la rebelión consiste en mirar una rosa

hasta pulverizarse los ojos


Alejandra Pizarnik


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"Ana Frank: Una historia vigente/ Semana de Reflexión" organizado por Espacio Anna Frank y Universidad de Carabobo en Valencia del 23 al 29 de abril de 2012


Dos sobrevivientes del Holocausto, la señora Trudi Spira y el señor  Simón Feuerberg 
estarán  dando su testimonio.






El Espacio Anna Frank de Caracas junto con la Universidad de Carabobo inaguraron este lunes 23 de abril de 2012   la exposición "Anna Frank: Una Historia Vigente/Semana de Reflexión" en la Galería Universitaria Braulio Salazar, Plaza Prebo, Valencia, con gran afluencia de público. Por Espacio Anna Frank habló la licenciada Carolina Jaimes Branger y por la Universidad de Carabobo la rectora Jessy Divo de Romero.

La exposición incluye el testimonio de dos sobrevivientes del Holocausto: el señor Simón Feuerberg que testimoniará el martes 24 y la señora Trudi Spira, que lo hará el viernes 27, ambos a las 9:30  de la mañana.

 El miércoles 25 se proyectará la película "Escritores de la Libertad" y  el jueves 26 " El Niño con la piyama de rayas".

Todas las actividades son gratuitas y se realizarán visitas guiadas a los colegios.









Especial Laura Alcoba: entrevistas de A. De Núñez, abril 2012 / C. Papaleo, Alemania 2010 y El Ciudadano, 2008


Laura Alcoba: La clandestina platense



Su nueva novela, Los pasajeros del Anna C., está situada en Argentina de los años setenta: Manuel y Soledad, una pareja joven, se embarca a Cuba. Son parte de un grupo denominado "Los cinco de La Plata" y van a formarse política y militarmente. La autora vive en París desde 1979 y escribe en francés, pero sus temas son siempre argentinos.


LOS PASAJEROS DEL ANNA C. "Es una novela sobre la confrontación entre el ideal y la realidad", dice Laura Alcoba.

De algo no hay dudas: Laura Alcoba es una escritora. Por el resto, todo se complica. Después de haber publicado dos novelas, las ediciones Edhasa preparan hoy la salida de una tercera, Los pasajeros del Anna C., catalogada en literatura hispánica: ironía de la actualidad, Leopoldo Brizuela, su traductor, acaba de ganar el premio Alfaguara.

Poco importa si en Francia la autora argentina es considerada como "escritora francesa", publicando en la prestigiosa colección Blanche de las ediciones Gallimard (dedicada a las letras francesas). Su última novela –que la autora presentará próximamente en la Feria del libro de Buenos Aires– sale en Argentina solamente tres meses después de la publicación francesa. .

En las cortas biografías de sus editores, Laura Alcoba nace en 1968 y vive hasta sus diez años en Argentina. También de eso estamos seguros. Se suele destacar además su formación académica: Alcoba es normalienne, es decir, alumna de la École normale supérieure, la aristocracia de la élite republicana francesa. No se cuentan más los ministros, presidentes o escritores egresados de la famosa institución fundada en el año III del calendario revolucionario francés (1794-1795). El mismo Jean-Paul Sartre rechazó toda su vida las insignias honoríficas –incluso la del Premio Nobel– salvo su título de normalien.

De lo académico Laura Alcoba conservó el uniforme, pero el de profesora de literatura hispánica especialista del Siglo de Oro español en la universidad de Nanterre. Hasta ahora la biografía anunciada de una escritora "Nacida tal año, en tal lugar…" Y si, ¿en qué lugar ? En La Plata, la ciudad donde transcurre la acción de la primera novela La casa de los conejos, en la que la autora reconstruye su infancia clandestina en la tristemente conocida Casa Mariani-Teruggi: "Voy a evocar al fin toda aquella locura argentina, todos aquellos seres arrebatados por la violencia. Me he decidido, porque muy a menudo pienso en los muertos, pero también porque ahora sé que no hay que olvidarse de los vivos. Más aún: estoy convencida de que es imprescindible pensar en ellos. Esforzarse por hacerles, también a ellos un lugar". La escritura tenía que empezar por ahí, como una promesa hecha al fantasma de Diana Teruggi.

Hoy en París, con su tercera novela Laura Alcoba nos cita en un barrio que de popular se transformó en uno de moda de la capital, cerca de su casa, en el histórico Marché des enfants rouges (ver video).


Entrevista a Laura Alcoba



Si bien precisa que "mi nacimiento no es el objeto del libro", se trata de la historia de una cierta juventud de izquierda en aquellos años 70, guiada por el "seamos realistas y hagamos lo imposible", con el único deseo de integrar la columna del Che. Soledad y Manuel son los falsos nombres de los protagonistas de la novela y verdaderos padres de la autora. Con ellos, dos testimonios y la voz del filósofo pero también actor y teórico de la guerrilla cubana, Régis Debray,  se teje un viaje intimista e histórico.

A pesar del escepticismo de Debray, autor de las páginas más sinceras que se escribieron sobre las esperanzas perdidas, Laura Alcoba decide explorar la selva cubana porque son demasiadas las preguntas sin respuesta, demasiado grande el culto del secreto. Alcoba quiere romper el principio de silencio fundamental para la sobrevida de las fuerzas revolucionarias y desafiar el misterio de su nacimiento en la Habana. La mentira administrativa que la hizo nacer en La Plata queda sin embargo como única verdad: "La pregunta sobre mi identidad al nacer que sigo sin conocer…ahí se gesta lo que se va a vivir posteriormente, que empecé a contar en la Casa de los conejos. En estos cambios de identidad múltiples, a veces es como si la memoria de unos y otros se hubiese perdido, y yo trato de encontrar un camino y trazar una historia con muchas dudas. Las dudas tienen un lugar en el libro, para mí son importantes, dicen mucho de esa generación, de esa época… Finalmente no tenía ninguna fotografía, ningún documento impreso, sólo tenía relatos, hay algo también ahí de cuento, de cuentos contradictorios".

