la rebelión consiste en mirar una rosa

hasta pulverizarse los ojos


Alejandra Pizarnik


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Jane Fonda y Vanessa Redgrave en Julia de Lillian Hellman/ Pentimento









La pintura vieja en un lienzo, a medida que envejece, a veces se vuelve transparente. Cuando eso ocurre, es posible, en algunas imágenes, ver las líneas originales: un árbol se mostrará a través de un vestido de mujer, un niño deja paso a un perro, un barco grande ya no está en mar abierto. Eso se llama pentimento porque el pintor, "arrepentido", cambió de idea. Tal vez sería bueno decir que la vieja concepción, reemplazada por una elección más adelante, es una manera de ver y luego ver de nuevo. Eso es todo lo que quiero decir sobre la gente en este libro. La pintura ha envejecido y yo quería ver lo que estaba allí para mí una vez, qué hay para mí ahora.





Siempre sé por lo que toca a mi memoria: sé cuando puedo confiar en ella y cuando algún sueño o fantasía entró en la vida; y el sueño, la necesidad del sueño, distorsiona lo que aconteció... Pero confío absolutamente en lo que recuerdo de Julia.







He tenido mucho tiempo para pensar en el amor que sentía por Julia, demasiado fuerte y demasiado complicado para definirlo sólo como los anhelos sexuales de una muchacha por otra. Y, no obstante, existían con toda seguridad.


No tengo notas de mi diario de aquel viaje, sino sólo el recuerdo de estar viendo una cara reconstruida que no ocultaba la herida de cuchillo que discurría por el lado izquierdo. El hombre de la funeraria me explicó que había estado intentando cubrir la cuchillada de la cara, pero que yo debía ver la heridas del cuerpo si quería ver un revoltijo que no se podía disimular. Abandoné el lugar y me quedé en la calle durante un rato.


© Lillian Hellman


Pentimento

Biografía: web


Vanesa Redgrave y Jane Fonda en Julia














Fallece la escritora Lillian Hellman, una heroína del pensamiento liberal norteamericano


Un fallo cardiaco acabó ayer con la vida de Lillian Hellman, escritora, dramaturga, una heroína para los norteamericanos de pensamiento liberal y un personaje literario en sí misma. Tenía 79 años. Falleció en un hospital de Boston (Estados Unidos), adonde había sido trasladada cuando se le produjo el ataque cardiaco. La leyenda viva de Lillian HelIman no creció sólo de sus libros, sino de su actitud vital, especialmente vigorosa en la época del macartismo, cuando ello defendió sus ideas frente al famoso cazador de brujas.
La célebre escritora y dramaturga norteamericana Lillian Hellman falleció ayer en Boston (Massachusetts) a los 79 años. La autora de Pentimento murió en el hospital de Martha's Vineyard, isla situada junto a Cape Cod donde tenía su residencia de verano, dijo un portavoz del centro médico. Lillian Hellman, conocida en España sobre todo por el libro citado, a partir del cual se elaboró la película Julia, publicó su primera obra teatral, The children´s hour en 1934.

Frente al 'macartismo'

Luchadora tenaz en tiempos del macartismo, denunció a través de sus obras distintas caras de las injusticias y horrores del tiempo que le tocó vivir. La más reciente traducción al castellano de una de sus novelas autobiográficas, La mujer inacabada, relata su experiencia en la España de la guerra civil. 
Lillian Hellman fue una superviviente de la caza de brujas del macartismo en los años de 1950 a 1956. Fue juzgada y perseguida por sus supuestas actividades antinorteamericanas, acusación a la que contestó con una frase que ha sido citada tantas veces que se ha convertido en tópico: "No puedo ni quiero sacrificar mi conciencia a las exigencias de la moda de este año". Una frase que resume bien el carácter de esta escritora que a través de sus obras y de las luchas que emprendió en distintos frentes legó un ejemplo de integridad.  A raíz de su negativa a denunciar, el gobierno de Estados Unidos congeló sus bienes y los de su pareja, el escritor Dashiell Hammett, quien también se negó a denunciar y estaba gravemente enfermo. Sin dinero y prohibida, Lillian Hellman tiene que trabajar con empleada en una tienda de ropa para poder mantenerse y costear la enfermedad de Hammett. Tenía entonces 45 años y la persecución duró 6 años, hasta el fin del macartismo en 1956. Esa etapa de su vida es contada magistralmente en su novela corta Tiempo de Canallas.
Ya en 1934 Lillian Hellman había sido víctima de censura cuando se estrena su primer gran éxito teatral, The Children's hours, en el que aborda un tema prohibido para la época: el amor lésbico. La obra fue adaptada con gran éxito para el cine.  La primera versión se adaptó en 1936 con el título These three y luego en una nueva versión con el mismo título en 1962,  con  Audrey Hepburn y Shirley Maclaine, teniendo un gran éxito en ambos casos.
Lillian Hellman vivió la guerra civil española, la segunda guerra mundial, y en su país expresó su rechazo por los abusos del macartismo, su solidaridad con los judíos y las minorías raciales norteamericanas. Sin embargo, en su obra los personajes son seres algo insólitos que no reflejan esta gran inquietud política.
Durante la entrega de los Oscars en 1976, cuando la película Julia  con Jane Fonda y Vanessa Redgrave, versión de su novela Pentimento,  ganó 3 Oscars, las ovaciones del público no se dirigían a los actores y directores convocados para esa ocasión. Lillian Hellman subió al escenario ante los aplausos que los asistentes le dedicaron, puestos en pie, en señal de aprecio por esta prestigiosa luchadora liberal norteamericana.
Mal conocida en España, Lillian Hellman empezó quizá a captar mayor interés en este país a raíz del estreno de la película Julia, adaptada por Fred Zinneman. Varias de sus obras han sido llevadas al cine.Ella misma fue autora de algunos guiones cinematográficos, además de doce obras teatrales y tres obras autobiográficas.

La biografía española

Lillian Hellman nació en Nueva Orleans en 1905. A los 19 años encuentra su primer trabajo como lectora en una editorial, la de Horace Liveright, que había dado a conocer a celebridades como William Faulkner, Eugene O'Neill y Sherwood Anderson, entre otros. No le va muy bien. Más tarde se casa con Arthur Koeber, agente teatral y periodista, de quien se divorcia pocos años después. Para entonces había conocido al escritor Dashiell Hammett, con quien entabla una importantísima relación amorosa que se prolonga hasta la muerte de Hammet en 1961. 
 Los tres volúmenes de su obra autobiográfica Pentimento, La mujer inacabada y Tiempo de canallas reúnen una larga lista de anécdotas y retratos de personajes larga lista de anécdotas y retratos de personajes de su época que los convierten en importantes documentos.
La relación de Lillian Hellman con España no se limitó a describirla en la ficción de una de sus novelas. En 1931 colaboró con Hemingway y el realizador Joris Ivens en el guión de la película The Spanish Earth (La tierra española) que recientemente se exhibió en Madrid de forma excepcional. Esta película se realizó para reunir fondos para la causa republicana durante la guerra civil. Esta joven norteamericana llegó a España movida por sus intereses políticos y fue una de las seducidas por las causas que entonces defendió.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 1 de julio de 1984

