El exiliado, de Cristina Peri Rossi





Su acento lo delata: arrastra un poco las eses y pronuncia de igual manera las b y las v. Entonces se produce cierto silencio a su alrededor. No es un gran silencio, pero él percibe alguna curiosidad en las miradas y un pequeño reajuste en los gestos, que se vuelven más enfáticos. (Cambios imperceptibles para un observador común, pero el exilio es una lente de aumento.) A partir de ese instante (y también otros) él se siente en la necesidad de compensar a los demás. Oh, es cierto que él es un extranjero y debe hacerse perdonar. Agradece la buena voluntad ajena, ésa que consiste en no preguntarle jamás de donde viene, ni que hacía antes, si ha solucionado o no los problemas de los papeles, cómo era el lugar donde vivía, si perdió algo en el camino, si se siente solo. Todos están dispuestos a disimular esa pequeña anomalía, a tomarlo en cuenta, pese a todo, a no hacerle preguntas y especialmente: a no demostrar ninguna clase de curiosidad por su vida. Para corresponder a tanta amabilidad, él se obstina en ignorar su pasado (hace como si no lo tuviera), reprime cualquier malestar y demuestra gran conocimiento de las plazas de la ciudad, los monumentos, el nombre y la ubicación de las calles, los servicios públicos y la escasa flora del lugar.

Puede indicar con precisión la ruta de los autobuses y de los metros y la composición de la Alcaldía, pero precisamente, el hecho de conocer todos estos datos (en especial: el nombre de los árboles del ornato público y el emplazamiento de los principales monumentos) crea cierta desconfianza a su alrededor y confirma que en efecto, se trata de un extranjero que vive entre nosotros. Evita muy cuidadosamente el uso de la primera persona del plural, para no sembrar dudas a su paso, porque los individuos suelen ser muy celosos en cuanto a la comunidad a la que pertenecen y él no desea ofender a nadie. Está muy agradecido al sol, que también lo calienta a él y por un ingenioso mecanismo sortea las trampas que se le tienden para intimidarlo: cuando alguien habla de un defecto nacional, él lo convierte de inmediato en una virtud. Por ejemplo, cuando su interlocutor, sin mirarlo especialmente fijo, menciona la mezquindad de los habitantes de la ciudad, él afirma que se trata del sano sentido del ahorro que ha permitido prosperar a las familias; si se habla de la rudeza y falta de urbanidad de los transeúntes, él asegura que es espontaneidad y falta de inhibiciones; si alguien comenta que en esa ciudad hay poca imaginación y sus habitantes son aburridos, él sugiere que en realidad, se trata del sentido común de la raza, poco dad -gracias a Dios - al delirio y a la aventura. Si el interlocutor persiste en enumerar los vicios y defectos del país, él da por terminada la conversación con un enfático "¡Ustedes no saben lo que tienen!", y el ciudadano se interrumpe, mira alrededor, algo confuso, convencido de que el exiliado ama más el lugar que él. Pero de inmediato se recupera: no está dispuesto que nadie hable de su patria superlativamente, si no nació allí. Es entonces cuando el Exiliado comprende que ha cometido una falta irreparable y que por más esfuerzo que haga, siempre será un extranjero.



©Cristina Peri Rossi

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