Ingrid Betancourt : "No hay silencio que no termine", capítulo 1



Capítulo 1  
La fuga de la jaula
Había tomado la decisión de escaparme. Era mi cuarto intento de fuga, pero después del último las condiciones de nuestro cautiverio se habían vuelto aún más terribles. Nos habían metido en una jaula construida con tablas y un techo de zinc. Faltaba poco para el verano. Llevábamos más de un mes sin aguaceros en la noche. Y un aguacero nos era absolutamente indispensable. Noté que una de las tablas en una esquina de nuestro cuartucho empezaba a podrirse. Empujando la tabla con el pie logré rajarla lo suficiente para crear una abertura. Así lo hice una tarde, después del almuerzo, mientras el guerrillero de guardia cabeceaba, medio dormido, de pie, apoyado al fusil. El ruido lo asustó. Se acercó, nervioso, y le dio la vuelta entera a la jaula, despacio, como una fiera. Yo lo seguía, espiándolo por entre las rendijas de las tablas, conteniendo el aliento. Él no podía verme. Dos veces se detuvo, incluso pegó el ojo a un hueco y nuestras miradas se cruzaron por un segundo. El hombre saltó hacia atrás, espantado. Luego, como para recobrar su compostura, se plantó frente a la entrada de la jaula. Esa era su revancha: no quitarme los ojos más de encima.
Evitando su mirada empecé a hacer cálculos. ¿Podríamos pasar por esa quebradura? En principio, si cabía la cabeza, cabría el cuerpo también. Recordaba mis juegos de infancia: me veía escurriéndome por entre las rejas del parque Monceau. Siempre era la cabeza la que lo bloqueaba todo. Ahora ya no estaba tan segura. El asunto funcionaba para un cuerpo de niño, pero, ¿serían iguales las proporciones de un adulto? Aunque Clara y yo estábamos bastante flacas, me inquietaba un fenómeno que había comenzado a notar algunas semanas atrás. A causa de nuestra inmovilidad forzada, nuestros cuerpos habían comenzado a retener líquidos. Era muy visible en el caso de mi compañera. En cuanto a mí misma, me costaba más trabajo juzgar, pues no teníamos espejo.
Se lo había mencionado a ella, y esto la había fastidiado profundamente. Ya habíamos intentado escaparnos otras veces y el tema se había convertido en motivo de fricción entre nosotras. Nos hablábamos poco. Ella estaba irritable y yo andaba presa de mi obsesión. No podía pensar en nada que no fuera la libertad, en nada diferente de cómo huir de las garras de las FARC.
Me pasaba el día entero haciendo cálculos. Preparaba en detalle el material necesario para la fuga. Le daba mucha importancia a cosas superfluas. Pensaba, por ejemplo, que no podía irme sin mi chaqueta. Olvidaba que la chaqueta no era impermeable y que, al mojarse, podría pesar toneladas. Me decía, también, que debíamos llevarnos el mosquitero. «…Hay que ponerle mucho cuidado a lo de las botas. Por la noche, siempre las dejamos en el mismo lugar, a la entrada de la jaula. Hay que empezar a ponerlas adentro, para que se acostumbren a no verlas cuando dormimos… Tenemos que conseguir un machete, para defendernos de las fieras y para abrirnos camino.
 Va a ser bien difícil. Todos están prevenidos. No han olvidado que logramos quedarnos con uno, cuando estaban construyendo el anterior campamento… Llevar tijeras, a veces nos las prestan. También hay que pensar en las provisiones. Hay que ir haciendo reservas sin que se den cuenta. Todo debe quedar envuelto en talegos de plástico para cuando nos toque meternos en el río. Es muy importante estar lo más livianas posible. Y me voy a llevar mis tesoros: por nada del mundo dejo las fotos de mis hijos ni las llaves de mi apartamento».