Fuente: El País

Resistencia y entusiasmo


Cuando apareció Pentimento en el mercado editorial español, Lillian Hellman era una autora prácticamente desconocida entre nosotros. Luego llegarían otros libros y Julia, la película de Fred Zinnemann en la que el personaje de la escritora es encarnado por Jane Fonda. Claro que no era desconocida en el sentido estricto del término, que sus The little foxes (La loba) habían podido verse, si no como obra teatral, sí como filme excelentemente dirigido por Wyler en 1941, uno de esos míticos melodramas en los que Bette Davis se impone a todo. Que Lillian Hellman pasó a ser un personaje dentro de nuestro mundo cultural lo prueba el que incluso TVE se enterara de ello y emitiera una entrevista con la escritora. No recuerdo la fecha, pero sí la imagen de ella hablando junto a una ventana, sentada en un gran sofá. Según ha dejado escrito en textos autobiográficos, Lillian Hellman pretendía ganarse la vida como autora de cuentos cortos,. Sin embargo, las circunstancias la llevaron a trabajar en la Metro como lectora de manuscritos.
Cobraba 50 dólares semanales y vivía en Hollywood junto a su esposo Arthur Kober. Tenía como criada a una antigua actriz de cine mudo. La aparición del sonoro había enloquecido a los estudios, que buscaban en gente universitaria o con experiencia teatral o literaria la garantía de buenos argumentos y diálogos. Era preciso evitar que actrices como Jean Harlow pudiesen decir en un filme frases como "James, abra la ventana y deje entrar una menudencia de aire".
El retrato que la Hellman nos ha hecho de Hollywood -sobre todo en la magnífica Tiempo de canallas,centrada muy especialmente en la campaña anticomunista del senador McCarthy, que a ella y a Dashiell Hammett, su compañero, les creara tantos problemas, ya sea de libertad o dinero, de censura o de cárcel- es muy duro, pero resulta convincente. Personalidades como Horace Liveright o Scott Fitzgerald aparecen y desaparecen en la obra de Hellman, quien muestra cómo son destruidos por la gran máquina hollywoodiense.
Con la República
En 1934, con el enorme éxito de The childrens hour -que se prolongó con su pase a la pantalla con Audrey Hepburn y Shirley Maclaine-, la situación de Lillian Hellman cambió. Simpatizante de la izquierda y muy crítica con la hipocresía de cierto liberalismo -ése podría ser un tema central de The watch on the rhine (1941)-  visita España durante la Guerra Civil con el propósito de documentarse para el trabajo de guionista en The Spanish earth, de Joris Ivens. Una pulmonía la retendrá en París, aunque luego visite Barcelona, Valencia y Madrid y conozca a Dolores Ibárruri.
Antes, en Hollywood, había montado' fiestas para recaudar fondos destinados a comprar ambulalcias para la República, fiestas en las que aparecen nombres famosos, unos tratados con cariño en sus obras, otros acusados de espías, como Erroll Flynn.
En una de sus visitas a Moscú, conocerá a Sergei Eisenstein, de quien habla como de una persona encantadora. Esa amistad, sus actitudes políticas -en 1942 escribió el guión de North star (el título definitivo sería otro), un documental sobre la URSS destinado a sensibilizar al. público norteamericano sobre los problemas de los soviéticos, futuros aliados bélicos- y su valentía personal -se negó a declarar ante el Comité de Actividades Antiamericanas, el mismo que condenara a 6 meses de cárcel a Hammett- harán que su nombre figure en las listas cinematográficas a partir de los años 50. Con Julia, película que le valió un oscar a Vanessa Redgreave, Lillian Hellman logró que el cine le rindiera homenaje, que su labor como guionista y dramaturga fuera reconocida en un producto pensado para el consumo multitudinario.
Temas que se repiten en su obra son el daño que provocan la calumnia y la intolerancia. En varias ocasiones la agresividad social arranca de tabúes sexuales y amorosos, de la acusación que recae sobre dos mujeres, a las que se critica por suponerlas lesbianas. En algunas piezas, Hellman resuelve el conflicto acusando a la sociedad de mentirosa y que todo se reduce a un equívoco. En otras da un paso más y el amor de las protagonistas es reai, siendo siempre el espíritu inquisidor y condenatorio el que merece el descrédito.
La mezcla de ficción y autobiografia, así como la solidez de sus construcciones dramáticas hicieron de Hellman una autora muy importante, una figura entre toda aquella gente que quiso dignificar el mundo del espectáculo americano a base de acércalo a temas importantes y dotarlo de una finalídad social. Puede que los años y los hechos hayan desmentido el optimismo histórico de aquella generación, que las opciones culturales se hayan revelado ingenuas e inoperantes, pero los recambios posteriores no han conseguido llenar el espacio que aquella ocupaba con su entusiasmo e idealismo.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 1 de julio de 1984

Fuente: El País









Por amor al arte, artículo de Claudio Nazoa





          


En estas horas confusas, difíciles y alocadas que vivimos, sólo los artistas pueden salvarnos. Los artistas están dando la cara por Venezuela.

Nunca se verá ni escuchará que un artista vaya preso por corrupción o por hacerle daño a alguien.

El artista vive para el bien, para hacer feliz a la gente que se asoma a su arte.

El artista expele libertad, creación, imaginación, amor, talento, expresividad, humor, ternura, poesía y música.

En cada artista, hay un poquito de otros artistas, no importando la especialidad a la que cada uno de ellos se dedique. Así, en un hermoso cuadro de Jacobo Borges, podríamos escuchar la música de Antonio Estévez o de Andy Durán.

En un poema de Aquiles Nazoa, podríamos deleitarnos con la espléndida voz de Alfredo Sadel, estremecernos ante la intensa voz  de Violeta Alemán, o disfrutar los colores de un cuadro de Alirio Palacios o Mateo Manaure.

Cuando Cayito Aponte o William Alvarado, interpretan el aria de una opera, podríamos ver bailar a Sandra Rodríguez.

Cuando Saúl Vera toca la bandola, no es raro ver a Miguel Otero Silva y a Rómulo Gallegos, riendo e intercambiando textos y cerca de ellos, escuchar la voz de Julio Garmendia, contando historias de su tienda de muñecos.

Cuando Teresa Carreño toca el piano acompañada por el violín de Pedro Antonio Ríos Reyna, podemos ver de cerca a la otra Teresa, a la de la Parra, leyéndole a Ifigenia Las Memorias de Mamá Blanca.

Cuando el sapo Graterolacho, entrañable amigo, desde el cielo escribe su Camaleón, podemos escuchar a Cheo Hurtado y a Miguel Ángel Bosh, tocar el cuatro, mientras el Juan de Pedro Emilio Coll, continúa tentando sin parar su diente roto.