Para Laura Alcoba la diferencia entre las dos grandes familias de armas no tienen secreto: por un lado las americanas, por el otro las soviéticas, siempre más pesadas. Kalachnikov con la célebre AK-47, AK-59 y la ametralladora liviana RPD, ideal para la guerrilla dice el oficial cubano. Esa fue la primera lección que aprendieron sus padres, en el coqueto barrio de Miramar en La Habana, vestigio de un pasado reciente… Los adolescentes sueñan de Revolución con una R mayúscula.

Con la certeza que la literatura de Laura Alcoba es más fuerte y seguramente más liviana que un AK-47 partimos con la última generación lírica, en un viaje iniciático de La Plata a Cuba, pasando por París y Praga. Sin juzgar, sin buscar héroes, revivimos gran parte de una reciente y dolorosa historia latinoamericana donde el diálogo entre los vivos y los muertos todavía no terminó.


© Alejandro De Núñez
 Revista Ñ, Clarín
París, abril 2012




LOS PASAJEROS DEL ANNA C./ Editorial Edhasa


A mediados de la década del sesenta, la revolución parecía ser un futuro a punto de volverse presente. Pero no se podía dejar su concreción en manos del destino, había que involucrarse, hacerla posible en cada lugar. También en Argentina. Con ese objetivo, una juvenil pareja, Manuel y Soledad, se embarcan a Cuba. Son parte de un grupo denominado “Los cinco de La Plata”, y van a formarse política y militarmente. La Habana, suponen, será el espacio donde los sueños empezarán a materializarse.

Sin embargo, suponen mal. A poco de llegar, descubren que los cubanos esperaban un quinteto de militantes calificado, no a unos inexpertos entusiastas. Es el año 1966, y el Che prepara su viaje final a Bolivia. No es un momento de cabildeos, sino de urgencias, lucha y muerte. Al mismo tiempo, la ilusión de un mundo mejor que guiaba sus conciencias se estrella contra conductas indignas, divisiones y míseras luchas de poder.
Cuando casi dos años más tarde  el grupo vuelve a Buenos Aires en el crucero Anna C., los anhelos juveniles vacilan, y en algún caso se desmoronan. El Che ha muerto, la política argentina se interna en un espiral de violencia, nada es tan sencillo y directo como un día pareció. Y además, Soledad tuvo una hija. Esa hija, hoy una mujer, es la narradora de esta novela.

Los pasajeros del Anna C. es una narración fascinante que a partir de la vida de una serie de personajes, todos ellos reales, logra plasmar los anhelos, temores y ambigüedades de una generación que se entregó a la militancia revolucionaria. Con una escritura que aprovecha la errática memoria de los protagonistas y que crea ficción a partir de sus  evocaciones y sus olvidos parciales, Laura Alcoba escribió un libro conmovedor. Transmite la dulzura de la esperanza, el frío dolor ante las pérdidas, el estupor que se apodera de los recuerdos cuando se enfrentan al espejo del pasado.


Laura Alcoba vivió hasta los diez años en Argentina antes de radicarse en París. Se licenció    en letras en l’Ecole Normale Supérieure, y es especialista en el Siglo de Oro español y traductora. Ha escrito las novelas La casa de los conejos (Edhasa, 2008) y Jardín blanco (Edhasa, 2010), ambas fueron  publicadas originalmente en Francia por Gallimard, al igual que Los pasajeros del Anna C. Su obra se tradujo al alemán, el inglés y el italiano.


 

 


Laura Alcoba: un libro sobre vivos y muertos
entrevista de Cristina Papaleo
                                           Especial Feria del Libro de Leipzig 2010



En su libro 'La casa de los conejos', Laura Alcoba relata cómo irrumpe la violencia de la dictadura en la vida de una niña de siete años. Una historia autobiográfica, ya que vive desde exiliada en Francia desde 1976.

La escritora argentina Laura Alcoba (La Plata, 1968) publicó en 2008 ‘La casa de los conejos', Manége en el original, editado por Gallimard, que en agosto de 2010 será editado en alemán por la editorial Suhrkamp. Laura Alcoba vive en Francia desde los diez años. Se exilió con su madre, que militaba para el grupo armado Montoneros, perseguida por la dictadura militar argentina. En Francia se licenció en Letras. Hoy es catedrática universitaria y especialista del teatro español del Siglo de Oro.

La casa de los conejos existió y fue la casa en donde ella vivió, donde había instalaciones para criar conejos y en donde en realidad funcionaba la imprenta clandestina del periódico ‘Evita Montonera'. "Voy a evocar esa locura argentina y a todas esas personas que fueron arrastradas por la violencia. Me he decidido por fin a hacerlo porque muy a menudo pienso en los muertos, pero también porque sé que no hay que olvidar a los sobrevivientes", escribe Laura Alcoba. DW-WORLD conversó con ella.




DW-WORLD: Bienvenida, Laura Alcoba. Está a punto de dirigirse a la Feria del Libro en Leipzig.

Laura Alcoba: Sí, y después voy a ir a Berlín a participar de una serie de encuentros en el Instituto Iberoamericano el 24, 25 y 26 de marzo.

En ‘La casa de los conejos', se relata la historia de una niña de siete años en cuya infancia irrumpe la dictadura argentina. ¿Es su propia historia?

Sí. Trabajé a partir de fragmentos, imágenes de mi infancia, en cierto modo inconexas que tenía en mente, pero, efectivamente, se trata de mi historia, que volví a visitar de cierto modo a través de la escritura.

¿A través de qué elementos construyó esta historia?