Me la pasaba el día entero tramando, volteando todo esto una y otra vez en mi cabeza. Mil veces hacía mentalmente el recorrido que debíamos seguir al salir de la jaula. Calculaba todo tipo de parámetros: dónde debía de estar el río, cuántos días necesitaríamos para encontrar ayuda. Imaginaba horrorizada el ataque de una anaconda en el agua, o el de un caimán gigante, como ese que había visto: los ojos rojos y brillantes, bajo el foco de la linterna de un guardia cuando bajábamos por el río. Me veía frenteando un tigre, pues los guardias me habían hecho de ellos una descripción feroz. Trataba de pensar en todo lo que podía producirme miedo, con el fin de prepararme psicológicamente. Estaba decidida a no permitir que nada me detuviera.
No tenía cabeza para nada distinto. Ya no dormía, pues había comprendido que en el silencio de la noche mi cerebro funcionaba mejor. Observaba y tomaba nota de todo: la hora del cambio de guardia, la manera como se ubicaban, quién vigilaba, quién se dormía siempre, quién le daba un informe al siguiente guardia sobre el número de veces que nos levantábamos a orinar…
Además, trataba de mantener el contacto con mi compañera para prepararla al esfuerzo que significaría la huida, las precauciones que debíamos tomar, los ruidos a evitar. Ella me oía exasperada, en silencio, y solo me respondía para refutar algo o expresar su desacuerdo. Ciertos detalles eran importantes. Debíamos preparar un bulto y ponerlo en el lugar donde dormíamos, para que diera la impresión de un cuerpo enroscado en lugar del nuestro. No tenía permiso para alejarme de la jaula, pero podía ir a los chontos1 a hacer mis necesidades. Esa era la ocasión para mirar a la pasada en el hoyo de los desperdicios, con la esperanza de encontrar allí algún elemento valioso.
Una noche, volví con una tula que encontré entre los restos de comida en descomposición y con unos pedazos de cartón. Era lo ideal para hacer el bulto. Mi proceder impacientó al guardia. Sin saber si debía prohibirme recuperar aquello que había sido desechado, me ordenó que me apurara y acompañó su orden con un movimiento del fusil. En cuanto a Clara, mi preciado botín le produjo asco, no comprendía para qué podía servir.
Medí entonces cuánto nos habíamos distanciado. Obligadas a vivir la una junto a la otra, reducidas a un régimen de hermanas siamesas, sin tener nada en común, vivíamos en mundos opuestos: ella buscaba adaptarse; yo no pensaba sino en huir. 

1. Chontos: palabra utilizada por las FARC para designar un hueco cavado en el suelo, usado como letrina. (N. de la A.). 


Después de un día particularmente caliente, empezó a soplar el viento. La selva quedó en completo silencio durante algunos instantes. Ni un solo trinar de aves ni un solo aleteo. Todos miramos hacia el viento, olfateando la lluvia: el aguacero se acercaba a gran velocidad.
El campamento entraba, entonces, en una actividad febril. Cada uno se apresuraba con su tarea: algunos revisaban los nudos de las carpas, otros se iban corriendo a recoger la ropa que se estaba secando en un claro, otros, más previsivos, se iban a los chontos en caso de que la tormenta se prolongara más allá de sus urgencias.
Yo miraba este alboroto con el estómago hecho un nudo, rogándole a Dios que me diera la fuerza para ir hasta el final. «Esta noche seré libre». Me repetía esta frase sin parar, para no pensar en el miedo que me crispaba los músculos y me dejaba vacía y sin fuerzas, al tiempo que ejecutaba con dificultad cada uno de los pasos que había previsto miles de veces en mis horas de insomnio: esperar a que estuviera oscuro para preparar el bulto que iba a dejar en el lugar donde dormía, doblar el plástico negro grande y acuñarlo dentro de la bota, desdoblar el pequeño talego gris que me serviría de poncho contra la lluvia, verificar que mi compañera estuviera lista. Esperar a que se desatara la tormenta.