Cuando El Pollo Brito canta, leemos la poesía de Andrés Eloy Blanco y escuchamos al inolvidable Balbino Blanco Sánchez, recitando de Aquiles La Balada de Hans y Jenny: “Verdaderamente, nunca fue tan claro el amor como cuando Hans Christian Andersen amó a Jenny Lind, el ruiseñor de Suecia...”

Cuando Gustavo Dudamel dirige, vemos a Regulo Pérez y a Carlos Cruz Diez, llenando con trazos de luces y colores las paredes de la ciudad.

Cuando toca El Cuarteto, podríamos fácilmente observar a Carlos Giménez inventando maravillas que parecen imposibles, como la organización de un Festival de Teatro para Dios.

Cuando canta María Teresa Chacín acompañada por el virtuosismo del espíritu de Aldemaro Romero, podemos ver, aún en sueños, al poeta Rosas Marcano con una pluma en la mano escribiéndole a la vida y luego, saludar a José Rafael Pocaterra, quien encerrado en la casa de los Ábila, ríe mientras inventa sus cuentos grotescos.

Cuando leemos a Adriano González León, acariciamos las perfectas formas de las esculturas de Colette Delozanne, y vemos a Rafael Salazar componiendo música.

Cuando Leonardo Padrón escribe un verso o una telenovela, a su lado vemos al maestro José Ignacio Cabrujas, riendo con el humor de Emilio Lovera y luego, como siguiente acto, escuchamos las voces de Renny Ottolina y de Amador Bendayán, anunciando la nueva composición de nuestro Simón Díaz.

Cuando leemos a Arturo Uslar Pietri, también podemos disfrutar del extraordinario talento del comediante Moreno Michael.

Cuando Zapata dibuja o pinta, nos vemos todos, porque la esencia del arte es que todos nos encontremos en lo hermoso de reconocernos como seres humanos.
El arte es el verdadero poder, el poder lógico del hombre.

Arte mata brutos y derroca tiranías.

El arte, es la vida feliz y poderosa.


©Claudio Nazoa
El Nacional, Caracas, Julio 2010
Premio  “Mejor Artículo de Opinión” otorgado
por el periódico El Nacional

           





Negro Fontanarrosa: “Yo quería hacer Indiana Jones” / entrevista de María Esther Gilio, Buenos Aires 2008

 


“Yo quería hacer Indiana Jones”

 

Fue en enero de hace once años. Eran las diez de la mañana de un domingo caluroso como corresponde a un domingo de verano cuando me llamó el editor Daniel Divinski. Estaba en Montevideo con Roberto Fontanarrosa y me invitaba a comer. Le dije que vinieran ellos a mi casa. Daniel aceptó, dijo que llegaría a la una y yo salí corriendo a comprar pescado al pescador de Punta Carretas que pesca a la noche para vender a la mañana. Mientras corría por la rambla pensaba cómo lo haría. Bifes sobre un colchón de cebollas, zanahorias y finas tajadas de naranjas con su cáscara. Los bifes descansarían sobre el colchón y la olla debería estar tapada. A la una en punto estaban ambos entrando a mi casa con botellas de vino blanco como si hubieran sabido que haría pescado. Botellas de esas que siempre había mirado en el supermercado y siempre había pensado ¿existirá realmente gente que compre un vino tan caro? Ahora sabía que esa gente existía: eran los porteños.
Roberto miró con una sonrisa uno de sus libros de Inodoro, que con algún otro servía de adorno a la mesa del living y sonrió. “¡Ah!” –dije yo–. “No creas que lo puse ahí porque tú venías.” “No sé, no sé”, dijo con gesto falsamente serio. Yo no sabía cómo decir a Fontanarrosa de la entrevista que ansiaba hacerle pero Daniel me ayudó. “Traé el grabador y entrevistalo rápido, así acabamos con eso. Mientras yo leo el diario, ¿o me vas a obligar a cocinar?” “No, ya cociné, en cuanto al grabador está cerca, acá, junto a estos libros”, dije yo. Y ahí nomás empezamos.
– ¿Sabías que tu obra gusta mucho en Montevideo?
–Respecto de mi obra ocurre algo en Montevideo que me despierta bastante curiosidad. Yo no escribo para teatro pero, a menudo, algún grupo toma lo que hago y lo lleva a escena. Tanto en Montevideo como en Buenos Aires esas escenificaciones tienen éxito. La diferencia radica en que aquí, en Montevideo, las obras se mantienen muchísimo tiempo en cartel, a veces más que en Buenos Aires, a pesar de que se trata de una ciudad mucho más chica. ¿Vos qué pensás?
–No sé... yo diría que tu humor no recurre jamás a palabras gruesas, alusiones escatológicas o groseramente sexuales.
–Sí, ésa no es mi línea.
–Pero además tú no sos porteño sino provinciano y tal vez por ese lado haya alguna otra forma de conexión.
–Sí, por ese lado tal vez haya algún enganche. Te cuento que cuando ni pensaba en dedicarme a esto tenía una gran admiración por Telecataplum. Y también por Wimpi, Juceca. Y si examinamos a todos ellos comprobamos que se trata de un humor bastante elegante. Creo que en el humor uruguayo hay una línea que toma caminos diferentes a la del humor porteño.
–No se busca la risa con la mala palabra, por ejemplo.
–Yo no tengo ninguna postura a priori contra las malas palabras. Hay buenos humoristas que las usan. Pinti, por ejemplo. En Pinti aparecen integradas a un discurso rico en ideas. Lo que me pasa es que, como recurso, me parece muy pobre.
–Es muy pobre, pero de efectos generosos porque la gente, por lo menos en Buenos Aires, se deshace en carcajadas. ¿Tú sabés por qué?
–Creo que la mala palabra hace reír porque rompe con un convencionalismo. Lo que divierte es la irreverencia. La irreverencia provoca alegría.
–Se trata de una irreverencia muy menor, que no cambia nada. Según tú, ¿qué diferencia al humorista del resto de la gente?
–Creo que su mirada es otra. La realidad es una para todos, pero mientras el hombre corriente la ve desde este ángulo, el humorista la ve desde aquel otro. El humorista tiene una especie de laboratorio interno muy afinado para detectar el absurdo y el ridículo, que está allí, pero nadie o muy pocos ven. Claro que esto cambia con cada humorista. Quino, en este sentido, es excepcional. Siempre da una vuelta más a la información que recibe. Varios humoristas nos zambullimos en un hecho y luego damos nuestra visión. Seguramente será Quino quien va a zambullir más profundamente y va a trasmitir la visión más refinada e inteligente. Su humor llega a las raíces. Nunca es ingenuo o espontáneo.
–¿Quién podría ser un ejemplo de humor espontáneo?
–Olmedo en televisión; tenía una especial gracia corporal que siempre resultaba seductora.
–¿Cómo manejás el humor en la vida cotidiana?
–Trato de usarlo para aliviar los contratiempos del día a día. Claro que a veces se puede y a veces no. Por otra parte yo digo “trato de usarlo”, pero no sé hasta dónde trato y hasta dónde lo que hay allí es una deformación profesional.
–¿No pensás en una tercera posibilidad? ¿Que esta actitud, tal vez por alguna forma de escepticismo, sea natural en vos?
–Es probable. Te cuento algo. Cuando yo empecé a copiar las historietas de los dibujantes que más me gustaban, quienes en definitiva fueron mis maestros involuntarios, lo que copiaba no eran historietas de humor sino de aventuras. Por ahí leía Patoruzito, y me divertía, pero no pensaba en hacer lo mismo. Yo quería hacer Indiana Jones o algo en el estilo de Pepe Dinamita, un personaje del gran dibujante yanqui Roy Crane, que me gustaba con locura.
–¿Querés decir que recién de adulto empezaste a hacer humor?
–Sí. Hace poco me hicieron una retrospectiva en Rosario y ahí tuve plena conciencia de cómo empecé con el humor. Para la muestra tuve que buscar cosas viejas. Así encontré que mi madre, con esa cosa de las madres, tenía guardadas unas revistitas que yo había hecho de chico. Entonces descubrí que las historietas eran muy serias, sin pizca de humor, en cambio sí había humor en unos cuentitos que yo escribí en las mismas revistas. Es decir que hacía humor escribiendo pero no dibujando. Más o menos a los 15 años dejé el secundario sin terminar y empecé a trabajar en publicidad. A fin de año me pidieron que dibujara unas tarjetas para las Fiestas. Aburrido de las tarjetas clásicas, las hice en tono humorístico y me di cuenta de que eran mucho más aceptadas que las otras y que yo me divertía muchísimo haciéndolas. En el año ’68 empecé a trabajar en la revista Boom de Rosario, donde me encargué de la ilustración a color de la tapa, que no era humorística. Pero en el interior de la revista había una página que debía ser llenada con un dibujo humorístico. Y como yo era el único que dibujaba, un poco para ver qué pasaba, me lo encargaron a mí. Empecé a hacer chistes como había hecho con las tarjetas de Navidad. Sólo los temas cambiaban.
–La capacidad estaba, pero no tenías mucha conciencia. La casualidad decidió.
–Es así. Así mismo. Yo siempre quise hacer historietas, pero de aventuras. Y eso se ve en mi dibujo, el cual viene de esas historietas, no de Osky o Palacios o Steinbeck, sino de Hugo Pratt y de Roy Crane.

