la rebelión consiste en mirar una rosa

hasta pulverizarse los ojos


Alejandra Pizarnik


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Por los lados de Hong Kong, por Luis Sedgwick Baéz, Caracas 2010









Los países industrializados, de manera comparativa y en cierta forma, asemejan países del tercer mundo al llegar a Hong Kong. Desde que el avión aterriza en el nuevo aeropuerto construido por Sir Norman Foster, el viajero capta la esencia de la tecnología puesta eficientemente a su servicio. Y en el aspecto humano, como añadidura. Nada de bullicio, se recoge la maleta, con el carrito se cruza el umbral de inmigración y aduana y en un tris y sin esfuerzo, el tren lo aguarda para llevarlo a Kowloon y Central. Al salir otros  carritos están apostados para que el desplazamiento con el equipaje sea cómodo, se divisan los taxis de color rojo estacionados enfrente, se hace la cola y ya estamos en Hong Kong.

Llegué de noche por lo que los rascacielos, en su distante diseño,  recibían las luces zigzagueantes (como el Banco de China, obra de I.M.Pei, una metáfora sobre el crecimiento del bambú, abierto al público en el piso 43), al  absorber la ciudad en múltiples resonancias, o el HSBC, apodado el edifico Lego (también de Foster) y punto de referencia para el novato a la ciudad.

En Hong Kong todo funciona, como un reloj cronometrado al tiempo de cada quién. Los “star ferries” que cada diez minutos unen la isla de  Hong Kong con la península de Kowloon, a través de la bahía Victoria y que cuestan centavos de dólar americano. Hong Kong asoma como un gran centro comercial uno mayor y más lujoso que otro: Pacific Place (orgulloso de poseer junto con “Lane Crawford” y “Sogo” plagado con todas las tiendas de firma)  incluso con cafés y restoranes que portan nombres ilustres allende de los mares tiene su nicho glorioso allí; Harbour Centre y sus kilómetros de tiendas subterráneas a un paso del ferry (o en metro)  en Tsim Sha Shui en Kowloon.

Pero para el que busca algo más autóctono, menos occidentalizado y con el presupuesto más reducido, siempre encontrará gangas e imitaciones en el “mercado de mujeres”, en el “mercado del pescado de oro”, ambos en Kowloon donde los buhoneros se apropian de las calles peatonales y en la calle Temple, que comulga con sus actividades a la caída del sol. En Hong Kong las callejuelas Li Buen (este y oeste), abarrotadas de mercancía y de apenas cien metros, son epicentros turísticos para el turista avizor, ávido de compras baratas y re-baratas. Para las antigüedades Hollywood Road es el lugar indicado.  Aún pueden verse memorabilia de la época de Mao, estatuas, afiches, esculturas, relojes y otra parafernalia sobre su persona. Es imperativo regatear: es parte de la idiosincrasia.

Los hoteles desbordan en lujo, no son de 5 estrellas sino de 7, por así decir,  pues toda comparación es endeble;  sus lobbies son el centro del diálogo en un sinfín de lenguas, de fisonomías, que se apersonan a Hong Kong para concretar y establecer negocios.

El Museo de Historia de Hong Kong representa un buen inicio para entender y compenetrarse con la ciudad y sus múltiples transformaciones. Dividido en ocho galerías recorre la historia desde sus comienzos  remotos  hasta 1997 cuando China recobró su territorio y soberanía al haber sido ocupada por los británicos tras la 1ª  Guerra del Opio. China cedió la isla a Gran Bretaña en perpetuidad en 1842 y en 1898 recibió permiso para ocupar, durante 99 años, los “Nuevos Territorios” adyacente a Hong Kong.  En 1984 y mucho agua turbulenta de por medio, China y Gran Bretaña firmaron una Declaración Conjunta que especificaba que Hong Kong, Kowloon y los Nuevos Territorios se revertirían a la soberanía china el 1º de julio de 1997. Dos sistemas, un solo país.

Este paseo histórico que brinda el Museo permite apreciar el siempre cambiante aspecto arquitectónico ( han demolido las antiguas edificaciones para ser reemplazados por altos y estilizados edificios: el pedazo de tierra libre es buscadísimo y a precios exorbitantes o se va robando tierra al mar), el aspecto social ( una de las mayores concentraciones per cápita por habitante del mundo y con casi 7 millones de habitantes; los “sampans” que flotaban en la bahía han desaparecido) y económico  (una potencia).

La lengua es el cantonés y los lugareños tienen la costumbre de hablar en altos decibeles, casi a gritos, con inflexiones agudas y felinas.