En mis anteriores intentos había aprendido que el mejor momento para escabullirse era la hora del ocaso, aquella cuando los lobos parecen perros. En la selva llegaba exactamente a las seis y quince de la tarde, y durante algunos minutos, mientras los ojos se adaptaban a la oscuridad y antes de que la noche cayera totalmente, todos quedábamos ciegos.
Yo había rezado para que el aguacero se desgajara a esa hora precisa. Si salíamos del campamento justo antes de que la noche tomara posesión de la selva, los guardias harían sus turnos sin notar nada extraño y solo darían la voz de alerta a la mañana siguiente. Eso nos daría el tiempo necesario para alejarnos y escondernos durante el día. Las cuadrillas de guerrilleros que mandarían para buscarnos podrían desplazarse más rápido que nosotras, pues estaban mejor entrenados y tendrían a su favor la luz del día. Sin embargo, si lográbamos salir sin dejar rastro, mientras más lejos pudiésemos andar, más amplio sería el radio de la búsqueda. En ese caso, necesitarían un número de hombres mucho mayor para cubrir el área de rastreo, que el que vigilaba el campamento. Me decía que podíamos avanzar en la noche, pues no irían a buscarnos en medio de la oscuridad: si lo hacían, la luz de sus linternas los delataría y nos esconderíamos antes de que pudieran dar con nosotras. Al cabo de tres días, caminando toda la noche, estaríamos a unos veinte kilómetros del campamento, y ya no podrían encontrarnos. Ahí empezaríamos a caminar de día, bordeando el río —pero sin acercarnos demasiado, pues lo más probable era que allí concentraran la búsqueda-— con la idea de llegar finalmente a algún lugar donde podríamos pedir ayuda. El plan era factible, sí, estaba segura de ello. Pero debíamos salir temprano para tener la mayor cantidad de tiempo posible para caminar esa primera noche y aumentar al máximo nuestra distancia del campamento.
No obstante, aquella noche, la hora propicia había pasado de largo y la tormenta no llegaba. Mientras el viento soplaba sin parar, ya los truenos retumbaban a lo lejos y cierta calma había vuelto al campamento. El guardia se había envuelto en un gran plástico negro que le daba un aire de guerrero antiguo, desafiando los elementos, la capa al viento. Todos esperaban la llegada de la tormenta con la serenidad de los viejos marinos cuando ya han estibado bien su carga.
Los minutos transcurrían con una lentitud infinita. Un radio en la distancia nos hacía llegar los ecos de una música alegre. El viento seguía soplando, pero los truenos se habían silenciado. De vez en cuando, un relámpago atravesaba la espesura de la selva, y me quedaba impresa en la retina la imagen en negativo del campamento. Hacía fresco, casi frío. Sentía la electricidad que saturaba el espacio y me erizaba la piel. Poco a poco, los ojos se me hinchaban por el esfuerzo de escudriñar en la oscuridad, y sentía pesados los párpados. «Esta noche no va a llover». Sentía la cabeza anquilosada. Clara se había acurrunchado2 en su rincón, vencida por el sopor, y yo me sentía caer, aspirada por un sueño profundo.
Una llovizna que se colaba por entre las tablas me despertó. Su contacto me hizo erizar la piel. El traqueteo de las primeras gotas de lluvia sobre el techo de zinc terminó de sacarme del letargo. Toqué el brazo de Clara: era hora de irnos. La lluvia arreciaba a cada instante, haciéndose más densa. Sin embargo, la noche permanecía demasiado clara. La luna no nos estaba ayudando. Miré hacia fuera por entre las tablas: se veía como si fuera de día.
Tendríamos que correr para alejarnos de la jaula y rogar que a ninguno de los que estaban en las carpas vecinas se le ocurriera mirar en ese preciso instante hacia nuestra jaula. Yo seguía pensando. No tenía reloj y solo contaba con el de mi compañera. A ella no le gustaba que le preguntara la hora. Dudé un instante y luego me lancé. «Son las nueve», me respondió, comprendiendo que este no era momento para crear tensiones innecesarias. El campamento ya dormía, lo cual era algo bueno. Sin embargo, para nosotras la noche se hacía cada vez más corta.