 
–¿Al uruguayo Alberto Brescia nunca lo imitaste de niño?
–No, yo fui muy amigo de Alberto y lo quería mucho, pero su dibujo no me atraía.
–Demasiado barroco.
–Sí, para lo que yo quería. Pero era un virtuoso. Su dibujo fue muy valorizado en el mundo. Era bien conocido en Europa, Estados Unidos. Por qué uno prefiere este estilo y no aquél, no lo sé. Pero a mí siempre me gustó un estilo más simple, más limpio y caricaturesco. Menos realista.
–Hablamos ya de algunos mecanismos de humor, pero pienso que no son los únicos. Hay otros.
–Sí, hay, pero no es fácil ubicarlos. A menudo vienen chicos a mostrarme sus dibujos. Respecto del dibujo en sí puedo decirles: “Mirá, me parece que está mal por esto y por esto”. Pero, cómo llegar a un chiste es más complicado. En mi caso, que hago chistes de carácter político, lo fundamental es ir acompañando la noticia.
–Acabás de decirlo, acompañás la noticia. ¿Considerás que tu tarea es política?
–No.
–Sin embargo hacés humor desde una posición que a través de los años se mantiene.
–Sí, pero no lo hago desde el lugar del militante.
–No, pero en lo que hacés hay posición política y acción política.
–Sí, puede ser, aunque yo nunca lo sentí así. O sí lo sentí en algunas situaciones. Durante el gobierno militar, por ejemplo. Ahí yo sabía que me estaba contraponiendo al mensaje oficial, sin que eso me llevara a mártir de la democracia. Entre otras cosas porque siempre es más fácil decir cosas en broma que en serio.
–Sin embargo el humor es muy temido por quienes están en el poder.
–Sí, es posible, pero a pesar de esto durante la dictadura tuvimos cierta libertad para el humor.
–¿Tendría sentido hoy el doctor Merengue, un personaje tan representativo en el pasado?
–Creo que el doctor Merengue ya no tendría validez.
–¿Cuál sería hoy el personaje que podría mostrar un aspecto definitorio de la sociedad argentina?
–En este momento quien aparece en estratos de poder es el chanta argentino. La caricatura, el humor se ensañan en ese chanta que está dándole un perfil especial a la sociedad argentina.
–¿Cómo es ese chanta?
–Presume de lo que no es. Es ignorante pero habla con autoridad de lo que no sabe. En verdad, no sabe nada de nada y habla de todo. Y además, es ostentoso. Fijate en el caso del juez Trovatto.
–Se metió en el lío que se metió por comprarse un apartamento de 750 mil dólares y querer mostrarlo. Su sueldo creo que no sobrepasa los 4 mil.
–Claro. Pero él quiso que todos vieran cómo vivía. Así que aceptó la nota. Habló hasta por los codos de todos los detalles. No recuerdo si hablaron de precio, pero eso se sabe viendo el departamento. Porque la cosa no acaba con tener riquezas. Parte del placer está en ostentarlas.
–Claro que las riquezas no diferencian unos de otros si son desconocidas por el resto. Si permanecen ocultas.
–Pero, además, cómo se consiguieron no importa. Lo único que importa es tenerlas.
–Fue curiosa esa historia del bancario de una provincia del Litoral que roba una suma muy grande. A los días se arrepiente y la devuelve. Sus coterráneos se pusieron furiosos. “Es un idiota”, decía la gente en televisión. En cerca de veinte entrevistados sólo un español viejo dijo que había hecho bien.
–Yo no soy economista ni sociólogo, pero veo que el modelo económico que se maneje privilegia ese tipo de gente. Es el sálvese quien pueda entre los que no tienen acceso. Y el llegar como sea. Hay que tener guita y cómo se consiguió no importa.
–¿Cuáles son las fuente más frecuentes de humor?
–La realidad político-social y todo aquello atinente a la condición humana. Problemas de pareja, hijos, etcétera.
–¿Te parece que el humor se trasmite fácilmente de un país a otro?
–Los personajes más exitosos de un país difícilmente son transportables. Pensá en Clemente, de Caloi. En otros países no entienden bien de qué habla. E incluso Inodoro Pereyra no funciona afuera, salvo aquí, claro, pero eso se entiende.
–El humor estadounidense funciona bastante afuera.
–Es natural, ellos han exportado toda su cultura. Nos gusta Charlie Brown que juega al béisbol y palea nieve, pero ¿cuántas películas vimos sobre esas actividades?



