Santiago de Chile, octubre de 2008
la rebelión consiste en mirar una rosa
hasta pulverizarse los ojos
Alejandra Pizarnik
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Ruth Lerner por Paulina Gamus, Diego Arroyo Gil y Delia Beretta de Villarroel / El Nacional, Run.Run.es, mayo-junio 2014
Ruth Lerner 1984 . Foto: Luigi Scotto
Ruth Lerner De Almea: El Vivir Para Los Otros por Paulina Gamus
13 de junio de 2014
La desaparición física de Ruth Lerner de Almea ocurrida como si las casualidades existieran, el pasado 4 de mayo día de la Madre, tuvo que haber sido ampliamente reseñada por la prensa nacional si las circunstancias del país fuesen otras. Serían otras si no existiera el marcado propósito de enterrar no solo los cuerpos de los protagonistas de la historia democrática del país, sino también sus obras y logros. La historia de la educación venezolana en las cuatro décadas que mediaron entre 1958 y 1998, jamás podría ser escrita con apego a la verdad y a la justicia, sin destacar como una de sus más brillantes hacedoras a esa judía nacida en Besarabia pero más venezolana que muchos criollos por generaciones.
Ruth Lerner Nagler, la hija mayor de Noah y Matilde, llegó a Valencia, capital del estado Carabobo cuando escasamente contaba cuatro años de edad y solo hablaba idish, la lengua materna. El español se incorporó muy pronto como el lenguaje vital de Ruth, pero siempre arrastró la erres en su habla, como para que sus orígenes no la abandonaran. Noah el padre, era no solo Jazán o cantor de sinagoga sino también un ferviente lector como lo era su esposa Matilde. En aquella casa sin bienes materiales pero llena de libros, crecieron Ruth y su hermana menor Elisa. Estaban ambas destinadas a compartir con otros lo que aprendían, Ruth como maestra y Elisa como escritora.
Ruth eligió la carrera de la docencia para ejercerla mucho más allá de una simple profesión. Enseñar fue su misión primaria y perenne y lo hizo no solo en forma directa en el aula, sino en todo lo que escribió, planificó y realizó a lo largo de su vida. Le tocó el honor -y a sus beneficiarios el privilegio- de ser la primera presidenta que tuvo la Fundación Gran Mariscal de Ayacucho, creada durante el primer gobierno de Carlos Andrés Pérez. A Ruth le correspondió sentar las bases y delinear los programas delque sería sin duda el proyecto más original y ambicioso de la educación venezolana. Quienes lo criticaron señalándolo como uno de los excesos de la Venezuela saudita, debieron retractarse cuando vieron el resultado: miles de jóvenes que salieron del país para conocer otros mundos, aprender otras lenguas, abandonar la visión parroquial de las cosas y regresar con posgrados y especializaciones que los calificaron como excelentes profesionales. Ruth fue también la primera mujer venezolana en ejercer el cargo de ministra de Educación, sin duda un reconocimiento y un acto de justicia del presidente Jaime Lusinchi a la trayectoria impecable y colmada de frutos, de una vida dedicada a la mejor educación de los venezolanos. La que formaba no solo para el conocimiento sino también para el civismo, la civilidad y la democracia. Más tarde Ruth Lerner sería la primera mujer embajadora de Venezuela en la UNESCO a donde llegó para sentirse como en casa después de haber sido una excelsa funcionaria, directora del programa de becas de ese organismo.
No se puede hablar de Ruth Lerner sin añadir el Almea que siempre llevó con orgullo y que pertenecía a su esposo José. Agregar ese apellido a su identidad fue un acto de amor doloroso y traumático, un drama no solo familiar sino comunitario. Era especialmente difícil que aquella pequeña comunidad ashkenazi en la que todos se conocían y constituían una familia unida por la religión, el idioma y las tradiciones, aceptara el matrimonio de una de sus más preciadas joyas, la brillante hija veinteañera de Noah el Jazán y de Matilde la piadosa idishe mame, con un goi. Ruth demostró entonces su carácter y personalidad, toda la fuerza y valor que hacían falta para desafiar la oposición paterna y el cuestionamiento comunitario. Su matrimonio la enfrentó a otros retos como incursionar en la lucha clandestina contra la dictadura de Pérez Jiménez, el encarcelamiento del esposo y luego el exilio. En los países de Centro América donde les tocó vivir el extrañamiento de su patria -El Salvador y Honduras- el paso de Ruth dejó huellas imperecederas en el desarrollo educativo. Y en esa entrega suya a la educación de niños y jóvenes de países pobres y atrasados, estuvo siempre viva la esencia milenaria del judaísmo: el conocimiento y el saber como el mejor legado a los hijos. Para una educadora desde el corazón como fue Ruth, cada niño, cada joven que pasaba por un aula era un hijo.