El guardia luchaba para protegerse del aguacero que caía a cántaros sobre él, el bullicio de la lluvia sobre las tejas de zinc cubría el ruido de mis patadas sobre las tablas podridas. Al tercer golpe, la tabla saltó en pedazos. Pero la hendidura que se abrió no era muy grande.
Saqué el morralito por ahí y lo deposité afuera. Las manos me quedaron empapadas. Sabía que deberíamos pasar días enteros mojadas hasta la médula, y eso se me había convertido en un pensamiento repulsivo. Me dio rabia conmigo misma al pensar que cualquier noción de comodidad podía interponerse en mi lucha por la libertad. Me parecía ridículo perder tanto tiempo convenciéndome de que no me iba a enfermar, que la piel no se me iba a caer a pedazos después de tres días a la  intemperie. Me decía que mi vida había sido demasiado fácil, y que estaba condicionada por una educación en donde las prescripciones de prudencia eran una manera de disfrazar el miedo. Yo observaba a estos muchachos, hombres y mujeres, que me tenían prisionera y no podía evitar admirarlos. No sentían frío; no sentían calor; nada les picaba; demostraban una habilidad asombrosa para todas las actividades que requerían fuerza y flexibilidad,  y avanzaban por la selva tres veces más rápido que yo. Los temores que debía superar se alimentaban con toda clase de prejuicios. Mi primer intento de fuga había fracasado porque me daba miedo morirme de sed, rehusando beber el agua sucia de los charcos. Desde hacía ya meses me había dado a la tarea de tomar el agua fangosa del río, para demostrarme a mí misma que no me iba a morir por culpa de los parásitos que a estas alturas ya debían haber colonizado mis intestinos.

2. Acurrunchar: colombianismo, puede ser también «enroscarse».

Ingrid Betancourt, la foto que conmovió al mundo.

Entre otras, sospechaba, que el comandante del frente que me había capturado, el «Mocho» César, había dado la consigna de «hervir el agua para las prisioneras» delante de mí, con el fin de mantenerme mentalmente dependiente de esta medida de asepsia, y que me diera miedo alejarme del campamento y adentrarme en la selva.
Con el propósito de alimentar nuestro miedo a la jungla, dieron la orden de llevarnos a la orilla del río, para que viéramos cómo mataban una serpiente gigantesca que habían atrapado cuando iba a atacar a una guerrillera que se bañaba en el caño. El animal era un auténtico monstruo. Lo medí caminándolo: tenía ocho metros de largo y cincuenta y cinco centímetros de ancho, es decir, medía lo que yo de cintura. Se necesitaron tres hombres para sacarlo del agua. Los guerrilleros lo llamaban güío, en tanto que para mí era una anaconda. Querían que lo viera con mis propios ojos. No pude hacer nada para espantar el animal de mis pesadillas, durante meses me persiguió.
Veía a estos jóvenes moverse por la selva como pez en el agua y me sentía torpe, inválida y desgastada. Comenzaba a percibir que lo que estaba en crisis era la idea que tenía de mí misma. En un mundo donde yo no inspiraba respeto ni admiración, sin la ternura y el afecto de los míos, me sentía envejecer sin apelación o, peor aún, me sentía condenada a detestar a la persona en que me había convertido, tan dependiente, tan tonta y tan inútil para resolver los pequeños problemas del diario vivir.
Observé durante algunos instantes más la estrecha abertura y, al otro lado, el telón de lluvia que nos esperaba. Clara estaba acurrucada a mi lado. Me volteé hacia la puerta de la jaula. El guardia había desaparecido bajo las cortinas de agua. Todo estaba estático, salvo la lluvia que caía del cielo a borbotones, sin compasión. Mi compañera se volteó hacia mí. Nuestras miradas se cruzaron. Nos cogimos de las manos, agarradas la una a la otra, hasta el dolor.