–Hablemos de ese personaje tan entrañable que es Inodoro.
–El querría ser grandioso y no, es completamente frágil y candoroso. Todos lo quieren a Inodoro. Te cuento cómo nació. Un día, en el ’70, hice una tira con un gaucho y pensé que sería interesante continuar con ese personaje. Pero me planteé que debía poner en la tira algún elemento absurdo.
–El perro que habla.
–Sí, a partir de un perro que habla pueden pasar muchas cosas. Elefantes que vuelan si lo deseo. Quino, cuando ya estaba decidido a abandonar a Mafalda, en 1982, un día me dijo que uno de los inconvenientes que encontraba en Mafalda para seguir adelante renovando su vigor era que Mafalda no tuviera absurdo. Eso lo limitaba, me dijo.
–Siempre que leo a Inodoro pienso cómo debés divertirte haciéndolo.
–Sí, me divierte, pero me cuesta esfuerzo. Si vos lo leés con cuidado verás que el chiste no es uno que se reserva para el final sino varios. Al principio hacía uno cada dos o tres cuadritos.
–Es verdad que hace reír desde el principio al fin.
–Actualmente trato de que cada cuadrito tenga un chiste. Me da mucho trabajo pero a pesar de todo, como vos decís, me río mucho.
–¿Tú creés que el humor puede ser en algún sentido un instrumento de cambio?
–Se dice que nunca un chiste derribó un gobierno –y creo que eso es así–. Puede sí determinar cambios a nivel más doméstico. Yo agradezco mucho a quienes me hacen reír. Creo que el humor puede hacernos cambiar la opinión sobre un problema y –lo que es evidente– puede cambiarnos el ánimo. Por otra parte, es importante la velocidad con que el chiste se desplaza.
–¿Te reís con Shakespeare o el Quijote?
–No, yo no leí los clásicos. Traté, pero nunca pasé de algunas páginas.
–Tú has sido jurado en concursos de humor en la Unión Soviética.
–Sí, varias veces me llamaron. Pasaba algo curioso con el humor en los países del Este. A los que llegábamos de otra parte del mundo nos resultaba muy ingenuo. No sé, ellos se reían. Al mismo tiempo, un amigo argentino, que vive en España, cada vez que viene a Buenos Aires se sorprende de la agresividad de nuestro humor. De nuestro humor en la vida privada. Puede ser, yo no lo percibo. Trabajando con Les Luthiers pude comprobar cómo un chiste que presumimos graciosísimo no provoca risa y otro que no parece muy gracioso hace reír. Esta experiencia para mí es muy diferente a la que tengo con el lector de mis chistes, a quien nunca le veo la cara y no sé cuándo se ríe y cuándo no.
Se queda en silencio.
Le pregunto en qué está pensando:
–En la gente que a veces me dice si yo hago humor para hacer pensar. Claro que no. Eso sería una pedantería. La gente piensa sola, no necesita mi provocación. Lo que yo busco es hacer reír. Porque, además, si no hago reír me ponen en la calle y se buscan a otro. Eso es así.
–Hay algo que se da tanto en tus historietas como en tus cuentos: la seriedad que usás para trasmitir el humor. Este se comunica de una manera muy formal, sin locura o con una locura muy controlada.
–Siempre me gustó esa forma de humor. La del tipo que habla seriamente de cosas que pueden ser descacharrantes. Me gusta Woody Allen cuando se para ante la pantalla y habla seriamente de cosas delirantes.
–Decir cosas delirantes en tono sereno.
–Exactamente. Hoy vos me preguntabas sobre las fuentes de humor. En este momento me acuerdo de un cuento, no una historieta, un cuento que llamé “Toda la verdad sobre el trasbordador Columbia”, donde el centro del cuento se basa en esa idea de que un uruguayo o un argentino con un alambre, arreglan cualquier cosa. “Un alemán precisa tanto y cuanto, nosotros, un alambre.” En todos los pueblos pobres, humildes florece esta idea. Yo escuché en Cuba: “Los soviéticos no lo hacen sin tales o cuales aparatos; aquí en Cuba lo arreglamos con dos clavos”. En ese cuento el trasbordador está por salir y se rompe algo. Hay que suspender la partida. Pero uno de los mecánicos es argentino, toma unas cuerditas, lo arregla en unos minutos y sale.
–Hay uno de tus cuentos que recoge una situación que es muy ridícula, pero se repite bastante. La del tipo que dice “el mayor de mis defectos es que soy demasiado bueno”, o “generoso”, o “confiado”. Me gustó que tomaras ese tema.
–Claro, anuncian un defecto pero exponen una virtud.
–¿Y el que escribe aforismos?
–Yo me pregunto si los que hacen eso no lo hacen en joda. Me pregunto si un tipo puede escribir aforismos seriamente. ¿Cómo puede creer que en cinco palabras trasmite algo importantísimo?
–¿Recordás alguno del personaje del cuento “Nuevos aforismos de Ernesto Esteban Etchenique”?
–Uhhh. “¡Desdichado el mendigo que no conoce el placer de dar!” “Si quieres alcanzar la sabiduría... ¡empieza a correr ya!” “Si tropiezas dos veces con la misma piedra... ¡Sácala de allí!” Pero es que los aforismos... Cuando San Martín le dijo a su hija “serás lo que debas ser o si no no serás nada”, ¿qué carajo quería decirle? Si yo soy la hija voy a alguna adivina a que lo explique. Sin embargo todos hemos repetido mil veces esa pavada en la escuela. No hay niño que la ignore.
–¿Terminaron? –dijo Daniel Divinski doblando el diario, porque estoy sintiendo un olorcito a pescado. ¿Dónde está el sacacorchos?

©María Esther Gilio
Página12, Buenos Aires
Domingo, 20 de julio de 2008





 

Primo Levi: Regreso a Auschwitz (entrevista) / Marco Belpoliti (Transcripción) Ana Nuño (Traducción) / Letras Libres, septiembre 2005








Primo Levi regresó a Auschwitz, donde estuvo internado de febrero de 1944 hasta la liberación del campo en enero de 1945, dos veces en su vida: en 1965 y en 1982. En la segunda oportunidad lo hizo acompañado por un grupo de estudiantes y profesores de instituto, representantes de la comunidad judía y cargos electos de la provincia de Florencia, organizadora de la visita. También viajó con él un equipo de la rai , dirigido por Emanuele Ascarelli y Daniel Toaff.

El texto de la entrevista, realizada ante las cámaras en junio de 1982, había permanecido inédito hasta su transcripción por Marco Belpoliti y su edición en 1998 en un volumen colectivo a cargo de Francesco Monicelli y Carlo Saletti. La traducción del italiano es de Ana Nuño.





Ya estamos aquí. ¿Qué efecto le produce volver a ver estos parajes?

Todo es diferente, han pasado más de cuarenta años. Polonia salía entonces de cinco años de una guerra espantosa, era el país de Europa que probablemente había sufrido más por culpa de la guerra, que tenía el mayor número de víctimas, no sólo judíos. Además, en estos últimos cuarenta años el mundo se ha renovado en todas partes. Yo atravesé estos campos invernales y la diferencia es total, porque el invierno polaco era, y sigue siendo, un invierno rudo, no como el invierno al que estamos acostumbrados en Italia. Aquí la nieve se mantiene durante tres, cuatro meses, y nosotros no podíamos, éramos incapaces de resistir el invierno polaco, como prisioneros o después. Yo recorrí estos campos como un ser a la deriva, como una persona desesperada y perdida, en busca de un baricentro, de cualquiera que fuera capaz de acogerme. Era verdaderamente la desolación hecha paisaje.