Tampoco se puede hablar de Ruth sin destacar su amor incondicional por Venezuela, un amor cuyas dimensiones solo pueden entender aquellos inmigrantes que abandonaron países de climas helados, pobreza infinita y odios religiosos, para encontrar en tierras venezolanas no solo calor climático sino también humano. Son esos inmigrantes a los que le cuesta irse y prefieren quedarse y soportar los cambios que han deteriorado su calidad de vida, antes que volver a lugares a los que no pertenecen, ni siquiera su tierra natal. Todo lo que hizo Ruth, desde su elección de la docencia como profesión, su valiente actuación durante la dictadura perezjimenista, las dificultades del exilio y luego su obra educativa durante los cuarenta años de democracia, fue por amor y eterna gratitud a Venezuela.
Ruth se fue apagando lentamente, la última vez que la visité hace cinco o seis años, aún tenía destellos de su prodigiosa lucidez para interesarse por el devenir político del país y preguntar si era posible y cercano un cambio que significara el rescate de los valores democráticos. José Almea, su compañero de siempre, el “Profe” como lo llamaban los amigos, era como el adivinador de sus palabras, solícito y abnegado en su entrega a quien ya se sabía iba perdiendo contacto con el mundo exterior. Cuando llamé a mi querida Elisa para expresarle mi pesar por la muerte de su hermana mayor, le dije que D.s fue generoso con Ruth al evitarle confrontarse con una realidad que se ha ido haciendo cada día más dolorosa y que es especialmente preocupante en el área de la educación a la que ella dedicósu vida. Algún día, cuando se rescate la verdadera historia contemporánea de Venezuela y se trate con justicia la memoria de los hombres y mujeres que lograron construir una sociedad amante de la libertad, con principios y valores éticos y democráticos, el nombre de Ruth Lerner de Almea estará entre los primeros. Zijroná librajá querida Ruth.
Fuente: Run.Run.es
MORIR EN EL OLVIDO, por Diego Arroyo Gil
Para Elisa, bella de ver y bella de
inteligencia
Esta nota será triste, como un pésame. El domingo
pasado, alrededor de las 11:00 de la mañana, murió una mujer que era, que es
muy importante en Venezuela. Su nombre era Ruth Lerner, y había nacido el 6 de
octubre de 1926, muy lejos de aquí, pero destinada a ser de aquí. Judía hija de
judíos, todos inmigrantes, trabajó siempre, incansablemente, por nuestro país.
Fue talentosa ministra de Educación y embajadora de la nación ante la Unesco, y
el Plan de Becas Gran Mariscal de Ayacucho –labor hermosa e inmensa– lleva su
firma.
Tuvo razón el doctor Ramón J. Velásquez cuando dijo, a
mediados de la década de los años cincuenta, que Ruth Lerner era una venezolana
de un siglo. Quería significar que su amor por esta tierra la había convertido
en hija de ella, la convertía en miembro luminoso de alguna entrañable
genealogía criolla. Pienso ahora, ante la noticia de su muerte, que se trataba
de una filiación afectiva, y que el país –si puede pensarse en él en tanto
familia, como alguna vez afirmó Teresa de la Parra– funciona igual que el
corazón, ese discreto altar donde honramos nuestra vida en común, nuestras fidelidades.
Por Elisa, hermana de Ruth y criatura adorable de la
cultura venezolana, sé que la señora Lerner fue valiente colaboradora de la
clandestinidad que luchó contra la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. Llegó
incluso a ocultar a Leonardo Ruiz Pineda, el memorable dirigente asesinado en
1952 por los esbirros del régimen militar en una calle de San Agustín del Sur,
en Caracas.
Supe también por Elisa que Ruth, llegada al país
procedente de Rumania, se iba a la plaza Bolívar de Valencia a decir poemas.
Era su respuesta a las burlas que recibía de parte de sus compañeras de colegio
a propósito de que su castellano era entonces muy precario. Gracias a esa
imagen entiendo que hacerse una vida quiere decir hacerse de una lengua, y veo
asimismo que, como su hermana, Elisa Lerner –Premio Nacional de Literatura– es
un ejemplo de trabajo en la apasionada tarea de hallar una voz para darle una
voz a su pueblo.
