La edad de la inocencia, por Dinapiera Di Donato



               -¿Dejo esa parte?
Todavía creo que se interesará en algo que no sean sus propias anotaciones.         
  
No es un reclamo. Además me conozco Mujeres que corren con los lobos: el alma salvaje, ensimismada puliendo colmillos y a su aire, es la que  te pone a escribir a arañazo limpio, se mea en su territorio, no pase, huélame, aquí estoy yo. Si no, eres un animal frito en la panza de cualquiera. Pero ¿dejo esa parte?, vuelvo a preguntar y ella hace como que  atiende. Y ahora que recuerdo, el manual de las lobas no dice nada sobre las tortibestias. 
           -Que sigas.
La gringa y su mascota se presentaron  como una anunciación, con luz violenta,  ángeles, pistilos y paloma mensajera.  Era 1980, era París, acababa de cocinar trucha con almendras, su pieza de joyería en la sartén, casualmente día de burlar el régimen de pan con mantequilla y pepinillos: no era becaria petrolera como la novia. Que por cierto, qué raro que no ha llegado a recibirlos.
El perro compartió, casi contento, pero la señora Petherbrige no tenía apetito; seguía con la linterna prendida como si todavía estuviera subiendo a las buhardillas, donde a cada tres pisos se apagaba la luz, con ese aire de Winona Ryder en el primer Alien, pidió permiso para tocar su oscura trenza, y entonces, recostados los tres a la turca, el perro en  medio, no había sillas libres, ella terminó mostrando fotografías de un bosque de tamarindos con su orquidiario de corianthes y la iguana Azul posando; trataba de alegrarles la espera con cuentos de Azul, que aún vivía en  su pueblo de origen donde todos eran poetas, hasta los banqueros.

Los políticos, los administradores culturales y toda persona que aprendía a leer y a escribir aspiraba a la salida inminente de un poemario, aunque fuera una vez en la vida, con todas las posibilidades de que fuera excelente; como las telenovelas brasileras. Otro día contaría una que le contaron por carta.

Por ahora la estampa extraterrestre  de una Azul rajada para sacarle los huevos para curar asmas, seguía  pinchada  al  poema francés de la pared dedicado a su novia, que no terminaba de llegar, casi dibujado con su caligrafía de monja iluminista para  hacerla entrar en ese anacronismo  –decía la novia, llamado literatura francesa: Etoile fanée  du jour/ et toujors l’ étoile au coin des lévres/ parce que lasse/ tu dors/ sur mon épaule.   Puro sentimentalismo sonoro, -también dijo, que ya tendría que haber llegado, pero, así, poquito a poco, que perdonara Petherbrige, pero los franceses también tuvieron literatura.

-Puro sentimentalismo musical de panaderos, dice de pronto Petherbrige wagneriana soltando las cibelinas negras, a París no se iba a reverenciar  nada ni nadie. Qué raro,  lo mismo que dice mi novia, pero abría muy grande sus pepas azules y como exagerando el acento norteamericano porque sólo le interesan las lenguas orientales y las amazónicas y de pronto 1900 se instaló en la pieza con una walkiria bien alimentada y un doberman que sólo entendía de antropología y revolución cubana, aquello se empezaba a parecer a la cama de Nathaly Barney soltando piel y sentido práctico  por todas partes así que no sé cómo  terminaron riendo a mares porque el aterciopelado color gris ratón que parecía un doberman  que respondía al femenino  Henrriette estuvo cazándole la trenza y cuando al fin la atrapaba  se la daba a la señora Petherbridge, con ella aún pegada detrás,  hasta que sus pájaros  tocaron a la puerta  pasada la medianoche,  que el chofer estaba listo, que empezaba a nevar. Los cocodrilos de las botas se pusieron ansiosos de nieve, las martas diamante negro les saltaron otra vez al cuello  y el otro animal, Henriette, volvió a sus melancolías. Las chicas de las plumas que se presentaron, la una como asistente de la señora y la otra como veterinaria exilada  Argentina, cuidadora del precioso animal  Henrriette, pusieron cara de asco viendo mi cuarto desde la puerta, lucían  como codornices rellenas, Henrriette puso más cara de grima pero de sólo verlas a ellas. Se notaba que estaba harto de ser un perro existencialista con nombres caprichosos de cachaperas ilustradas. A él le regalé la foto de Azul que se llevó en la boca, otra vez feliz. 

En mi pueblo, seguí, ahora mostraba el álbum entero, se daban bromelias impresentables. Ni góngoras ni albertinas, las alboroseas eran casi castas al lado del gabinete de reconstrucción vaginal que crecía allí. Cuando el río se secaba desaparecían y era un alivio para el puritanismo de entonces. Hasta que volvía el río y más atrás esas mujeres flores lamedoras de los hormigueros. De niña me la pasaba escribiendo en el hormiguero del patio de tamarindos como si se tratara de las escrituras de un catastro que me hacía la dueña de un territorio. Las parásitas, como taras miméticas, cambiaban de color. Las había parecidas a entrañas expuestas y otras crecían como prótesis injertas al cuerpo del hormiguero. Todavía no había aparecido en las miradas un cirujano maestro  asomado sobre las orquídeas erectas de Cataniapo igual que asoman ahora los consumidores de narices, de glúteos, de gramos de pelo y silicona, centímetros de pene y ceja. Quien tuviera ojos que viera. Los insectos que eran orquídeas microscópicas y clítoris crecidos mojados en el río, como se ponían en remojo las planchas dentales del vaso de agua y las inocentes hombreras y pelucas se cocían, se oreaban, se descosían, se pintaban y quitaban colores de ojos y prepucios, vaginas con caninos manchados de rojo, vulvas con luz naranja y sombras azules a punto de silbar, la vida bajo los tamarindos era un laboratorio de mandíbulas incansables pero se expandía como un manuscrito de maleza árabe que mi pena y mi rabia componían. Solamente el haiku podía contener lo que una sola letra del nombre de Sawäb, mi novia de infancia, que un viajero me explicó cuando vio el nombre que tatué en las frutas del taparo cuando yo tenía seis años y me convenció de que  aprendiera a leer y escribir. Árbol sagrado o verbo responder. El que responde cuando llamas. El viajero no volvió, Sawäb tampoco. Azul, la iguana, me seguía por todas partes y le leía mis poemas horrorosos. Lo único que habíamos estudiado Sawäb y yo era algo de Darío y Santa Mistral.
Pero hace rato que el perro Henrriette y la señora Petherbridge recogieron sus rasos y animales desollados para el frío y otras cosas que no sé por qué se las han llevado porque  las asistentes de picos rojos lucen aún más esponjadas. Me vaciaron la pieza.