Estos rieles y los trenes de mercancías que vemos pasar, ¿qué siente al verlos?

Pues resulta que precisamente los trenes de mercancía son el desencadenante, lo que me causa mayor impresión, porque aún hoy cuando veo un vagón de mercancías, y aún más si subo a uno de ellos, me produce una violenta impresión, los recuerdos regresan, en fin, mucho más que al volver a ver paisajes y lugares, incluso Auschwitz. Haber viajado cinco días seguidos en un vagón de mercancías sellado es una experiencia que no se olvida.

Esta mañana me hablaba de algunas sensaciones que le produce la lengua polaca.

Sí, también es un reflejo condicionado, al menos, es decir, en mi caso. Yo soy un hombre que habla y escucha; el lenguaje de los otros me afecta mucho, y suelo o procuro utilizar correctamente mi lengua de italiano. El polaco era esa lengua incomprensible que nos había recibido al final del viaje, pero no era ni mucho menos el polaco de la población civil que escuchamos hoy en los hoteles o en boca de nuestros acompañantes. Era un polaco zafio, vulgar, trufado de injurias e imprecaciones, y nosotros no comprendíamos aquello; era realmente una lengua infernal. El alemán lo era todavía más, desde luego; el alemán era la lengua de los opresores, de las matanzas, pero mucho de los nuestros -yo, entre otros- lo comprendíamos a retazos, no nos era desconocido, no era la lengua de la aniquilación. El polaco sí era la lengua de la aniquilación. Sin ir más lejos, ayer noche en el ascensor dos borrachos me produjeron una fuerte impresión: hablaban como entonces, no como los que nos acompañan, hablaban soltando injurias, hablaban esa lengua que parecía estar hecha sólo de consonantes, verdaderamente la lengua del infierno.

Decía usted, por cierto, que esta sensación es como la que le produce el carbón, ¿no es así?

¡Exactamente la misma! Sin duda, también esto se lo debo al hecho de ser químico. El químico es entrenado para identificar las substancias a través de su olor. En aquella época y también hoy, la llegada a Polonia, al menos a las ciudades polacas, está marcada por dos olores característicos que no existen en Italia: el olor de malta torrefacta y el olor ácido del carbón ardiendo. Esta es una región minera, en todas partes hay carbón y muchos aparatos de calefacción funcionan con carbón. Entre estaciones y en invierno un olor se esparce por el aire: el olor ácido del carbón. Pero para nosotros, o el menos para mí, es el olor del Lager, el olor de Polonia y del Lager.

¿Y la gente?

No, la gente no es la misma de entonces. En aquella época no vimos a la gente. Vimos a los verdugos del Lager y sus colaboradores. La mayoría eran polacos, judíos y cristianos. Pero los polacos de la calle, los polacos que vivían en las casas, a esos no los veíamos, los divisábamos a lo lejos, más allá de las alambradas. Había un camino rural que se extendía a lo largo del Lager, pero por ahí pasaba muy poca gente. Después supimos que habían alejado a todos los habitantes del pueblo. Sí veíamos pasar los autocares que conducían al trabajo a los obreros polacos, y recuerdo un anuncio en uno de estos vehículos, una publicidad como las que veíamos en casa: "Beste Suppe, Knorr Suppe", "La mejor sopa es la sopa Knorr". Ver aquel anuncio de sopa nos producía un extraño efecto, como si nos fuera posible escoger entre una sopa mejor y otra menos buena.

¿Qué sintió esta mañana cuando emprendió el mismo camino, pero partiendo esta vez de un lujoso hotel turístico?

Sentí una dislocación, casi me atrevería a decir un desmembramiento, algo imposible que a pesar de todo sucede porque el contraste es demasiado fuerte. Se trata de algo que en aquel entonces jamás hubiésemos podido imaginar que podría ocurrir: regresar a este lugar, vestidos como turistas, a un hotel de lujo o casi. Y sin embargo...

Y ese contraste, ¿qué diría...?

Ese contraste, como por lo demás todos los contrastes, tiene un lado gratificante y otro alarmante; las cosas pueden volver a suceder. Lo peor habría sido lo contrario: haber venido a un hotel de lujo y después, hoy, volver en plena desesperación.

¿Sabían adónde irían, cuál sería su destino?

No sabíamos prácticamente nada. En la estación de Fossoli pudimos ver unos rótulos en los vagones en los que habían garabateado una indicación: "Auschwitz"; pero no sabíamos dónde quedaba, pensamos que se trataba de Austerlitz. Supusimos que estaría en algún rincón de Bohemia. Creo que nadie en Italia en aquella época, ni siquiera las personas mejor informadas, sabía lo que significaba "Auschwitz".

¿Cómo fue su primer contacto con Auschwitz hace cuarenta años?

Era... ¿cómo decir? Era lunarmente diferente, era de noche; era el final de cinco días de viaje calamitoso, durante el cual varias personas habían muerto en el vagón, era la llegada a un lugar del que no comprendíamos la lengua y todavía menos su razón de ser. Había unos letreros insensatos: una ducha, un lado limpio, un lado sucio y un lado limpio. Nadie nos explicaba nada o bien nos hablaban en yiddish o en polaco, y nosotros no comprendíamos nada. Es una experiencia realmente alienadora. Teníamos la impresión de hallarnos en medio de un ataque de locura, de estar..., de haber perdido la posibilidad misma de razonar. No, ya no razonábamos.




¿Cómo vivió el viaje, aquellos cinco días? ¿Qué recuerda de aquello? 
 En realidad lo recuerdo muy bien, recuerdo muchas cosas. Éramos cuarenta y cinco personas en un vagón muy pequeño, apenas había espacio, como mucho podíamos sentarnos, pero era imposible tumbarse; había una joven madre que daba el pecho a su bebé. Nos habían dicho que podíamos llevar comida, pero, estúpidamente, no llevamos agua o quizás un poco, por lo demás nadie nos lo había dicho y pensábamos que conseguiríamos agua en algún lugar. A pesar de que era invierno, padecimos una sed aterradora; aquella fue verdaderamente la primera experiencia de una tortura, la tortura de la sed durante cinco días. Le recuerdo que estábamos en invierno, el aliento se nos congelaba, y el que podía soplaba sobre los pernos del vagón e intentaba raspar la escarcha blanca -llena del óxido de los pernos-, raspabas aquello para conseguir recoger unas pocas gotas de agua y mojarte los labios. Y el bebé chillaba de la mañana a la noche y durante toda la noche porque su madre se había quedado sin leche.

Y qué fue de los niños, de la madre cuando...