Espero que no sea una infidencia contar que doña Ruth
alguna vez confió no entender cómo los jóvenes –que fueron su primera y última
ocupación– habían votado por Chávez. Se deprimió, dicen, y ese desconcierto fue
la antesala de un Alzheimer en cuyas brumas se murió hace cuatro días. A razón
de su fallecimiento comentaba con un amigo, el profesor Jaime López-Sanz, que
Venezuela es un país con mucha historia, pero con una memoria demasiado frágil.
Quizá por eso la familia Lerner ha decidido que el cuerpo de Ruth repose en una
“urna modesta” (literal). Tienen razón al pensar que los triunfos de la
civilidad, nada vistosos delante de la monstruosidad de nuestro destino
pretendidamente heroico, no pasan de ser un chisme decoroso. Nuestra fatalidad.
Por los tiempos que corren, resulta revelador –aunque
no extraño– que Ruth Lerner haya muerto en el olvido: en el suyo propio y en el
de una Venezuela atolondrada que trata de encontrar un rumbo en la oscuridad.
Dudo mucho que el actual ministro de Educación sepa quién era, cuál es el
legado de una mujer que lo antecedió bellamente en su cargo, hoy tan venido a
menos. Está bien. Es preferible que no la mencione. ¿Qué sentido tendría que
una boca tan sucia, de un español bastardo, básico, irreproducible, pronunciara
un nombre luminoso?
Dios cuide con esmero a Ruth Lerner. Ella cuidó con
esmero de nosotros. Qué bueno que, pese a todo, nos quede Elisa. Es una
escritora en cuya palabra sigue apareciendo, cual Helena de Troya ante la
mirada atónita por el asomo sanador de la belleza, el alba del horizonte.
© Diego Arroyo Gil
Caracas 14 de mayo de 2014
El Nacional
Fuente: El Nacional
Reto a la vida para servir siempre
La profesora Delia Beretta de Villarroel brinda una ruta cronológica que acerca a la biografía de Ruth Lerner de Almea, luminosa ex ministra de Educación, presidenta de la Fundación Gran Mariscal de Ayacucho y hermana de la escritora Elisa Lerner. Esta figura clave para el proceso de implantación de la educación democrática en la Venezuela de mediados de siglo XX falleció el pasado 12 de mayo, por ello este homenaje escrito
DELIA BERETTA DE VILLARROEL30 DE MAYO 2014 - 07:12 AM
1930 a 1945
En la cubierta del barco una pequeñita corretea, alegre y despreocupada. Su madre Matilde la observa en silencio, voltea con ansiedad hacia la tierra que ya se divisa, van a “hacer América”, van a Venezuela. Su esposo, Noah Lerner, llegará al encuentro de sus dos amores, para reconstituir su amada familia, en esta patria nueva que les ha abierto los brazos. La niña ha dejado de corretear y se acurruca a las faldas de la madre, pero su curiosidad hace que se levante a ver el movimiento de la llegada. Ruth, que es el nombre de la niña, ya está en brazos del amoroso padre.
Se instalan en Valencia, en donde nace la hermana menor, Elisa, y luego, definitivamente en Caracas, donde permanecerán para siempre.
Matilde se ingenió para orientar a sus dos hijas hacia sus vocaciones naturales. Ruth educadora, Elisa escritora. Con el padre Noah las dos aprendieron a “ir por la vida impolutas y serenas”.
Ruth estará destinada a ser “una de los grandes forjadores del proceso irreversible que democratizó la educación en Venezuela”. En Elisa vencerá el deseo de trascender por su escritura que por su apego a las leyes.
Ruth egresa del Liceo Fermín Toro e ingresa al Instituto Pedagógico Nacional para ejercer la docencia en las especialidades de Biología y Química, de donde egresa en 1945 como integrante de la Promoción José María Vargas, habiendo compartido con profesores y compañeros de estudio que también llegarían a ser grandes figuras de la educación venezolana, entre los cuales podemos recordar a Luis Beltrán Prieto, Augusto Pi Suñer, Mariano Picón Salas, Olinto Camacho, Juan David García Baca, Eduardo Crema, Francisco Tamayo; José Vicente Scorza, Luis Manuel Peñalver, Manuel Montaner, Enrique Vásquez Fermín, Ignacio Burk, Humberto García Arocha, José Almea (quien será su esposo, padre de sus hijas y compañero eterno).
Fue gremialista y participó de dos instituciones gremiales que habían sido creadas: una en 1932, que después se llamó Federación Venezolana de Maestros, y otra, en 1943, el Colegio de Profesores de Venezuela.