La materia prima es autobiográfica, completamente. Yo viví en la casa de los conejos de la que hablo. Los acontecimientos que se ven en la novela son auténticos, pero abordados desde mi subjetividad, desde la experiencia infantil. La que habla es una niña de siete u ocho años, y traté de volver a construir y a situarme en esa posición infantil. Allí hay una creación, una creación. Pero, al volver a la casa de los conejos en 2003, después de 27 años de ausencia, realmente afloraron en mi mente imágenes y sensaciones muy precisas, a partir de las que trabajé, tratando al mismo tiempo escribir un libro que tuviera una forma de desenlace, de fin. Mi idea no era recordar por recordar, en ese sentido no es un testimonio, a pesar de que el libro tenga un valor testimonial, pero quería que se pudiese leer como una novela, que tuviera una posible lectura novelística, porque para mí era una manera de dar esa historia al lector. Que el lector pudiera proyectarse y vivir con esa niña durante los meses que narro en la casa de los conejos. Lo que cuento es la entrada en la clandestinidad, cómo la niña aprende la clandestinidad. Pero cuando ocurre el ataque de la casa de los conejos yo ya no estaba en esa casa. Afortunadamente, nos pudimos ir antes. El libro es una reflexión del por qué estamos vivas, mi madre y yo, habiendo estado tan cerca de personas que encontraron la muerte en esa casa. ‘La casa de los conejos' cuenta la vida en esa casa, vista desde los ojos de la niña, narradora de la historia.
En cierto modo hay una interrupción de esa narración en presente cuando la narradora adulta cuenta qué pasó después. Efectivamente, esa casa fue asaltada por los militares, todas las personas que estuvieron en esa casa fueron asesinadas, menos la niña, un bebé, Clara Anahí, la hija de Diana Teruggi y Daniel Mariani, los propietarios de esa casa. Y esa niña, hoy una mujer de 33 años, sigue desaparecida y su familia la sigue buscando. La novela relata el ataque a esa casa, pero que narro a partir de una serie de testimonios e informaciones que no presencié. (Lea en la página 2 por qué la elaboración de los horrores de la dictadura como tema literario no se agota.)

En su libro usted elabora lo vivido durante la dictadura militar argentina y trabaja con la memoria. ¿Piensa que es importante continuar con ese trabajo a nivel literario o cree que es algo obsoleto?

No creo que un tema se agote o se termine. De hecho, sabemos perfectamente que en Europa se sigue escribiendo sobre lo que ocurrió durante la Segunda Guerra Mundial y se va a seguir escribiendo. No hay un momento en que un tema pasa de moda o está de moda. El tema es saber en qué la literatura puede abordarlo de manera interesante. No es lo mismo un texto literario que un testimonio. Creo que, aunque en mi libro hay un valor testimonial, lo quise abordar como una novela. Escribí otra novela que se publicó en Francia hace unos meses y que no tiene nada que ver con ese tema. Y no creo que haya o que no haya que escribir sobre ese tema, sino porque yo sé que tengo algo que hacer desde la literatura con ese tema.

¿Qué papel ocupa la militancia de sus padres en Montoneros en su literatura? ¿Es literatura política?

No, no lo diría así. Digamos que me interesa el tema político como tema. Pero para mí era muy importante cuando escribía ‘La casa de los conejos', que se llama Manège en francés, el idioma en que lo escribí. Para mí era muy importante no caer en lo que yo veo como una doble trampa: por un lado, la idealización de una lucha que no fue la mía y que no es la mía, y, por el otro lado, la condena de la generación de los padres. Hubo tantos muertos en Argentina en ese momento, que esa condena me parecía casi una obscenidad. No quería caer ni en una trampa ni en la otra. De hecho, no reivindico la lucha montonera en absoluto. En ese momento tenía siete años. Crecí en otro sitio, en un país democrático. O sea que no viene al caso reivindicar o ensalzar eso. Lo viví como un momento histórico argentino sumamente violento y lo traté literariamente desde la experiencia infantil. Políticamente, puedo situarme hoy, pero, con respecto a ese momento, lo tengo en claro es que condeno, por supuesto, los horrores de la dictadura. Lo que se ha llamado en Argentina la teoría de los dos demonios creo que es algo en lo que, personalmente, no me reconozco en absoluto. Pienso que los horrores de la dictadura fueron tales que no hay que dejar de reiterarlo y decirlo. No obstante, ese momento de la historia argentina fue un momento muy violento que no termino de entender, hay un enigma que me sigue ocupando, y que desde la interrogación me interesa, y probablemente va a seguir estimulándome literariamente, y sé que voy a volver a ese tema, pero con más preguntas que respuestas. Sobre todo con respecto a la opción de la lucha armada. De hecho, yo me encontré como niña en una organización armada. Pero visto desde el presente, sigue siendo un enigma. Pero es un problema muy complejo.

¿Por eso el título ‘Manège'?

Manège significa tío vivo, calesita o carrusel, y evocaba el universo infantil. Por el otro lado, evocaba los movimientos un poco obsesivos, la manera en que las imágenes que tenía en mente giraban sobre sí mismas de manera repetitiva, que tiene que ver probablemente con el tiempo traumático. Al mismo tiempo, es un juego de palabras. Manège significa en francés maniobra, manipulación, y ahí hay una alusión a un elemento de la intriga. Hay una hipótesis que tiene que ver con la manera en que la casa de los conejos fue identificada por los militares. Y Manège alude a esa maniobra bastante sutil de uno de los personajes de la novela. No se conservó en los idiomas a los que se tradujo, ni al inglés ni al castellano. En alemán se tradujo como ‘Das Kaninchenhaus'. 


©Cristina Papaleo
Editor: José Ospina Valencia
Leizping 2010




Tejemaneje: entrevista a laura alcoba,  2008





En francés “manèges” significa calesitas, pero también doma, “tejemaneje”, como traduce el diccionario Espasa Grand, y cortejo, flirteo. Laura Alcoba reside en París desde 1976, cuando su madre (a quien la Triple A primero, y la Armada más tarde había puesto precio a su cabeza) logró salir del país con su hija. Manèges es el título original de La casa de los conejos, una novela acaso más intensa que breve, cuya base es autobiográfica. “Sólo la base, pero «es» la base”, como decía Wallace Stevens.

La casa de los conejos del título era una pantalla, una casa en un barrio de La Plata, entre 1975 y 1976, donde se criaban conejos con supuestos fines comerciales. La actividad que se desarrollaba en el interior de la casa era otra: allí se imprimía el periódico Evita Montonera. La imprenta estaba oculta tras una pared que movía un dispositivo electrónico que un “Ingeniero” (es el nombre del personaje en la novela) había construido y dejado a la vista, como en “La carta robada”, el cuento de Edgar Allan Poe, con la premisa de que es lo más obvio lo que escapa a la mirada. La casa no sólo tenía letras de molde. También armas, y unos habitantes a los que la represión quería cazar vivos o muertos. En esa casa, a la que Laura Alcoba, con una carrera en Letras en Francia y una especialización en el Siglo de Oro español, volvería recién en 2003, murió Diana E. Teruggi tras un furibundo ataque con artillería pesada del ejército. La pequeña hija de Teruggi permanece desaparecida desde entonces, se sospecha que secuestrada y apropiada por los represores. La casa fue también el hogar de la niña Laura Alcoba, nacida en 1968, quien pasó sus días en La Plata siguiendo las mismas normas de seguridad que su madre, militante montonera: recorridos hacia puntos de encuentro con ojos cerrados, de modo de no poder delatar el lugar; un hermético silencio para con los extraños, juegos que reverberaban en el imponente y peligroso juego de jugarse la vida de los militantes clandestinos.