Pues bien, los mataron rápidamente. De los seiscientos cincuenta que íbamos en aquel tren, las cuatro quintas partes perecieron aquella misma noche o la siguiente, enviados directamente a las cámaras de gas. En aquel escenario siniestro, en plena noche, bajo los focos, con toda esa gente que gritaba -gritaban como nunca se ha oído gritar, gritaban órdenes que no comprendíamos-, bajamos de los vagones y nos pusimos en fila, nos hicieron poner en fila. Delante de nosotros había un suboficial y un oficial -después supe que era médico, pero al principio no lo sabíamos-, y preguntaban a cada uno si podía trabajar o no. Me dirigí a mi vecino, era un amigo, un muchacho de Padua mayor que yo y en mal estado de salud, y le dije: yo pienso decir que puedo trabajar. Y él me contestó: haz lo que quieras, a mí me da igual. Ya había abandonado toda esperanza. De hecho, se declaró incapacitado y no entró en el campo. No volví a verle nunca más, como a ninguno de los otros, por lo demás.

¿Cómo era el trabajo allí, en Auschwitz?

He de aclarar, como sin duda ya sabe, que en Auschwitz no había un solo campo sino muchos, y algunos habían sido construidos siguiendo un proyecto, anexos a una fábrica o una mina. El campo de Birkenau, por ejemplo, estaba dividido en gran número de equipos que trabajaban en varias minas, incluso en fábricas de armas. Mi campo, en el que había diez mil prisioneros, era Monowitz y formaba parte de una fábrica que pertenecía a I.G. Farben Industrie, un enorme conglomerado químico, posteriormente desmantelado. Teníamos que construir una nueva fábrica de productos químicos, que tendría cerca de seis kilómetros cuadrados. La obra estaba bastante avanzada y todos trabajábamos en ella; también trabajaban allí prisioneros de guerra ingleses, presos franceses, rusos e incluso alemanes. Por supuesto, también había polacos libres y voluntarios, hasta había voluntarios italianos. En total, aproximadamente cuarenta mil individuos, de los que nosotros, los diez mil, éramos el nivel más bajo, el último peldaño. El Lager de Monowitz, formado casi exclusivamente por judíos, debía suministrar la mano de obra no calificada. A pesar de todo, debido a que la mano de obra especializada escaseaba en Alemania, y como los hombres se habían marchado al frente, a partir de un determinado momento buscaron entre nosotros -los teóricamente no calificados y esclavos- a especialistas, empezaron a buscar a quienes... desde el primer día, desde el día de nuestro ingreso en el campo se produjo una especie de búsqueda por analogía: a todos nos preguntaron qué edad teníamos, qué diplomas, qué oficio. Fue entonces cuando tuve mi primera oportunidad ya que me presenté como químico, sin saber que sería enviado a una fábrica de productos químicos; y mucho después aquello me valió un pequeño beneficio, porque durante los dos últimos meses trabajé en un laboratorio.

¿Cómo era la comida?

Pues bien, la comida era el problema número uno. No estoy de acuerdo con quienes describen la sopa y el pan de Auschwitz como infectos; en lo que a mí respecta, tenía tanta hambre que los encontraba buenos y la comida nunca me pareció asquerosa, ni siquiera el primer día. Era miserable, nos daban raciones mínimas, el equivalente de 1.600-1.700 calorías por día; teóricamente, porque en el trayecto había ladrones y, por tanto, las raciones que llegaban hasta nosotros eran inferiores al umbral teórico; digamos que aquello era el racionamiento oficial. Usted sabe que actualmente 1.600 calorías bastan para un hombre poco corpulento y que con eso puede vivir, pero sin trabajar y si permanece echado, mientras que nosotros debíamos trabajar y, además, hacerlo con frío y realizar labores pesadas; en estas condiciones, la ración de 1.600 calorías era una muerte lenta por desnutrición. Después he leído los cálculos que hacían los alemanes. Calculaban que a un prisionero sometido a estas condiciones que sacara recursos del estado en que se hallaba antes de su internamiento, este tipo de alimentación le permitiría resistir de dos a tres meses.

¿Pero era posible adaptarse a todo en los campos de concentración?

Su pregunta es extraña. El que se adapta a todo es el que sobrevive; pero la mayoría no se adaptaba a todo y moría. Moría por no saber adaptarse incluso a cosas que hoy nos resultan banales, al calzado, por ejemplo. Nos lanzaban un par de zapatos, bueno, en realidad no era un par de zapatos, eran dos zapatos desparejados, uno tenía tacón y el otro no; había que tener una constitución de atleta para aprender a caminar de este modo. Un zapato era muy pequeño y el otro muy grande. Había que dedicarse a hacer complicados intercambios, y si se tenía suerte podía conseguirse un par casi a juego y había que conformarse. La mayor parte del tiempo los zapatos hacían heridas en los pies, y quien tenía pies delicados acababa contrayendo una infección. A mí también me toco vivirlo, todavía tengo las cicatrices. Milagrosamente mis heridas sanaron por sí solas, a pesar de que no falté un solo día al trabajo. Quien era sensible a las infecciones moría debido a sus zapatos, por culpa de las llagas de los pies infectadas que no sanaban. Los pies se hinchaban, y cuanto más hinchados estaban más apretaban los zapatos, y la gente acababa teniendo que ir al hospital, pero no los dejaban ingresar ya que los pies hinchados no eran una enfermedad. Era un mal tan generalizado que quien tenía los pies hinchados iba directamente a la cámara de gas.




Parece que hoy iremos a comer a un restaurante de Auschwitz.

Sí, es casi cómico. ¡Un restaurante en Auschwitz! No sé, la verdad, no creo que coma; para mí es como una profanación, una cosa absurda. Por otra parte, hay que decirse que Auschwitz -Oswiecim en polaco- era y es todavía una ciudad donde hay restaurantes, cines y probablemente también un bar nocturno, como probablemente en toda Polonia; hay escuelas, hay niños. Hoy como ayer, paralelamente a este Auschwitz hay, cómo decir, un concepto: Auschwitz es el Lager. Pero en aquella época también existía un Auschwitz civil.
Al abandonar Auschwitz, el primer contacto con la población polaca... 
La gente desconfiaba. Los polacos habían pasado de una ocupación a otra, de una ocupación feroz, la alemana, a otra menos feroz, quizá más primitiva, la de los rusos. Pero desconfiaban de todo el mundo, incluso de nosotros. Éramos extranjeros, auténticos forasteros, no nos comprendían, llevábamos puesto un uniforme, el uniforme de los presidiarios, era eso lo que los aterraba. Se negaban a dirigirnos la palabra, y sólo algunos, realmente muy pocos, se apiadaron de nosotros; con ellos acabamos comprendiéndonos. Es muy importante la comprensión mutua. Entre el hombre que puede hacerse comprender y el hombre que no puede hacerse comprender hay un abismo: uno se salvará, el otro no. También esto es fruto de la experiencia del Lager: la fundamental experiencia de la importancia de comprender y ser comprendido.
¿El problema, para los italianos, era la lengua?