1945 a 1948
Ruth comenzó a dar clases en el Liceo Fermín Toro y, después de un breve noviazgo, contrajo matrimonio en 1947 con su compañero de promoción José Almea, decisión que constituyó la primera gran muestra del carácter indoblegable de Ruth.
Este trienio significó esfuerzos y entusiasmo para la población venezolana: se inició un gran proceso de alfabetización; se eligió, por primera vez, al Presidente de la República mediante el voto universal, directo y secreto –de la cual salió electo el escritor Rómulo Gallegos, con más de 76% de los votos–; hubo un gran crecimiento de la matrícula escolar; se promulgó la primera Ley Orgánica de Educación, la Ley de Reforma Agraria; se asumió una actitud de dignificación con el petróleo al establecerse lo que se llamó el Fifty-Fifty; se sancionó una nueva Constitución Nacional, que no fue puesta en funciones por el golpe de Estado del 24 de noviembre de 1948. Ruth y José Almea fueron activos participantes de los adelantos de ese trienio.
A la caída del gobierno constitucional de Rómulo Gallegos, los esposos Almea enfrentaron con valentía los desmanes de la naciente dictadura y expusieron su propia seguridad al dar cobijo, en su casa, a perseguidos del régimen, entre otros, a Leonardo Ruiz Pineda y Alberto Carnevali. El propio José Almea fue aprehendido, encerrado en la cárcel y torturado. Debieron salir del país y se asilaron en México, luego en El Salvador y por último en Honduras. Fueron días difíciles que consolidaron a la pareja y quedó “definida para siempre la personalidad de esta extraordinaria mujer.”
En Honduras, Ruth, que era muy joven, fue nombrada directora fundadora de la Escuela Superior del Profesorado Francisco Morazán, reto del cual salió airosa con su esfuerzo y con la permanente orientación del gran maestro Luis Beltrán Prieto.
A los pocos días de la caída de la dictadura, el 23 de enero de 1958, la pareja Almea Lerner regresó a Venezuela.
1958 a 1984
Nuevamente en este período, ya en democracia, la Educación como la Medicina y otras ciencias empezaron a avanzar. El acceso a la educación se hizo universal porque comenzó a permear a todos los estratos de la población.
Sin embargo, había algo que la pareja no había logrado y que constituía el reto más trascendente de esta extraordinaria mujer; tenían quince años de casados y no habían podido concebir los hijos que tanto deseaban y esperaban. Ruth casi había agotado todas las pruebas, hasta que al fin los médicos le dieron la buena noticia de la seguridad de su primer embarazo y llegó Eva, en 1963, para completar la felicidad de los esposos y curar su angustia existencial y, a los pocos años, se apareció Noemí, la segunda hija, para rebosar aquella alegría primigenia. Ahora si estaba Ruth de acuerdo con su amigo Andrés Eloy Blanco cuando sentenció: “Cuando se tienen dos hijos se tiene todo el miedo del planeta”.
Y ahora Ruth si tenía todo el miedo del planeta porque debía amalgamar y combinar su capacidad de lucha: “encontrar salidas que le permitieran atender las obligaciones profesionales sin descuidar el carácter prioritario de su condición de madre”.
Durante esos años Ruth siguió siendo protagonista de la implantación de nuestra educación democrática: fue nombrada directora de la Escuela Normal Gran Colombia, directora fundadora del Instituto Experimental de Formación Docente, y del Liceo de Ensayo L. M. Urbaneja Achelpohl, en todos los cuales pudo cumplir a cabalidad sus funciones docentes y superar con creces las expectativas de su actuación directiva.
Sin embargo, allí no terminan sus excelentes servicios en ese período, pues de 1976 a 1979 fue nombrada presidenta de la Fundación Gran Mariscal de Ayacucho mediante la cual, en esos tres primeros años, cuarenta y tres mil jóvenes venezolanos, de diferentes estratos sociales, tuvieron la oportunidad de formarse en pregrado y postgrado en las más acreditadas universidades del mundo. Y fue nuestra Ruth la gran impulsora de este maravilloso programa, hoy en día casi desaparecido.
1984 a 1992
Otro cargo que dejó hondas huellas en Venezuela fue la interesante circunstancia de haber sido Ruth la primera mujer nombrada Ministra de Educación en nuestro país. Eso ocurrió en 1984 y, aunque sólo ejerció el cargo por un año, su trabajo fue intenso y fructífero y, entre otras muchas actividades de relevancia, podemos mencionar la decisión que tomó de implantar un nuevo currículo para la educación preescolar, básica y media: se elaboraron textos para todos los docentes por grados y especialidades, incluyendo, además, el Manual del Docente y el Manual de Evaluación. Lo cual, afortunadamente, fue continuado por todos los ministros de educación de ese quinquenio y culminado por la segunda ministra, la profesora Laura Castillo de Gurfinkel en 1989.
