí no me brillaron más porque por detrás estaba escrito: imposible. Tomo avión Charles de Gaulle Caracas a las 18.  Asunto grave.
Las trillizas, hijas de doctores en Economía de los pueblos -en vía de desarrollo, me estaban explicando detalles, siempre a coro. Lo de las cifras de la banca internacional no me quedaba claro entonces, -tampoco ahora-, además ellas hablaban mitad en inglés, que Andrés-Tripa de Pollito traducía, primero al polaco –su lengua materna- y por último a la lengua de su papá, pero ya para cuando él reencontraba fluidamente la lengua de su padre venezolano los otros enanos políglotas llevaban rato haciendo chistes en francés, que me distraían, que ¿cuáles fueron las razones que dio Giscard cuando salió corriendo del Elysée? que porque todo estaba plagado de mites errants, y las trillizas risas, a coro, y ahora en venezolano otro chiste, cómo se dice caraota en chino. "Caraota" no es zanahoria en español, ¡gafas! se desquitaba Andrés-Polaquito por mí que no había entendido el chiste de Miterrand,  ni el de la quiebra del país.
No sé por qué los empecé a compadecer, tan resueltos a llevar sus comedias de bobitos hasta el final para complacer a esa adulta idiota que era yo, tratando de contarles una película de Rose L. para concentrarme en ella y no en lo que estaba escrito. La segunda postal era Marcel Duchamp posando en Rrosa Sélavy con el aforismo número 2 de Desnos detrás: Rrose Sélavy demande si les Fleurs du Mal ont modifié les moeurs du phalle…chiste privado. Ellos me compadecían.
Tan torpe, tan desinformada, era mi culpa: desde que me enamoré de una compatriota sólo creía en milagros, no volví a leer los periódicos y ni siquiera leía atentamente las cartas alarmadas que me empezaron a llegar con cheques francamente reducidos. De pronto recordé, en los últimos envíos ya no había cheques de regalo. Y ... claro, ahora podría también explicarse la inestabilidad emocional de mi amante, que nos llevó a separarnos hacía un mes y que no viniera a la cita y la absurda nota y la melancolía de todo el mundo esta tarde.
Ahora Andrés-Espinita me dijo que todos éramos pirañas y me invitaba a caminar por el bosque para cazar cosas. Y avanzamos entre arbustos cada vez más altos cuando empezaron a caer gotas y un poco más adelante nos encontramos con que en el centro del bosque llovía a cántaros y todos los enanitos de la fiesta nadaban allí, brillando como cardumen. Bastó desandar diez pasos y en la reunión todo seguía igual, ni una sola nube de agua.
La Cobra ya había salido al escenario. Se estaba agitando como lava ardiendo, lanzada hacia el poniente. Era su conocida Despedida solar, para voz de soprano, maraca, agua, cocuiza, caolín y saxo. Todo se animó y llegó tanta gente que sólo se podía estar de pie, apretados unos contra otros, obligando a muchos a treparse sobre las mesas ya sólidamente ancladas. Por todas las puertas y ventanas que daban al jardín asomaban brazos y piernas nerviosas que saludaban el espectáculo. En menos de media hora habían acabado con los aperitivos que fueron engullidos junto con los centros de mesa de flores apetitosas. Los meseros huyeron bajo amenazas cuando se negaron a entregar la reserva de piña colada y ponche crema destinada en principio a las señoritas.