Para los italianos era una de las principales causas de mortalidad, comparado con otros grupos. Para los italianos y los griegos. La mayoría de los italianos como yo murieron en los primeros días por no poder comprender. No comprendían las órdenes, y no había ninguna clase de tolerancia para quienes no las comprendían; había que comprender la orden: nos gritaban, nos la repetían una sola vez y ya está, después arreciaban los golpes. Ellos no comprendían cuando nos anunciaban que podíamos cambiar de zapatos, no comprendían que una vez por semana nos llamaban para afeitarnos la barba; siempre llegaban de últimos, siempre tarde. Cuando necesitaban algo, algo que fuera posible expresar, incluso algo que hubiesen podido obtener, no lograban expresarlo y se reían de ellos; aquello era el hundimiento total, también desde un punto de vista moral. A mi modo de ver, entre las primeras causas de tantos naufragios en el Campo, la lengua, el lenguaje encabezaba la lista.

Hace unos momentos hemos dejado atrás una estación de tren que menciona en su libro La tregua.

Trzebinia. Sí, era una estación fronteriza, situada entre Katowice y Cracovia, y en ella se detuvo el tren. Era un tren que se detenía todo el tiempo, nos costó tres o cuatro días recorrer ciento cincuenta kilómetros. Se detuvo y yo me bajé. Por primera vez me encontré cara a cara con un polaco, un civil; era un abogado, y fue posible entendernos porque hablaba alemán y también francés. Yo no sabía polaco y, la verdad, sigo sin saberlo. Así que me preguntó de dónde venía y le conté que venía de Auschwitz, que por eso llevaba un uniforme, porque todavía llevaba el uniforme a rayas. Me preguntó: ¿por qué? Le dije que yo era un judío italiano. Él iba traduciendo mis respuestas a un grupo de curiosos que se había congregado a su alrededor, eran campesinos polacos, obreros que iban de camino al trabajo, era casi de día, si mal no recuerdo. Como decía, yo no sabía polaco, pero sí lo suficiente para comprender lo que traducía... Había transformado mi respuesta. Yo había dicho: "soy un judío italiano", y él había traducido "es un prisionero político italiano". Entonces le dije en francés, para corregirle: "no soy..., también soy un prisionero político, pero fui deportado a Auschwitz por ser judío, no como prisionero político". Pero él me contestó precipitadamente y en francés que, por mi bien, mejor valía dejarlo de ese tamaño, porque Polonia es un triste país.




Estamos a punto de volver a nuestro hotel de Cracovia. Para usted, ¿qué representó el Holocausto para el pueblo judío?

No fue algo novedoso, antes hubo otros. Entre paréntesis, nunca me ha gustado la palabra "Holocausto". No me parece un término apropiado, es retórico y, sobre todo, erróneo. Representó un punto de no retorno en términos de proporciones, sobre todo de recursos, porque por primera vez en tiempos recientes el antisemitismo se convirtió en un proyecto planificado, organizado a nivel de Estado, no por influjo de un consenso tácito, como había ocurrido en la Rusia de los zares; esto, en cambio, era un acto de voluntad. No había escapatoria posible, toda Europa se convirtió en una enorme trampa, esto fue lo novedoso y lo que determinó para los judíos un profundo cambio, no solamente en Europa sino también para la comunidad judía en Estados Unidos y para los judíos del mundo entero.

¿Piensa usted que otro Auschwitz, otra masacre como la perpetrada hace cuarenta años, es imposible que se vuelva a producir?

En Europa no lo creo posible por razones, como decir, de inmunidad. Se ha producido una especie de inmunización; esta es la razón por la que sería difícil asistir al renacimiento de algo parecido por mucho tiempo... en algunas décadas, pongamos, cincuenta o cien años, Alemania podría conocer un resurgimiento del nazismo parecido al anterior, y en Italia aparecería un fascismo como el de antes. Sin embargo, pienso que no será posible en Europa; también pienso que en otros países se está gestando el deseo de un nuevo Auschwitz, simplemente les faltan los recursos.

¿La idea no ha muerto?

Ciertamente no ha muerto la idea, porque nada muere definitivamente. Todo reaparece bajo nuevas formas, pero nada muere por completo.

¿Pero las formas sí cambian?

Las formas cambian, sí; las formas son importantes.

¿Piensa usted que es posible lograr el aniquilamiento de la humanidad del hombre?

¡Desde luego que sí! ¡Y de qué manera! Me atrevería incluso a decir que lo característico del Lager nazi -no sabría decir en el caso de los otros porque no los conozco, quizás los campos rusos son distintos- es la reducción a la nada de la personalidad del hombre, tanto interiormente como exteriormente, y no sólo la del prisionero sino también la del guarda del Lager, él también pierde su humanidad; sus rutas divergen, pero el resultado es el mismo. Pienso que son pocos los que tuvieron la suerte de no perder su conciencia durante la reclusión; algunos tomaron conciencia de su experiencia a posteriori, pero mientras la vivían no eran conscientes. Muchos la olvidaron, no la registraron en su mente, nada se imprimió en la cinta de su memoria, diría yo. Sí, todos sufrían substancialmente una profunda modificación de su personalidad, sobre todo una atenuación de la sensibilidad en lo relacionado con los recuerdos del hogar, la memoria familiar; todo eso pasaba a un segundo plano ante las necesidades imperiosas, el hambre, la necesidad de defenderse del frío, defenderse de los golpes, resistir a la fatiga. Todo ello propiciaba condiciones que pueden calificarse de animales, como las de bestias de carga. Es interesante observar cómo esas condiciones animales se reflejaban en el lenguaje. En alemán hay dos verbos para "comer": el primero es "essen", que designa el acto de comer en el hombre, y está "fressen", que designa el acto en el animal. Se dice de un caballo que "frisst" y no que "isst"; un caballo zampa, en suma, un gato también. En el Lager, sin que nadie lo decidiera, el verbo para comer era "fressen" y no "essen", como si la percepción de una regresión a la condición de animal se hubiera extendido entre todos nosotros.

Ha concluido el periplo de su segundo regreso a Auschwitz. ¿Qué cosas le vienen a la mente?

Muchas, en realidad. Sobre todo una: me incomoda que los polacos, el gobierno polaco, se hayan apoderado de Auschwitz, que lo hayan convertido en el lugar del martirio de la nación polaca. En verdad eso fue cierto, al menos durante los primeros años, en 1941 y 1942. Pero después de esa fecha, con la apertura del Lager de Birkenau, y sobre todo cuando entraron en funcionamiento las cámaras de gas y los hornos crematorios, se convirtió ante todo en el instrumento de la destrucción del pueblo judío. Nadie puede negar esto. Hemos podido verlo: hay también el bloque-museo de los judíos, los italianos, los franceses, los holandeses, etc. Pero hay en Auschwitz este hecho capital: que la gran mayoría de las víctimas fueron judíos, una parte sólo de las cuales eran judíos polacos. No es que se niegue esta realidad, sino que apenas es evocada.

¿No le parece que los otros, los hombres, hoy en día quieren olvidar Auschwitz cuanto antes?

Hay indicios que permiten pensar que quieren olvidar o algo peor: negar. Es muy significativo: quien niega Auschwitz es precisamente quien estaría dispuesto a volver a hacerlo.

© Marco Belpoliti  (transcripción)
Traducción del italiano: Ana Nuño

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septiembre 2005