Tampoco termina aquí la labor educativa de Ruth ya que fue nombrada por el Presidente de la República, Carlos Andrés Pérez, como embajadora de Venezuela ante la Unesco, de 1989 a 1994, desde donde pudo proyectar hacia el mundo los logros educativos de nuestro país. En la Unesco coordinó el área de educación del Grupo Latinoamericano y del Caribe (Grulac) y ejerció, además, la presidencia del Grupo de los 77, el cual reunía a naciones con dificultades sociales, políticas, económicas y culturales. Bajo la presidencia de Ruth se logró que este grupo actuara como un bloque para conseguir avances en educación.
Ya en Venezuela, a partir de 1994, la profesora Ruth Lerner de Almea estuvo vinculada con la Universidad Experimental Simón Rodríguez.
El momento es oportuno para recordar ante su bella familia: Eva, Noemí, Elisa, Claudio, Claudia, María Cristina, Sofía y Coromoto las palabras que le dedicó el profesor Horacio Vanegas, a su salida del Ministerio de Educación: “Mi dama de primera, la primera Ministra de Educación que hemos tenido puede irse tranquila, sin que esta pasantía tan breve por tan espinosa senda haya menguado su prestigio, y conservar altiva su cabeza y claro el entendimiento para servir de nuevo, Para servir siempre”.
Y eso fue lo que hizo Ruth, servir siempre. Y podemos aplicarle las palabras de la Madre Teresa de Calcuta: “Bienaventurados los que saben dar sin recordar y recibir sin olvidar”.
Delia Beretta de Villarroel
Caracas, 30 de mayo de 2014
El Nacional
Fuente: El Nacional
Argentina, Gran Bretaña y las Islas Malvinas-Falkland: el reclamo de un ladrón a otro / artículo de viviana marcela iriart, 21 de abril de 2014
Cada vez que se agita la bandera del nacionalismo se entierra la bandera de la humanidad.
Argentina reclama la devolución del “territorio argentino ocupado”[1] por Gran Bretaña en 1833, las Malvinas-Falkland, argumentando que su ocupación es un acto de colonialismo y su devolución terminaría “con los últimos vestigios de colonialismo”.[2] Dicho reclamo es apoyado por el Comité de Descolonización de las Naciones Unidas, entre otros muchos organismos internacionales.
Aplicando el mismo argumento, Argentina entonces debería dejar de ser colonialista y devolver los territorios de los pueblos originarios invadidos por España, territorios sobre los cuales se levanta la nación argentina y que los pueblos originarios reclaman desde hace décadas.
Y entonces que el pueblo argentino arme sus maletas y regrese a Europa y África, los continentes de sus ancestros.
O, si los pueblos originarios lo permitieran, sigan viviendo en los territorios devueltos sometiéndose a las leyes y autoridades de dichos pueblos. Y que se olviden de su bandera, su himno, su lengua, su cultura.
Es lo que hizo España cuando recuperó su territorio después de 700 años de ocupación mora.
Es lo que le hizo la dictadura argentina al pueblo de las Malvinas-Falkland cuando les invadió en 1982 con el apoyo masivo, importante no olvidar, del pueblo argentino.
Pero si 522 años de invasión de los territorios de los pueblos originarios le dan al pueblo argentino el derecho a vivir en esas tierras y considerarse dueño de las mismas, y no colonizadores, ¿por qué motivo el pueblo de las Malvinas-Falkland no tiene el mismo derecho después de casi 200 años de invasión de las islas que habían sido invadidas por España?
Lamento profundamente la muerte de los soldados argentinos, jóvenes conscriptos de 18 y 20 años obligados por la dictadura a ir a la guerra.
Lamento profundamente las heridas físicas y psicológicas de los jóvenes conscriptos que sobrevivieron.
Ellos no son solamente ex combatientes, son también ex víctimas de la dictadura que en 1982, en apenas 6 años, ya había detenido-desaparecido 30.000 personas, incluidos bebés nacidos en cautiverio, en 340 campos de exterminio en toda Argentina.
Contradictoriamente, desde mi punto de vista, todos los 24 de marzo se condena lo que esa dictadura le hizo al pueblo argentino y el 2 de abril se celebra lo que esa dictadura le hizo al pueblo de las Malvinas-Falkland. Cada vez que se agita la bandera del nacionalismo se entierra la bandera de la humanidad.