   Y ella, que hubiera querido que se quedaran hasta la llegada de la otra  que admiraría orgullosa el dibujo de khol que le hizo a la visita, transformada en una catira con ojos de novia de Nefertiti que hicieron ladrar al doberman, primero de susto, después pidiendo caricias de khol porque ni la trucha ni mi pelo le sentaban mal. Ahora las visitas parecen un desnudo en el Nilo, para que cuando aparezca la novia vuelva a decirle que todo lo que tocaba lo volvía Sylvia Kristel  en Emanuelle. Tremendo  halago para las chicas de la generación de su novia que aunque supieran leer la escritura femenina quitándole mariqueras, para la cama sacaban una combinación de transgresiones coloniales de lo negrote grandote con un hada miss universo en cuatro patas. La novia no llegó ni esa noche ni nunca más.
                             
                            -¿Emmanuelle? Hace rato que se había desinteresado en  el cuento de aquellas bollobobas setenteras que se formaban en París.
   - Era la chica holandesa  con ojos de zafiro de una serie supuestamente porno y gafa, casi como Sexo en la ciudad pero destinada a la educación sexual de las estudiantes de humanidades de los años setenta. En una aventura de Bankok  se vistió para un safari y cazó a una mujer para ella sola. Lo malo es que seguía una estética del porno aguado, sentando la  pésima impresión de que dos mujeres en la cama se dedican al ballet y a los arreglos florales.

                           - No descargues con la gimnasia rítmica, te recuerdo lo que le pasó en la cama a dos balletistas de punta, en Valencia. ¿Cómo era eso de las clases de Puericultura con Emanuelle?

   Pero en sus días junto al Sena con aquella novia que encontraba que todo lo que tocaba lo volvía porno, después de la visita de los Petherbrige,  el amor se mudó al elegante Passy. Y con todos los libros que sacaron de su cuarto, quién las entiende, si la mayoría eran de tonterías francesas, pero es que a fin de cuentas la ahora ex se los había regalado con la beca cuando ella prefirió una caja con cama en el séptimo piso, pagado por su cuenta y no compartir gastos de apartamento que no podía. Mi ex solía argumentar que  una intelectual becaria del país jamás se rebajaría a un cuarto de criadita, pero yo distraída, embelesada  con las mariconas canónicas, vivía saboreándome lo mío, a fin de cuentas a los veinticinco todo está lleno de vistas. La ex guerrillera norteamericana sí entendió cómo eran los negocios de las intelectuales en el campo cultural, no había leído El cuarto propio ni La risa de La Medusa ni No hay tiempo para rosas rojas ni Qué carajo hago yo aquí, los himnos de los destapes revolucionarios caraqueños,  ni falta que le hacía, porque se especializó en tercer mundo  donde se conseguían mujeres de buen cuerpo, bien criadas e inofensivas, con inocentes pasiones por los animales o por la solidaridad social o por la moda o por el autoconocimiento.
  

               - Y entonces, ¿dejo esa parte? le pregunto, pero ella aparta su manuscrito y el mío y enciende la pantalla donde un famoso portugués especialista en anos se acaricia mientras una mujer es olida por otra con cuerpo de doberman y brillo de zafiro en la pelambre. Y de todo, ésto es lo más cursi, me dice, esto, bórralo.

Cuando empezaron los rumores  de que yo había enterrado a  Sawäb en los tamarindos me fui de Cataniapo, pero lo que pasó, de eso, mejor que lo escriba  ella.

© Dinapiera Di Donato

Una versión de este relato se editó en el libro Dos Orillas.




Dos Orillas, es una recopilación de cuentos lésbicos en el que participan una veintena de escritoras tanto españolas como americanas que apareció en 2008 en Barcelona, editado por  el Grup E.L.L.E.s en colaboración con la editorial gay y lésbica Egales. Además, han hecho el esfuerzo de crear también una edición en inglés para promocionar las escritoras hispanas en los ambientes anglosajones.
La edición ha estado a cargo  de Minerva Salado. Aparecen en este libro  relatos de Sonia Rivera Valdés, Magaly Sánchez Ochoa, Susana Guzner, Rosamaría Roffiel, Margarita Drago, Helen Dixon, Dinapiera Di Donato, Tatiana de la Tierra, Lola Robles, Odette Alonso, Lucía Suárez Reyes, Mariela Varona Roque, Paquita Suárez Coalla, Isabel Prescolí, Anna Lidia Vega Serova, Jacqueline Herranz Brooks, María Concepción Regueiro, Patricia Toledo, Mabel Cuesta y Artemisa Téllez.