Teníamos que irnos. Me solté de ella, me alisé la ropa y me puse bocabajo junto al hueco. Pasé la cabeza por entre las tablas con una facilidad que me dio ánimos, luego los hombros. Me retorcí para hacer avanzar el cuerpo. Me sentí atascada y me moví nerviosamente para sacar un brazo. Cuando lo tuve afuera, empujé con la fuerza de mi mano libre, hundiendo las uñas en el suelo, y logré liberar todo el torso. Me arrastré hacia adelante con una contorsión dolorosa de las caderas para que el resto del cuerpo cupiera de lado por la hendidura. Sentí entonces que el fin de mis esfuerzos estaba próximo y empecé a patalear, buscando desesperadamente liberarme. Por fin salí. Me puse de pie de un salto. Me corrí dos pasos de lado para dejarle espacio a mi compañera para salir. Pero no había ningún movimiento al otro lado del hueco. ¿Qué hacía Clara? ¿Por qué no estaba afuera? Me agaché para mirar hacia adentro, pero no se veía nada. Nada salvo la oscuridad uterina de la brecha que me producía aprensión. Me arriesgué a susurrar su nombre. No hubo respuesta. Metí una mano dentro y tanteé el suelo. Nada. Las náuseas me apretaron la garganta. Me volteé, todavía agachada, escrutando alrededor mío cada milímetro de mi campo de visión, esperando ver a los guardias abalanzarse sobre mí. Quise adivinar cuánto tiempo había transcurrido desde que salí. ¿Cinco minutos? ¿Diez minutos? No tenía la menor idea. Pensaba a toda velocidad, indecisa, pendiente del menor ruido, de cualquier luz. Por última vez, acurrucada frente al hueco, llamé a Clara, esta vez lo suficientemente fuerte como para que pudiera oírme desde el otro extremo de la jaula, pero presintiendo ya, de alguna manera, que no habría respuesta.
Me puse de pie. Frente a mí la selva tupida, y esta lluvia torrencial, en respuesta a todas mis oraciones de los días anteriores. Ya estaba afuera y no había marcha atrás. Estaría sola. Debía irme rápido. Me aseguré de que el caucho con el que me había recogido el pelo estaba en su sitio, pues no quería que la guerrilla encontrara el menor rastro del camino que iba a tomar. Conté despacio: uno… dos… a la cuenta de tres salí volando derecho, hacia la selva.
Corría y corría, presa de un pánico incontrolable, esquivando los árboles por reflejo, incapaz de oír o de pensar, avanzando hasta el agotamiento.
Por fin me detuve a mirar hacia atrás. Todavía alcanzaba a ver el linde de la selva, como una claridad fosforescente más allá de los árboles. Cuando mi cerebro comenzó a funcionar de nuevo, me di cuenta de que estaba volviendo mecánicamente sobre mis pasos, incapaz de resignarme a irme sin ella. Reconstruí en mi cabeza cada una de nuestras conversaciones, repasando las consignas que habíamos acordado. Recordaba una en particular y me aferraba a ella con esperanza: si nos perdíamos a la salida, nos reencontraríamos en los chontos. Lo habíamos mencionado una vez, rápidamente, sin darle demasiada importancia.
Por suerte, mi sentido de orientación en la selva parecía funcionar. Podía perderme en una gran ciudad de calles en cuadrícula, pero en la selva era capaz de ubicar el norte. Salí preciso al nivel de los chontos. Como era de esperarse, allí no había nadie. El lugar estaba desierto. Miré con asco el frenesí de bichos encima de los huecos llenos de excrementos, y mis manos sucias y mis uñas negras de barro y esa lluvia que no paraba. No sabía qué hacer, al borde de caer en la desesperación.