Lamento el dolor, y tal vez la rabia, que este artículo pueda causarle a los ex combatientes y desde ya les pido disculpas y les digo que por ustedes siento un profundo respeto.
Pero no lamento que se haya perdido la guerra. Porque el triunfo británico fue la derrota de la dictadura y el triunfo de la democracia argentina.
Y tampoco lo lamento porque mientras el estado argentino no le devuelva a los pueblos originarios sus territorios, su reclamo a Gran Bretaña de devolución de las Malvinas-Falkland no es más que el reclamo de un ladrón a otro.
O de un colonizador a otro.
16 de abril de 2014
Fuente mapa: Chilealsegundo
Julio Cortázar recordado por Mario Vargas Llosa : La trompeta de Deyá / 29 de Julio de 1991, El País, Madrid
“Probablemente ningún otro escritor dio al juego la dignidad literaria que Cortázar ni hizo del juego un instrumento de creación y exploración artística tan útil y provechoso como él.”
Aquel domingo de 1984 acababa de instalarme en mi escritorio para escribir un artículo, cuando sonó el teléfono. Hice algo que ya entonces no hacía nunca: levantar el auricular. "Julio Cortázar ha muerto -ordenó la voz-. Dícteme su comentario".Pensé en un verso de Vallejo -"Español de puro bestia"- y, balbuceando, le obedecí. Pero aquel domingo, en vez de escribir el artículo, me quedé hojeando y releyendo alguno de sus cuentos y páginas de sus novelas que mi memoria conservaba muy vivos. Hacía tiempo que no sabía nada de él. No sospechaba ni su larga enfermedad ni su dolorosa agonía. Pero me alegró mucho saber que Aurora había estado a su lado en estos últimos meses y que, gracias a ella, tuvo un entierro sobrio, sin las previsibles payasadas de los cuervos revolucionarios.
Los había conocido a ambos un cuarto de siglo atrás, en casa de un amigo común, en París, y desde entonces, hasta la última vez que los vi juntos, en 1967, en Grecia -donde oficiábamos de traductores, en una conferencia internacional sobre algodón- nunca dejé de maravillarme con el espectáculo que significaba ver y oír conversar a Aurora y Julio, en tándem. Todos los demás parecíamos sobrar. Todo lo que decían era inteligente, culto, divertido, vital. Muchas veces pensé: "No pueden ser siempre así. Esas conversaciones las ensayan, en casa, para deslumbrar luego a los interlocutores con las anécdotas inusitadas, las citas brillantísimas, las bromas que, en el momento oportuno, descargan el clima intelectual".
Se pasaban los temas el uno al otro como dos consumados acróbatas y con ellos uno no se aburría nunca. La perfecta complicidad, la secreta Inteligencia que parecía unirlos era algo que yo admiraba y envidiaba en la pareja tanto como su simpatía, su compromiso con la literatura -que daba la impresión de ser exclusivo, excluyente y total- y su generosidad para con todo el mundo, y sobre todo, los aprendices como yo.
Era difícil determinar quién había leído más y mejor, y cuál de los dos decía cosas más agudas e inesperadas sobre libros y autores. Que Julio escribiera y Aurora sólo tradujera (en su caso ese sólo quiere decir todo lo contrario de lo que parece claro está) es algo que yo siempre supuse provisional, un transitorio sacrificio de Aurora para que, en la familia, hubiera de momento nada más que un escritor. Ahora, que vuelvo a verla, después de tantos años, me muerdo la lengua las dos o tres veces que estoy a punto de preguntarle si tiene muchas cosas escritas, si va a decidirse por fin a publicar... Luce los cabellos grises, pero, en lo demás, es la misma. Pequeña, menuda, con esos grandes ojos azules llenos de inteligencia y la abrumadora vitalidad de antaño. Baja y sube las peñas mallorquinas de Deyá con una agilidad que a mí me deja todo el tiempo rezagado y con palpitaciones. También ella, a su modo, luce aquella virtud cortazariana por excelencia: ser una variante de Dorian Gray.
Aquella noche de 1958 me sentaron junto a un muchacho muy alto y delgado, de cabellos cortísimos, lampiño, de grandes manos que movía al hablar. Había publicado ya un librito de cuentos y estaba por publicar una segunda recopilación, en una pequeña colección que dirigía Juan José Arreola, en México. Yo estaba por publicar, también, un libro de relatos y cambiamos experiencias y proyectos, como dos jovencitos que hacen su vela de armas literaria. Sólo al despedirnos me enteré -pasmado- que era el autor de Bestiario y de tantos textos leídos en la revista de Borges y Victoria Ocampo, Sur, y el admirable traductor de las obras completas de Poe que yo había leído en dos voluminosos tomos publicados por la Universidad de Puerto Rico. Parecía mi contemporáneo y, en realidad, era veintidós años mayor que yo.