El grupo de lacanianos y los tesistas del doctor Duvignaud, preocupados, quisieron formar un comité de orden con los becarios de Beaux Arts pero no se ponían de acuerdo acerca de si aquello era tensión colectiva desbocada y mal canalizada o sana catarsis, ni si lo de La Cobra era ritual seudoreligioso primitivo o performance de avanzada y en lo que sí estuvieron de acuerdo fue en que cómo era posible un tal desastre económico en un país tan, pero tan, y hasta lloraron un poco hombro con hombro, empujados por la marea. No era justo, no era justo, no era justo, tener que regresar sin, sin, sin haber cerrado procesos vita... Ahora se levantaban alaridos, por lo que fueron apareciendo discretamente las fuerzas del Orden con antigases  y alguien saltó al escenario y le quitó el micrófono a La Cobra para declamar que a él, a él que llevaba el mismo nombre del padre de la patria, a él nada menos lo había agredido vieja con perro so pretexto de que nadie estaba tranquilo en la cuadra por el escándalo de esos negros, ¡nos llamó negros!, de esos árabes, señores, ¡nos trató de árabes!, y no pudo terminar porque la agregada cultural intervino para pedir por favor señores, dejemos actitudes tercermundistas, ¡francamente!
El papá de Andrés-Andrés se estaba abriendo paso a codazos, venía en dirección  a nosotros que mirábamos todo desde la entrada del bosque, bien abrazados. Yo le acababa de contar al niño otra historia con Madame Rose pero por qué esa foto-postal y no otra, yo recordé que la vi enviar muchas así, la misma foto, Madame Rose sentada radiante, un vasito de cristal con un tulipán pintado, junto a su mano pequeña, un cuadro en la pared a su izquierda con el perfil de pájaro de su actriz preferida que ella misma se encargó de hacerla fracasar, por caprichos de su endiablado carácter. Historias de hace cuarenta años que no sé por qué pusieron a  llorar a Andrés, es por el perfil de pájaro, explicó y luego me quiso tomar una foto porque yo y que era en realidad un payaso bien bonito.
Desde el principio me había confundido con uno cuando vio mis pantalones blancos anchísimos con un estampado de globos. Se le escapó al padre y corrió hacia mí pero se tuvo que parar en seco al terminar de verme de la cintura para arriba, entonces me lanzó un puñado de aceitunas y me preguntó a una distancia prudencial si yo era la señora Cobra porque eres feísima, dijo, pero desde entonces me siguió, haciéndome insólitos regalos: ramitas florecidas, aceitunas a medio morder, una barajita con el señor del universo y guardián de las galaxias, una copa de vino blanco que alguien olvidó en una mesa, y por último unas groserías en otros idiomas que yo iba apretando con fuerza, como el resto.

Aquél es mi papá, volvamos al bosque, gimió Andrés-Pescadito del monte.  Y corrimos porque así nos mojaríamos  menos pero después nos quedamos largo rato viendo una mujer de piedra que se bañaba en hojas secas y los enanos-peces llegaron a hacerle cosquillas en un pie muy blanco y Andrés quería que le diéramos mi collar de ojos de tigre, por el nombre que lo hacía reír, pensó en su desdentado, pero pronto se oyeron las voces de las trillizas organizando el regreso porque por allí andaba una loca drogada que se había robado un niñito y ya estaba demasiado oscuro. Andrés-Garabato entonces me reveló un secreto: le dio tres golpecitos al tronco de un Castaño manchado y el banco de piedra más cercano se movió de sitio. Era la entrada a un sótano antiatómico donde he venido muchas veces, dijo Andrés-Acure, fuimos bajando hasta que dimos con la jaula donde dormitaban unos ángeles pestilentes. Son muy malos, me explicó mientras metía la mano y acariciaba la pelambre metálica de uno que abrió un inmenso ojo gris plomo y le hizo un gruñido amistoso. No los toques tú, son mutantes y comen plastidios raros, están hechos de fibras de seres vivos. Y seguidamente destapó un barril del que sacó puñados de aceitunas de Chipre para arrojárselas  y todos despertaron y las atrapaban en el aire. También les gustan las semillas de merey tostadas. No te quites los lentes, murmuró Andrés, y luego dirigiéndose a las criaturas ¿Verdad que es un payaso bien bonito? y se dispuso a abrirles la reja.

©Dinapiera Di Donato
de libro 
Noche con Nieve y Amantes
Fundarte, Caracas, 1991