Escuché voces y me devolví a refugiarme en el espesor de la selva. Traté de ver qué pasaba en el campamento y le di la vuelta para acercarme a la jaula, sin que nadie  me viera, hasta quedar frente al lugar de donde había salido. La tormenta había amainado y ahora caía una llovizna pertinaz, que dejaba viajar los sonidos. Alcancé a oír la voz del comandante. Era imposible saber lo que decía, pero estaba claro que el tono era amenazante. Una linterna iluminó el interior de la jaula. Luego, el haz de luz se proyectó violentamente por la quebradura de las tablas y se paseó por el claro de izquierda a derecha, pasando a algunos centímetros de mi escondite. Di un paso hacia atrás. Estaba sudando a chorros, tenía el corazón al galope y sentía unas fuertes ganas de vomitar. Fue entonces cuando escuché la voz de Clara. En lugar del calor que me asfixiaba, sentí un frío mortal. Empecé a temblar de pies a cabeza. No entendía qué había podido pasar. ¿Por qué la habían agarrado? Aparecieron otras luces, se escucharon otras órdenes y un grupo de hombres provistos de linternas se dispersó: algunos inspeccionaban el contorno de la jaula, las esquinas, el techo. Miraron detenidamente el hueco y luego dirigieron las luces a la selva. Hablaban entre ellos en voz alta.
La lluvia se detuvo por completo y la selva quedó oscura como boca de lobo. Adivinaba la silueta de mi compañera en el interior de la jaula, a unos treinta metros de donde yo estaba escondida. Acababa de encender una vela, lo que era un privilegio inusual: siendo prisioneras, nos estaba prohibido tener luz. Estaba con alguien, pero no era el comandante. Hablaban en voz pausada, como contenida.
Sola, empapada y temblando de frío, contemplaba ese mundo que ya no me era accesible. Era tan fácil, tan cómodo, tan tentador declararme vencida para volver a ese lugar caliente y seco. Contemplé ese espacio de luz, diciéndome que no debía afligirme por mi suerte, y me repetía: «¡Tengo que irme, tengo que irme, tengo que irme!».
Dolorosamente me desprendí de la luz. Me adentré en la espesa oscuridad. Había empezado a llover de nuevo. Ponía las manos delante de mí para evitar los obstáculos. No había logrado hacerme a un machete, pero sí había podido conseguir una linterna. El riesgo de prenderla era tan grande como el susto de usarla. Avanzaba lentamente en medio de ese espacio amenazante, diciéndome que solo la prendería cuando de verdad ya no pudiera dar un paso más. Mis manos encontraban superficies húmedas, rugosas y viscosas, y a cada instante esperaba recibir la descarga de una quemadura de veneno letal.
El aguacero arreció de nuevo. Se oía el estruendo de la lluvia golpeando contra las capas de vegetación que me protegerían todavía durante algunos minutos. Esperaba segundo a segundo que mi frágil techo de hojas terminara cediendo bajo el peso del agua. La perspectiva del diluvio, que no tardaría en caerme encima, me agobiaba. Ya no sabía si lo que rodaba por mis mejillas eran gotas de agua o mis propias lágrimas, y me exasperaba tener que arrastrar conmigo ese vestigio de criatura sollozante.
Ya me había alejado bastante. Un rayo desgarró el manto oscuro de la selva y cayó a pocos metros de mí. En un abrir y cerrar de ojos divisé con horror el espacio circundante. Rodeada de árboles gigantescos, estaba a dos pasos de caer por un barranco. Me detuve en seco, completamente enceguecida. Me acurruqué para  recuperar el aliento entre las raíces del árbol que tenía delante de mí. Estaba a punto de sacar por fin la linterna cuando divisé a lo lejos unos rayos de luz que surgían con intermitencia y que se dirigían hacia mí. Ahora alcanzaba a oír las voces de los hombres que me buscaban. Debían venir muy cerca, oí a uno decir que me había visto. Me agazapé entre las raíces de mi viejo árbol, rogándole a Dios que me volviera invisible.