Durante los años sesenta, y, en especial los siete que viví en París, fue uno de mis mejores amigos, y, también, algo así como mi modelo y mi mentor. Yo admiraba su vida, sus ritos, sus manías y sus costumbres tanto como la facilidad y la limpieza de su prosa y esa apariencia cotidiana, doméstica y risueña, que en sus cuentos y novelas adoptaban los temas fantásticos. Cada vez que él y Aurora llamaban para invitarme a cenar -al pequeño apartamento vecino a la rue de Sèvres, primero, y luego a la casita en espiral de la rue du Général Beuret- era la fiesta y la felicidad. Me fascinaba ese tablero con recortes de noticias insólitas y los objetos inverosímiles que recogía o fabricaba, y ese recinto misterioso que, según la leyenda, existía en su casa, en el que Julio se encerraba a tocar la trompeta y a jugar: el cuarto de los juguetes. Conocía un París secreto y mágico, que no figuraba en guía alguna, y de cada encuentro con él yo salía cargado de tesoros: películas que ver, exposiciones que visitar, rincones por los que merodear, poetas que descubrir y hasta un congreso de brujas en la Mutualité que a mí me aburrió sobremanera pero que él evocaría después, maravillosamente, como un jocoso apocalipsis.
Con ese Julio Cortázar era posible ser amigo pero imposible intimar y esa distancia que él sabía imponer, gracias a un sistema de cortesías y de reglas a las que había que someterse para conservar su amistad, era uno de los encantos del personaje: lo nimbaba de cierto misterio, daba a su vida una dimensión secreta que parecía ser la fuente de ese fondo inquietante, irracional y violento, que transparecía a veces en sus textos, aun los más juguetones y risueños. Era un hombre eminentemente privado, con un mundo interior construido y preservado como una obra de arte al que probablemente sólo Aurora tenía acceso, y para el que nada, fuera de la literatura, parecía importar, acaso existir.
Esto no significa que fuera libresco, erudito, intelectual, a la manera de un Borges, por ejemplo, que con toda justicia escribió: "Muchas cosas he leído y pocas he vivido". En Julio la literatura parecía disolverse en la experiencia cotidiana e impregnar toda la vida, animándola y enriqueciéndola con un fulgor particular sin privarla de savia, de instinto, de espontaneidad. Probablemente ningún otro escritor dio al juego la dignidad literaria que Cortázar ni hizo del juego un instrumento de creación y exploración artística tan útil y provechoso como él. Pero diciéndolo de este modo tan serio, altero la verdad: porque Julio no jugaba para hacer literatura. Para él escribir era jugar, divertirse, organizar la vida -las palabras, las ideas con la arbitrariedad, la libertad, la fantasía y la irresponsabilidad con que lo hacen los niños o los locos. Pero jugando de este modo la obra de Cortázar abrió puertas inéditas, llegó a mostrar unos fondos desconocidos de la condición humana y a rozar lo trascendente, algo que seguramente él nunca se propuso. No es casual -o más bien sí lo es, pero en ese sentido de "orden de lo casual" que él describió en una de sus ficciones- que la más ambiciosa de sus novelas tuviera como título Rayuela, un juego de niños.
El cambio de Cortázar -el más extraordinario que me haya tocado ver nunca en ser alguno, una mutación que muchas veces se me ocurrió comparar con la que experimenta el narrador de ese relato suyo,Axolotl, en que aquél se transforma en el pececillo que está observando- ocurrió, según la versión oficial -que él mismo consagró- en el Mayo francés del 68. Se le vio entonces en las barricadas de París, repartiendo hojas volanderas de su invención, y confundido con los estudiantes que querían llevar "la imaginación al poder". Tenía cincuenta y cuatro años. Los 16 que le faltaban vivir sería el escritor comprometido con el socialismo, el defensor de Cuba y Nicaragua, el firmante de manifiestos y el habitué de congresos revolucionarios que fue hasta el final.