Eso le digo a Laura Alcoba cuando hablamos por teléfono, que su novela hace pensar en otro tipo de ficciones, por ejemplo, en la película La vida es bella, que podría defenderse por la estructura lúdica que plantea: lo inabordable del horror aparece en ese juego distorsionado que un padre propone a un hijo en un campo de exterminio. En La casa de los conejos (que se conocerá en inglés con el mismo título que en español: The House of the Rabbits) hay una escena en la que la niña recibe una muñeca de una sirena que su madre le dice que trajo de Córdoba. La niña sabe que su madre no estuvo en Córdoba, pero acepta esa geografía de juguete y la llama “la sirena cordobesa”. En ese juego de saberes disfrazados con la que la niña trafica su infancia se juega lo más intenso de la ficción que propone Alcoba con su autobiografía. “Sí, a pesar de todo lo que se evoca, de lo que pasó –dice Laura Alcoba–, a pesar de que la muerte estaba por todos lados, a pesar de todo eso hay una infancia, y una infancia puede haber también en un campo de concentración, y el peligro está constantemente ahí, sin ser dicho”. 


—El título original en francés, “Manèges”, es una palabra ambigua, ¿por qué ese título?

—“Manèges” es un juego de palabras en francés. El título se debía a que aparecen dos calesitas en el texto, que es el primer sentido de la palabra. También es maniobra, manipulación, algo que se maneja de manera compleja. Entonces, al final del texto tenía el sentido de evocar el papel del Ingeniero (el personaje que construye la habitación oculta en la casa de La Plata). También lo había elegido como título porque me evocaba una calesita perpetua, la de de mis recuerdos de esos años, que giraban sobre sí. Entonces había un juego que era imposible conservar en castellano o en inglés, o sea que es un título que sólo funciona en francés.

—La primera escena a la que te referís es aquella en la que el abuelo lleva a la niña a encontrarse con su madre en un parque en el que hay una calesita, pero a la que la nena permanece ajena, como si la vida pasara allá y no pudiera subirse.

—Claro, y luego aparece la escena en la que se gira alrededor de una plaza para perder el sentido de la orientación y olvidar, digamos, el recorrido que se está siguiendo en un coche. El coche gira alrededor de la plaza como gira en el centro la calesita. 

—El término francés “manèges” puede leerse emparentado con “embute”, como le llaman a la habitación oculta, si bien no significan lo mismo hay como un corrimiento de sentidos, porque hay una protagonista que está doblemente aislado, por un saber y por la situación misma, y todo se va cargando de ese sentido desplazado de las cosas.

—Sí, está ese capítulo sobre la palabra embute que tiene un eco metafórico: lo oculto, ese otro lugar.

—Sobre el final la niña hace un crucigrama, donde aparece esta cuestión de las palabras: embute que remite a embutido, asar (por azar), pero que con “s” remite a “asado”, asadura, y no puede dejarse de lado que los testimonios de sobrevivientes hablan de parrilla cuando se refieren a la mesa de tortura, a la carne quemada..

—De hecho, se tiraron bombas incendiarias cuando atacaron la casa. Sí tiene un eco bastante siniestro. Las palabras cruzadas están en castellano en la versión de origen, porque para mi es el nudo, el centro del libro. Porque la pregunta que me obsesionaba, que quería volver a plantear escribiendo el libro es dónde se pasó la frontera entre los muertos y los vivos. La pregunta de haber estado tan cerca de gente que murió y por qué estar del lado de los vivos con todo el peso que eso significa...

—¿Algo así como lo que planteaba Primo Levi acerca de la culpa del sobreviviente?

—Sí, y digamos que las palabras cruzadas, el azar, que es lo que la nena se aferra a dejar inscripto (con una falta de ortografía: azar con “s”, Isabel con “z”). El azar es lo que explica de cierto modo, la única explicación soportable. Para mí las palabras cruzadas son el corazón del libro. Y la palabra azar vuelve permanentemente. Cuando hablamos con Leopoldo Brizuela, que fue quien hizo la traducción, yo le decía que cada vez que aparecía la palabra azar en francés quería que quedara esa misma palabra en castellano porque es como un hilo.





—¿Qué papel jugó el francés en la escritura de este relato?

—Llegué a Francia a los diez años, hice toda la secundaria allí, estudié Letras, es la lengua natural. Pero es verdad que en ciertos momentos, como yo trabajaba sobre una materia prima muy precisa –que eran esos recuerdos en Argentina–, afloraba el idioma en que habían ocurrido los acontecimientos y había cosas que no podía traducir, que no podía poner en francés, y en la versión de origen, cuando envié el manuscrito a Gallimard –no sabía qué iba a pasar– y surgió que me iban a publicar el libro, pensé que me iban a pedir que pusiera notas a pie de página, y lo sentía como algo que me molestaba pero tuve la gran suerte de que mi editor entendió completamente que era importante conservarlas en castellano, entonces hay lugares en el texto de origen que son más fuertes, y está esa palabra “azar”.

—¿Volviste a tener relación con familiares de las víctimas, con organizaciones de derechos humanos?

—No, seguí las cosas de lejos, escribí el libro estando bastante aislada. En un momento sabía que tenía que escribir eso, era como una necesidad, fue necesaria una gran soledad para meterme de nuevo mentalmente en ese momento. Yo quise escribir desde la mirada infantil, con la dificultad de haberlo escrito 30 años después, lo escribí en un estado muy particular. Me di cuenta mientras lo estaba escribiendo que escribía cuando se cumplían los treinta años, como si hubiese tenido un reloj interno, realmente sin estar en contacto, trabajando de modo exclusivo con mis recuerdos y sensaciones. Escribí el libro con la idea de que pudiese leerse también como una ficción, con cierta ambigüedad a pesar de que la materia prima es vivida, pero quería que la razón de ser del libro no fuese exponer un discurso autobiográfico, sino que fuese centrado en la casa y en ese momento; volver a trabajar y visualizar un momento en el que gente que fue asesinada estuvo junto con la niña que yo fui, o que estuvimos juntos y volver a la representación de ese momento, es esa la idea del libro...