Seguía la dirección de sus pasos gracias al vaivén de los chorros de luz. Uno de ellos se acercó bastante. Apuntó con su linterna hacia mí y me encandelilló. Cerré los ojos, petrificada, esperando escuchar sus aullidos de victoria, antes de que me saltaran encima. Mas los rayos de luz me abandonaron, se pasearon más lejos, volvieron un instante y se alejaron definitivamente dejándome en el silencio y la oscuridad.
Me levanté dudosa, frágil, temblando todavía, y me apoyé contra el árbol centenario para volver a recuperar el aliento. Me quedé así un tiempo largo. Un nuevo rayo rasgó el cielo e iluminó la selva en un segundo. De memoria, me abrí un camino por donde había creído avistar un paso entre dos árboles, esperando que otro rayo me sacara nuevamente de la ceguera. Los guardias no estaban más ahí.
Ahí mismo mi relación con ese mundo de la noche empezaba a cambiar. Avanzaba más fácilmente, mis manos reaccionaban con mayor agilidad y mi cuerpo aprendía a anticipar más rápido los accidentes del terreno. La sensación de horror comenzaba a disiparse. El medio que me rodeaba ya no me era totalmente hostil. Percibía esos árboles, esas palmas, esos helechos, esa maleza trepadora como un posible refugio. De un momento a otro, la angustia que me producía mi situación, el hecho de estar empapada, de tener las manos y los dedos ensangrentados, de estar cubierta de barro, de no saber adónde ir, todo eso parecía menos importante. Podía sobrevivir. Debía seguir caminando, seguir en movimiento, alejarme. Al amanecer volverían a iniciar la persecución. Mas en el calor de la acción, me repetía «soy libre», y mi voz me hacía compañía.
Imperceptiblemente, la selva se hizo más familiar, pasando del mundo oscuro y plano de los ciegos, a un terreno de relieves monocromos. Las formas se hicieron más definidas y finalmente los colores volvieron a tomar posesión del universo: era el alba. Tenía que encontrar un buen escondite.
Apreté el paso, imaginando los reflejos de los guerrilleros y tratando de adivinar sus pensamientos. Quería encontrar un desnivel en el terreno que me permitiera envolverme en mi gran plástico negro y taparme con hojas. En pocos minutos, la selva pasó del azul grisáceo al verde. Debían de ser las cinco de la mañana. Sabía que los tendría en mis talones en cualquier momento. Sin embargo, la selva parecía tan cerrada. Ni un solo ruido, ni un solo movimiento. El tiempo había quedado suspendido.
Me resultaba difícil mantenerme en estado de alerta, engañada por la sensación tranquilizadora que daba la luz del día. Aún así, seguí avanzando con precaución. De repente, sin previo aviso, una gran claridad reventó el espacio. Intrigada, me di media vuelta. A mis espaldas, la selva tenía la misma opacidad. Comprendí, entonces, lo que anunciaba este fenómeno: a pocos pasos, los árboles se abrían para darles paso al cielo y al agua.
Ahí estaba el río. Yo lo veía correr, encabritado, arrastrando con furia árboles enteros que parecían pedir ayuda. El agua bajando a borbotones me acobardó. Había, no obstante, que lanzarse al agua y dejarse llevar. Ese era el precio de la salvación.
Permanecí inmóvil. La ausencia de un peligro inminente reprimió mis instintos de supervivencia y atendí la voz de la prudencia para no tirarme al agua. La cobardía tomaba forma. Aquellos troncos que giraban en el agua y desaparecían para salir a flote más adelante, con sus ramas extendidas hacia el cielo, eran yo misma. Me veía sumergida en ese mar de barro. Mi cobardía inventaba pretextos para aplazar mi partida. Con mi compañera, probablemente no habría dudado; habría visto en esos troncos que arrastraba la corriente unos flotadores salvavidas. Pero tenía miedo. Era un miedo hecho de una serie de patéticos pequeños miedos lamentables. Miedo de volver a estar empapada, ahora que había logrado calentarme con la caminata. Miedo de perder el morral con las escasas provisiones que contenía. Miedo de que la corriente me arrastrara. Miedo de estar sola. Miedo de tener miedo. Miedo de morir estúpidamente.