En su caso, a diferencia de tantos colegas nuestros que optaron por una militancia semejante pero por esnobismo u oportunismo -un modus vivendi y una manera de escalar posiciones en el establecimiento intelectual, que era y en cierta forma sigue siendo monopolio de la izquierda en el mundo de lengua española-, esta mudanza fue genuina, más dictada por la ética que por la ideología (a la que siguió siendo alérgico) y de una coherencia total. Su vida se organizó en función de ella, y se volvió pública, casi promiscua, y su obra se dispersó en la circunstancia y en la actualidad, hasta parecer escrita por otra persona, muy distinta de aquella que, antes, percibía la política como algo muy lejano y con irónico desdén. (Recuerdo la vez que quise presentarle a Juan Goytisolo: "Me abstengo -bromeó-. Es demasiado político para mí"). Como en la primera, aunque de una manera distinta, en esta segunda etapa de su vida, dio más de lo que recibió, y aunque creo que se equivocó muchas veces aquella en que afirmó que todos los crímenes del estalinismo eran un mero accident de parcours del comunismo-, incluso en esas equivocaciones había tan manifiestas inocencia e ingenuidad que era difícil perderle el respeto. Yo no se lo perdí nunca, ni tampoco el cariño y la amistad, que -aunque a la distancia- sobrevivieron a todas nuestras discrepancias políticas.
Pero el cambio de Julio fue mucho más profundo y abarcador que el de la acción política. Yo estoy seguro de que empezó un año antes del 68, al separarse de Aurora. En 1967, ya lo dije, estuvimos los tres en Grecia, trabajando juntos como traductores. Pasábamos la mañana y la tarde sentados a la misma mesa, en la sala de conferencias del Hilton, y las noches en los restaurantes de Plaka, al pie de la Acrópolis, donde infaliblemente íbamos a cenar. Y juntos recorrimos museos, iglesias ortodoxas, templos, y la islita de Hydra. Cuando regresó a Londres, le dije a Patricia: "La pareja perfecta existe. Aurora y Julio han sabido realizar ese milagro: un matrimonio feliz". Pocos días después recibí carta de Julio anunciándome su separación. Creo que nunca me he sentido tan despistado.
La próxima vez que lo volví a ver, en Londres, con su nueva pareja, era otra persona. Se había dejado crecer el cabello y tenía unas barbas rojizas e imponentes, de profeta bíblico. Me hizo llevarlo a comprar revistas eróticas y hablaba de marihuana, de mujeres, de revolución, como antes de jazz y de fantasmas. Había siempre en él esa simpatía cálida, esa falta total de la pretensión y de las poses que casi inevitablemente aquejan a los escritores de éxito a partir de los cincuenta años, e incluso cabía decir que se había vuelto más fresco y juvenil, pero costaba trabajo relacionarlo con el de antes. Todas las veces que lo vi después -en Barcelona, en Cuba, en Londres o en París, en congresos o mesas redondas, en reuniones sociales o conspiratorias- me quedé cada vez más perplejo que la vez anterior: ¿era él? ¿Era Julio Cortázar? Desde luego que lo era, pero como el gusanito que se volvió mariposa o el fakir del cuento que luego de soñar con maharajás, abrió los ojos y estaba sentado en un trono, rodeado de cortesanos que le rendían pleitesía.
Este otro Julio Cortázar, me parece, fue menos personal y creador como escritor que el pnimigenio. Pero tengo la sospecha de que, compensatoriamente, tuvo una vida más intensa y, acaso, más feliz que aquella de antes, en la que, como dijo, la existencia se resumía para él en un libro. Por lo menos, todas las veces que lo vi me pareció joven, exaltado, dispuesto. Pero, eso, no hay manera de saberlo con certeza, desde luego.
Si alguien lo sabe, debe ser Aurora, por supuesto. Yo no cometo la impertinencia de preguntárselo. Ni siquiera hablamos mucho de Julio, en estos días calientes de Deyá, aunque él está siempre allí, detrás de todas las conversaciones, llevando el contrapunto con la destreza de entonces. La casita, medio escondida entre los olivos, los cipreses, las buganvillas, los limoneros y las hortensias, tiene el orden y la limpieza mental de Aurora, naturalmente, y es un inmenso placer sentir, en la pequeña terraza junto a la quebrada, la decadencia del día, la, brisa del anochecer, y ver aparecer el cuerno de la luna en lo alto del cerro. De rato en rato, oigo desafinar una trompeta. No hay nadie por los alrededores. El sonido sale, pues, de ese cartel del fondo de la sala, donde un chiquillo larguirucho y lampiño, con el pelo cortado a lo alemán y una camiseta de mangas cortas -el Julio Cortázar que yo conocí- juega a su juego favorito.
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© Mario Vargas Llosa 1991.
29 de Julio de 1991
El País, Madrid
Fuente: El País
¡BRAVO JULIO CORTÁZAR !
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26 Agosto 1914 - 12 Febrero 1984 /
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26 agosto 1914 - 12 fevereiro 1984
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