—Lo autobiográfico aparece entonces como lo intraducible...

—Sí, exactamente...

—También hay ciertas escenas que son como una puesta en abismo: la primera escena de la calesita es uno de ellos: la calesita es la infancia, pero gira a un costado mientras la niña espera a una madre que se aparece disfrazada.

—Corté mucho, de manera intencional, quise hacer algo lo más reducido posible, no quería caer en un sentimentalismo autobiográfico que me causa horror, y me parecía una trampa posible a partir de trabajar con estos recuerdos...

—El punto de vista de la niña, en la historia, ahorra justamente esa zancadilla. ¿Podría precisar cómo hubiera sido ese caer en el “sentimentalismo autobiográfico”?

—Sentía la necesidad de escribir ese libro, escribo desde hace tiempo para mí, pero sabía que cuando me decidiera a publicar tenía que empezar por esa historia, era para mí fundamental porque sentía acaso una especie de deuda con respecto a los muertos, pero al mismo tiempo el sentimentalismo autobiográfico es una literatura que aborrezco, y me decía: ¿Qué estoy haciendo, voy a escribir una historia para contar lo que sufrí? ¡No, qué horror! ¿O para rendir cuentas con mis padres? No, todo me sonaba un horror. Entonces, lo primero fue volcar todo lo que me salió, una serie de instantáneas muy visuales, de recuerdos infantiles, hice una selección de los momentos que me parecían tener varias entradas desde el punto de vista de la lectura, por eso cuando hablás de “puesta en abismo”, es verdad, traté de conservar los momentos que me parecían tener una lectura poética, o simbólica, algo más allá de contar mi vida, que no venía al caso, entonces corté mucho y a partir de eso quería que pudiese leerse una historia.

—En esas escenas vividas hay entonces un eco literario.

—Sí, las escenas que conservé son las que me parecían decir otra cosa más allá de ellas mismas, pero sin que eso esté cerrado, porque en términos de lectura me ocurrió que mucha gente encontró cosas en las que yo no había pensado. Como se puede leer como una ficción cada lector proyecta cosas. Y eso está bien. “La casa de los conejos” ya no es mi casa. Algunas cosas sí decidí ponerlas porque sentí que para mí evocaban algo especial. Detalles como el accidente de coche al principio. Lo conservé porque daba el ritmo de todo lo que sigue, con un arranque, se detiene de golpe y el miedo y la angustia que supone. Por ejemplo, el miedo que nunca se expresa, o muy rara vez, lo quería sugerir en términos rítmicos.

—Me preguntaba si esta historia, bastante inédita en relación a los temas que toca, tiene que ver con que seas mujer, con que tengas una hija.

—Tengo tres hijos en realidad, pero evoco a mi hija al principio del libro porque volví por primera vez a la casa de los conejos cuando mi hija menor tenía unos meses, y creo que hubo un efecto como de espejo (yo tenía ganas de volver a esa casa a la que no había vuelto desde el año 1976, cuando nos fuimos en esas circunstancias tan particulares), volví al final del 2003. Evoco eso porque hubo un disparador muy particular que fue que yo me encontrase viva en Argentina volviendo a la casa destrozada donde se había separado a una madre de una hija (se refiere a Diana Teruggi, a quien le dedica el libro), a eso me refiero cuando hablo de buscar la frontera entre los muertos y los vivos.

—En la introducción decís que escribís para poder olvidar, ¿estás poniendo las cosas en una perspectiva de futuro, como quien dice para poder recordar es necesario olvidar?

—Creo que esa frase era muy importante y creo que tiene que ver con el trabajo del duelo, olvidar en ese sentido, creo que sentí la necesidad de escribir más allá de un duelo personal. Pero, por ejemplo, hay nociones como el deber de memoria que me parecen insólitas, no se puede obligar a nadie a recordar, es una necesidad, un momento, son problemas complicados, no puede haber una receta, no se receta la memoria, hay un momento que está maduro o no, yo durante cierto tiempo le di la espalda a todo eso. 


Diario El Ciudadano,
28 de abril 2008
Fuente:Apóstrofes


Donde comprar sus libros: Edhasa



Bárbara Délano: Playas de Fuego, por Sonia M. Martin








Hubiera querido hablar de poesía con Bárbara Délano, autora del libro Playas de Fuego, pero el destino no nos permitió tal encuentro; mientras ella viajaba a México, nosotras volvíamos a California y luego, mientras nosotras volvíamos a Chile, Bárbara viajaba entre México y Perú y en este itinerario perdimos definitivamente la comunicación, y fue para siempre, pues Bárbara partió al cielo en un conocido accidente aéreo en Perú, acaecido en octubre de 1996; pero quedó su poesía y fue Dolmen Ediciones S.A. Chile, quien rescató sus poemas y nos hizo llegar Playas de Fuego a nuestra redacción.

Mientras escribimos esta nota, nos debatimos entre el deseo de 'conversar con Bárbara' sobre poesía, o presentar primero al lector una breve biografía de la poeta chilena, que viene inserta en su libro de versos...La noche -porque escribimos de noche- nos aconseja mostrar primero la historia de la poeta a los lectores, y quizá, luego, divagar sobre poesía leyendo el libro de esta aeda sureña.


Extasis y viaje de Bárbara Délano
"Bárbara Délano Azócar nació en Santiago de Chile el 17 de octubre de 1961. Hizo estudios de Antropología y Literatura antes de partir a México, donde ingresó a la UNAM a estudiar Sicología. Hija y nieta de escritores, desarrolló muy tempranamente su vocación literaria. Publicó en vida dos obras poéticas: México-Santiago (1979), una edición artesanal realizada en conjunto con el pintor Marcos Limenes, que apareció en México, y El rumor de la niebla (1984), editada en Canadá en versión bilingüe.
En 1988, antes de retornar a México, para radicarse en ese país al que le unieron firmes lazos, fue becaria en Chile de la Fundación Pablo Neruda. Diversas antologías nacionales y extranjeras incluyen sus poemas, que han sido traducidos al francés, al inglés y al sueco. Bárbara Délano murió en octubre de 1996, en un accidente aéreo, cuando viajaba a Chile. Entre sus papeles fue hallado el manuscrito de Playas de Fuego, que finalmente ve la luz en la presente edición".