En medio de esta reflexión que me dejaba vergonzosamente desnuda ante mis propios ojos, comprendí que no era más que un ser mediocre y cualquiera. No había sufrido aún lo suficiente para albergar en las entrañas la rabia necesaria para luchar a muerte por mi libertad. Seguía siendo un perro que, a pesar de los golpes, esperaba su hueso. Miré a mi alrededor, nerviosamente, para encontrar un hueco donde esconderme. Los guardias también llegarían al río y buscarían aquí más que en cualquier otra parte. ¿Regresar a la espesura de la selva? Ya debían de estar siguiéndome el rastro y corría el riesgo de encontrármelos cara a cara.
En la orilla del río había manglares y viejos troncos medio podridos, vestigios de tormentas anteriores. Había uno en particular, de difícil acceso, pero que tenía una hendidura profunda en un costado. Las raíces de los mangles formaban un cerco a su alrededor y lo ocultaban a la vista. Logré llegar al hoyo poniéndome a gatas, y luego arrastrándome y retorciéndome. Lentamente, desdoblé el gran plástico que llevaba en la bota desde un comienzo. Mis medias estaban empapadas, y el plástico también. Lo sacudí mecánicamente y quedé aterrada con el ruido que acababa de hacer. Me detuve en seco y contuve el aliento, para tratar de percibir el menor movimiento en las cercanías. La selva se estaba despertando y el zumbido de los insectos se hacía más fuerte. Más tranquila, retomé la tarea de esconderme bien en la cavidad del tronco, envuelta en mi plástico.
Entonces la vi. Yiseth.
Estaba de espaldas. Había llegado trotando. No llevaba fusil, pero empuñaba un revólver. Tenía puesta una camiseta sin mangas, en tela de camuflado, cuya feminidad le daba un aspecto inofensivo. Se dio media vuelta lentamente y sus ojos se encontraron al instante con los míos. Los cerró un segundo, como para dar gracias al cielo, y se acercó con cautela.

Con una sonrisa triste, me tendió la mano para ayudarme a salir de mi guarida. Yo no tenía otra alternativa. Obedecí. Fue ella quien me dobló cuidadosamente el plástico y me lo aplanó para que lo volviera a meter dentro de la bota. Asintió con la cabeza. Luego, satisfecha, se dirigió a mí como hablándole a un niño. Sus palabras eran extrañas. No tenía el discurso propio de los guardias, siempre cuidadosos de no dejarse coger en flagrancia por algún camarada. En un momento, mirando hacia el río como si hablara consigo misma en voz alta, sus palabras se volvieron tristes y terminó confesándome que ella también había pensado varias veces en escaparse. Le hablé entonces de mis hijos, de mi necesidad de estar con ellos, de mi urgencia de volver a mi hogar. Ella me contó que había dejado a su bebé en casa de su madre, a los pocos meses de nacido. Se mordía los labios y sus ojos negros se llenaban de lágrimas. «Vámonos juntas», le propuse. Me agarró las manos y su mirada volvió a ser fría. «Ellos nos encuentran y nos matan». Le supliqué, apretándole las manos con más fuerza y obligándola a mirarme. Se rehusó tajantemente, volvió a coger su arma y me miró sesgado: «Si me ven hablando con usted me matan. Están aquí cerca. Camine delante de mí y oiga bien lo que le voy a decir». Yo obedecí, recogí mis cosas y me tercié el morral. Ella se pegó a mí y me susurró al oído: «La orden del comandante es maltratarla. Cuando lleguen, la van a gritar, la van a insultar, la van a empujar. No vaya a responderles. No diga nada. Quieren castigarla. Se la van a llevar… solo hombres. Las mujeres tenemos orden de volver al campamento. ¿Me copia?».


© Ingrid Betancourt
No hay silencio que no termine
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