Extrañas paradojas del ser humano
Queremos mostrar otras facetas de esta poeta chilena quien duerme en el Pacífico su sueño eterno. En su libro póstumo, hay dos personas importantes que nos hablan sobre Bárbara, una es la madre de la poeta. El otro, es un buen amigo, al menos, así se presenta este hombre, quien no solo nos dice, quien es la versificadora, también analiza y nos entrega su versión personal sobre la poesía de Bárbara Delano.

Con "Una explicación" de Azócar, iniciaremos este paso por la vida familiar de la poeta y continuaremos con las palabras de Roberto Brodsky, "Habitaciones de Bárbara". Y cerraremos esta 'conversación con Bárbara Delano y su poesía' con nuestras propias divagaciones sobre lo que pudo ser nuestra propia amistad con esta joven poeta, a quien en una oportunidad, su padre, Poli Délano, nos quiso presentar, pero, como ya dijimos más arriba, siempre se interpuso entre ella y nosotras el Destino a través de un viaje de ella o nuestro...y por supuesto van también sus versos. Los que van a continuación inmediata a mis divagaciones, son versos que seleccione entre varios poemas que guardan relación con nuestros propios 'dados poéticos y Bárbara'.


Una explicación
María Luisa Azócar

"Al momento de su muerte, Bárbara vivía en un edificio de la calle Tamaulipas, al llegar a la avenida Alfonso Reyes, México DF. En la mítica y entrañablemente querida por ella, Colonia Condesa. Desde las ventanas de su departamento se veían las cúpulas amarillas y azules de la iglesia de Santa Rosa de Lima, que se encuentra justo cruzando la calzada.

Y fue allí donde llegamos con Viviana, a cumplir la extraña tarea de disponer de lo que habían sido sus bienes terrenales. Entre el dolor y la perplejidad en que nos debatíamos, encontramos ordenadas en su computadora diferentes versiones, correspondientes al período que va del 90 al 96, de los distintos proyectos poéticos en los cuales Bárbara estaba empeñada. Allí estaba ella, nuevamente, dando cuenta de su dedicación a lo que fue su más grande pasión: la poesía.

Más adelante, ya de regreso a Santiago, y con la ayuda y el trabajo de Teresa Calderón y de María Luz Moraga, a quienes agradezco por su profesionalismo, seleccionamos y configuramos el texto que aquí presentamos. Lo hemos titulado (Playas de fuego), optando por el paréntesis gráfico para señalar su carácter inconcluso. Esperamos poder así interpretar a Bárbara y respetar de paso la suspensión de su deseo. Los que conocimos a Bárbara sabemos cuán generosa era. Todos sus amigos puedan dar fe de ello. Siento que el encuentro con su poesía, para quienes la quisimos, constituye su más íntimo regalo. Regalo que esencialmente habla a la memoria, y nos insta a recordar."

Habitaciones de Bárbara
Roberto Brodsky

"Conocí a Bárbara Délano en su casa de Valencia, en el barrio de Ñuñoa, sentada en una mesa de comedor sin mantel y fumando. Me acuerdo sólo de dos cosas: que hacía un frío atroz y que yo nunca había estado antes en una casa habitada por la literatura. De lo primero se entiende que era invierno, pero habría que agregar que, en 1979, en Santiago, el invierno no era lo que es hoy. Cómo explicarlo para que no se malinterprete, para que los chicos no bostecen ni los neutros se sulfuren: Bárbara y su hermana Viviana vivían con su madre, María Luisa Azócar, psicóloga, separada del escritor Poli Délano, quien a la sazón vivía exiliado en México. No mucho tiempo antes, a fines del 76, el historiador Fernando Ortiz, pareja de María Luisa y con quien convivía desde hacía años, había sido secuestrado y desaparecido. Las tres mujeres se habían trasladado a vivir a Valencia después del golpe, tras desarmar la casa que tenían en calle Bombero Núñez.

Por entonces, y siguiendo una tradición familiar que se remontaba al escritor y periodista Luis Enrique Délano, Bárbara y Viviana eran comunistas. Anoto el dato porque no es menor: a los 18 y 15 años, ninguna de las dos aceptaba la jubilación anticipada y silenciosa que le propuso a nuestra juventud la ramplonería militar. En los veranos, ambas viajaban a México para visitar a Poli y al abuelo Luis Enrique, quien en sendos retratos de domingo un buen día fijó con el pincel en esa edad impredecible que dejaban yendo de un sitio en otro.

Del segundo recuerdo, se desprende que para esa familia la literatura estaba y vivía por sobre el materialismo histórico, las tesis novena y décima de Feuerbach, la polémica sobre Althusser y el manual de Marta Harnecker. Acaso porque, como quería Borges, lograban integrar oblicuamente esa filosofía al género fantástico donde coexistían con el conjunto de las religiones (y ya se sabe lo perdurable que son esas ramas de la literatura). Como fuera, la casa estaba habitada por algo que era más que un montón de libros donde se apilaban un montón de frases. En rigor, lo que menos ví entonces fueron libros, pero sus secretos estaban por todos los lados: en los ventanales con postigos que daban a la pileta y los árboles del fondo, en el aire recogido sobre el desorden de los papeles, en la noble superficie cruda de la mesa y, por sobre todo, pero muy por sobre todo, en la propia Bárbara: una casi niña, apenas mujer, fumando su cigarrillo como una ninfa salida de las páginas de Nabokov.

Eramos varios los friolentos esa noche: estaban entre otros, Alex Walte, que tenía una farmacia donde funcionaba el taller de poesía La Botica. Gregory Cohen, que paseaba por esos días un poema largo como él mismo por la pizzería Il Succeso; Alfonso Vásquez,que hacía sonar las suelas bajo un abrigo que parecía tractor; el arquitecto Mario Castillo -único profesional serio del grupo- y Jorge Ramírez, que lo desmenuzaba todo bajo sus gafas a lo León Trotsky. Era un cenáculo de anarcoliteratos sin un solo peso para invertir en el oficio. Yo era el nuevo, el recién llegado -extrañamente, nunca he podido dejar esa condición-, y Bárbara me recibió con una coquetería intimidante que el tiempo transformó en lealtad ciega, a prueba de amoríos y traiciones.

Mi recuerdo se dispara desde allí en todas direcciones imaginables, balbuceante, intentando retener para sí los versos del penúltimo de los poemas que forman este libro: Ibamos a ser otros íbamos a ser/quienes debíamos ser y algo para siempre/quedó trastabillando como un ciego que no logra/llegar después que han cerrado/todas las cantinas.

La imagen sugiere una derrota, pero contiene una imposibilidad: la de quien se anuncia y nunca logra volver. Era el tópico de Bárbara: regresar a casa (ese lugar cambiante de su geografía partida no en dos, sino en muchos pedazos: Y supe que tenía que marchar/El paraíso tiene muchos nombres/lejanos y hundidos como botellas en el agua),volver a ese comedor de invierno que era más que literatura y los libros, porque daba a un patio -memoria donde podría ver caer los damascos con sus pulpas abiertas, sangrando voluptuosamente sobre los recuerdos deshidratados.

Como toda utopía personal y poética -por qué no social también- la suya se fundaba en el impedimento que suponía un cierto vitalismo peformántico, incorporado ya como tradición a partir de las relecturas del buen Rimbaud. De esta tensión, entre un querer salirse y un tener que estar en la historia (el lenguaje), surgía una poesía hecha de desgarros ciertos y memorias inscrustadas por el habla de cada día, crítica y perfectamente consciente de la pérdida de significados que este movimiento creaba. Quieren ponernos las cosas difíciles te dije/considerando que las palabras ya no designan/objetos ni situaciones/sino relaciones lingüísticas/dejándonos sin frutos sin sombras/ en este infame terruño de las representaciones/, anuncia Bárbara ya en los primeros versos de estas playas.
Será tarea del crítico, si todavía existe uno con ese título en el eriazo y presuntuoso, vincular y determinar lo singular de esta poesía con respecto al panorama de la generación postgolpe. Pero vamos a alentarlo al crítico, vamos a facilitarle la pega y a abusar de las pistas que otorgan las confidencias hechas de oreja a oreja.

Más que remitir a Teillier, hacia quien Bárbara profesaba una admiración personal y literaria que la llevaba a enfrascarse en alcoholizadas batallas verbales con los seguidores de Parra y Lihn -yo, entre ellos-, la lectura de Playas de fuego, pero no sólo su lirismo de después de la batalla, sino también el hecho de su publicación póstuma, me devolvieron una y otra vez a la figura de José Carlos Becerra, el gran poeta mexicano muerto trágicamente en un accidente de autos en 1970.

Al igual que él, por esas sincronías terribles y llenas de arcaísmo, Bárbara publicó en vida sólo dos libros de poemas: México-Santiago (1970) y El Rumor de la Niebla (1984). Ambos editados en el extranjero. Como Becerra, no había cumplido aún los 35 años, dejando tras sí una producción que se seguirá escribiendo con ayuda de editores y amigos hasta verse publicada íntegramente. Por sobre estas similitudes, el parentesco se estrecha todavía más al considerar las afinidades de uno y de otro, la personal manera de asumir la poesía como un trabajo de recuperación destinado a fundar, a su vez, una nueva imposibilidad.

El tiempo que compartimos con Bárbara en un providencial y desmoblado pasaje de Macul, el año 91, me lo recuerda, trayendo a la memoria su entusiasmo por Becerra, cuando tomaba el libro marcado en La otra orilla:Sí, he perdido aquella canción/aquella canción/aquel tierno desastre -leía para sí misma-. iba a decir algo/cogí la pluma para eso/cogí mi alma para eso/¿qué iba a decir?/ Se me ocurre que una agitación parecida la llevó a escribir: He buscado una palabra solamente una palabra/para decirte es cierto que dejaremos de oír.

Hay algo adivinatorio, también, que se proyecta como una amenaza sobre el conjunto de los poemas de este libro y que no deja de espantar o asombrar. Asombro de un fin asombroso y absurdo para alguien que, sin anunciarse, estaba volviendo siempre a sentarse a la mesa para retomar la conversación y tirar las cartas, porque a Bárbara le gustaba probarse, transgredir la quietud de los espejos y hacerlos saltar de sus marcos.

Sus itinerarios, por lo demás, confirman esta obstinación. Varias veces hizo el trayecto de ida y vuelta emulando El viaje de Baudelaire (a quien leía dedicadamente, como a Vallejo), con su compañero de vida Sergio Rebolledo, mientras estuvieron juntos, y luego sola cuando se separaron.
Podría haberse quedado otras tantas veces en cualquier sitio, porque poseía un talento enorme para convencer a los demás y trabajar con ellos. En México, adonde llegó a estudiar en el año 82, se tituló en Sociología con la Medalla Gabino Barreda incluida (una distinción dada a los estudiantes que
hubieran obtenido nota 10 a lo largo de toda la carrera, algo de lo cual ella se enorgullecía con una pizca de ironía). Allí rompió su adhesión a los comunistas luego de un distanciamiento natural con las ortodoxias de cualquier signo; volvió a Santiago el 87, naufragó e hizo naufragar pasiones con una regularidad a prueba de compromisos maritales, trabajó junto al equipo del Centro de Estudios de la Mujer por un tiempo, y luego partió a refugiarse largos meses a Cartagena antes de regresar nuevamente a Ciudad de México. Me consta, a través del entrañable epistolario que cruzamos hasta semanas antes de su muerte, que en ningún lugar por donde sé que anduvo (que no son pocos ni del todo improvisados) encontró mucho más que un amante que la envolviera.

La vez que la visité en Ciudad de México, trabajaba silenciosa y porfiadamente en un conjunto de poemas que se negaban a adoptar una versión definitiva. Su voz en el departamento de la colonia Hipódromo Condesa era la misma que escucho ahora al leer Playas de Fuego, una prosodia envolvente y con algo de litúrgico, nada de declamativa, como si transmitiera un secreto. Por sus últimas cartas, sé también que estaba llena de proyectos -un guión de cine, una carpeta de relatos, una junta de viejos amigos en París, con Mauricio Electorat y Felipe Tupper- y entusiasmada con su trabajo en la Dirección de Comunicaciones de una institución oficial. Bárbara amaba la vida, había aprendido a apreciarla en períodos de máxima dificultad, deseosa de realizar cosas que florecieran con ella -cuestión de mujer y poeta- al punto que tiraba todo por la ventana con tal de hacer la siguiente y una de más, como su desprevenido y trágico viaje a Chile, del cual únicamente su amigo Sebastián Gray tenía alguna noticia.

De eso hace dos años ya, y recuerdo que ese día interminable acompañé a su padre a buscar una maleta a la casa de Valencia, antes de llevarlo a él y a María Luisa al aeropuerto donde habrían de embarcarse rumbo a Perú. Mientras Poli rebuscaba en la pieza de arriba, me senté en la mesa del comedor donde Bárbara me había atendido con un velo de gasa con la mirada, aquel invierno del 79. Apoyé las manos en la tosca superficie de madera y me quedé mirando los retratos de su hermana Viviana y de ella misma pintados por su abuelo, y que ahora colgaban del muro. Antes de que Poli bajara, me quedé un instante perplejo y en silencio, los ojos pasados por agua, apaciguado por su imagen en la tela. Con ella la sala parecía habitarse de risas y voces, de historias que nos contábamos para no dormirnos en las distancias de dos piezas, dos casas, dos países. Traté de escuchar, una vez más. Era tan dulce oírla volver.

Las gaviotas rastrearán el agua
buscando moluscos muertos
sobre las manchas de petróleo

No hay consuelo para mi boca seca
Huye de mi casa forastero
Las mujeres hablan de mí tras las puertas
La lluvia resbala
hasta tenderse sobre las agujas de los pinos

Entonces un olor de otros paraísos
abre su ventana frente a la ventana del mar

Recuerdo las iguanas tendidas bajo el sol Tulúm
más allá y antes de todo

Y supe que tenía que marchar
El paraíso tiene muchos nombres
lejanos y hundidos como botellas en el agua

Preponderancia de los grandes
Aquí el agua pasa y no se detiene

Mil colores se deshacen sobre tu rostro
Tu rostro hace una sola pregunta
¿Hay silencio en el fondo del mar?

Ciudad en ruinas
el doblez de mis ojos termina en tu orilla
No hay soporte para el trono de los elegidos
Vagarán los poetas por los caminos del óxido
Y la noche pasará el día pasará
Y vendrán las sirenas otra vez
a poblar estos mares del sur

Veo a una niña en la plaza
donde van los jubilados a jugar al azar
Lleva una falda azul y el pelo tomado en la nuca
Oscurece
Tañen las campanas de la iglesia

El odio remonta sus cicatrices
hasta hacernos morder el polvo
hasta yacer sobre la acera con las rodillas descubiertas

Las campanas repiquetean para decir no hay perdón
en esta tierra de nadie donde hemos venido a perdernos

Espacio puro, riesgo y poesía

Un poema logra lo más alto: encarar el vacío y la realidad exterior, lo presente y lo probable, lo anterior y lo venidero...quién puede definir lo que se gesta en el espíritu del poeta, mientras está en proceso de su creación. En los versos que hoy leemos del libro de Bárbara, ella parece comunicarnos lo venidero...quien haya escrito poesía, sabe que de pronto todo se detiene, el mundo pierde sus contornos y los objetos se hacen mas nítidos en nuestro interior, mientras el mundo puede permanecer borrascoso en nuestro entorno.

Tocados por el momento poético, la vida desaparece en sus aspectos reales, para dar paso a un tiempo desconocido cercano al éxtasis, en cuyas ondas líquidas como aguas dormidas hay un susurro íntimo en donde eclosiona el poema entre consciente e incosciente, se gesta como una criatura en el vientre de su madre, se alimenta de ésta, pero desde el momento de su gestación el poema -como la criatura- tiene vida propia.

El poema se nutre del lenguaje, esa misteriosa y voluptuosa carne, que se adapta a la poesía por ser esencialmente metafórico. El poema es origen, pero logra ser también materia, palabra que proviene del sánscrito y que da base a las palabras latinas como madre, matriz, madera, materia. Es decir, el poema es origen... El poema participa del 'azar' palabra de origen árabe (Yasara) que significa jugar a los dados...no olvidemos que Mallarmé concibió el poema como un tiro de dados, azar...y el azar es también un poco el Destino...Todo poema es éxtasis momentáneo, Playas de Fuego, nos dice la contratapa del poemario, fue "fruto de un riguroso trabajo escritural de más de seis años, entre Chile y México, e inscrita dentro de una obra caracterizada por su fogosidad y transparencia, Playas de Fuego constituye una permamente tensión entre la crónica y el deseo, la afasia y la palabra, el instante y la Historia. Espejo y despositario de la experiencia, el mar encarna aquí simultáneamente el deseo callado de hablar, así como la desmesura que ella abrazó y amó". Releemos los versos de Bárbara y en ellos la poeta nos muestra el camino que Mallarmé señala sobre el poema y el juego de dados...la vida y los versos son un azar...juegos de dados que van a dar al mar.

Porque todo lo que se pierda va a dar al mar
me tiendo en el borde
para oír a mis hermanos muertos
porque no soy yo la que habla
me he tendido en la colina para
que hable el mar

Y supe que tenía que marchar
El paraíso tiene muchos nombres
lejanos y hundidos como botellas
en el agua

Entonces vi el avión atravesando
el cielo
la nieve blanca se extendía abajo
y el sol era más grande que nunca
como en los dibujos de los niños
lo vi


Tómame la mano pecosa dije
para que no sintiéramos
Pero sentíamos de todas maneras
el carraspear de las bobinas y las
alas
las magníficas alas también se
caían
y se estrellaban contra el suelo
Tómame las manos le dije a mi hermana
basta ya de esta chingadera


Estos últimos versos fueron tomados por nosotras al azar de las páginas del libro Playas de Fuego, por lo tanto no constituyen un poema completo como los otros poemas que están aquí publicados.

© Sonia M. Martin
La Prensa/The Press
Estados Unidos