El Centro Cultural y donde se ubica el Museo de Arte vale de por sí una visita por la vista impagable de la bahía y la panorámica del otro lado de la bahía. A pocos pasos el Hotel Península y su salón de té, un acontecimiento amical o su restorán Félix, colmado de estrellas culinarias.

Tal vez la mejor tienda china en Hong Kong sea Shanghai Tang en Pedder Street, un culto a la estética en ropa, accesorios e utensilios fabricados con textiles pluscuamperfectos, sedas exquisitas, cashemires de Mongolia, lacas trabajadas en detalle y con su característico logo: una estrella roja.  De propiedad del estado el “Chinese Arts & Crafts” y ubicado en varios puntos de la ciudad es también santuario de artesanía, pintura, joyas, cerámicas,   telas y ropa chinas, fabricadas con gusto y calidad.

Stanley, ubicado al otro lado de la isla de Hong Kong a través de un túnel y una carretera angosta que bordea el mar, brinda al viajero en movimiento una seguidilla de mansiones y villas de los potentados de la región ( “aquí no hay millonarios, sino millonarios en dólares”, decía un analista económico), a lo largo de Repulse Bay hasta llegar al pueblito, muy turístico, y la ocasión de conocer el nuevo Museo Marítimo, un ejemplo de lo que un museo debe de representar en términos de montaje, exposición, interactividad didáctica y de placer lúdico , librería y tienda. (Aquí nos enteramos que en el año 2005 salieron del puerto de Hong Kong aproximadamente 22 millones de containers para todo el mundo.

Hong Kong ofrece momentos que el viajero debe de aprovechar como el pasear por el mercado de pájaros donde sus dueños desfilan a sus mascotas en jaulas como diversión y tradición; subir a pie  al pico Victoria ( entre 1 y 1 hora y media) y admirar ( cuando no hay polución que viene del continente) la espectacular panorámica; o recorrer la calle Shangai, en las inmediaciones de Mongkok, abigarrado de utensilios de cocina para luego sentarse, como los lugareños lo hacen en “Food & Environmental Hygiene Department” en el número 470 y degustar un pescado suculento que incluye arroz y té frío en unas mesas de madera compartidas con otros comensales prácticamente a la vera de la calle. ¡Y buen provecho! Está prohibido escupir en la calle, aunque nadie le presta atención a esta particularidad.




© Luis Sedgwick Báez
Escritor venezolano. 
Crítico de cine.  
Miembro de FIPRESCI ( Federación Internacional de Críticos de Cine).


Utopías de la vereda opuesta, de Beatriz Iriart






Brevemente el recuerdo
rebozó la mirada lejana
desde el asiento
del metro
de París a Buenos Aires.
Con destino fijo a tierra
de nibelungos y Fafner.
Con cronopios, famas
y alguna que otra ESPERANZA.


Consideraciones y elementos de crítica al video-poesía “AUSCHWITZ: te he soñado tanto LIBERTAD” por Félix Esteves


Hablar del Genocidio Judío cometido durante el poderío Nazi y más allá de esa frontera es muy difícil, porque son muchos los puntos en que no podemos ser completamente objetivos: primero porque puede ser que quizás un familiar o un ser muy querido halla padeció tal crueldad, o como es mi caso que no tengo a nadie que lo haya sufrido, pero me queda la vergüenza y la culpa como ser humano que se cometan y hayan ocurrido monstruosidades como el Holocausto. 

Por eso algunos textos o trabajos que se han publicado u obras de arte que han surgido por ese motivo histórico, están llenas de subjetividades que muchas veces pecan de sentimentalismo. Pero no es así el caso de la poeta Beatriz Iriart que ha logrado llevar con magnificas construcciones literarias los horrores de los campos de concentración nazi a una elevada y hermosa poesía. 


Un ejemplo muy singular de lo anteriormente dicho, es que ella no describe simplemente las barbaridades cometidas en los campos o ghettos: En el poema “EL ESCULTOR” utiliza el símil y compara el arte de la escultura con la destreza de sobrevivir, la cuchara-cuchillo se transforma en martillo-cincel, así la víctima se convierte en artista y el arte en vida. 


Es maravilloso leer cada poema de esta señora poeta porque con la belleza del lenguaje nos recuerda y nos hace sentir los errores y horrores de la humanidad. “AUSCHWITZ te he soñado tanto LIBERTAD” es una obra donde se casan la palabra, la imagen y la música para parir con una sutileza casi mágica un testimonio de una parte de la historia que nadie y nunca debe olvidarse.


© Félix Esteves
Escritor
Caracas, mayo 2009


"Tres dramaturgas del silencio al estallido" en homenaje a Esther Dita Kohn de Cohen: Rueda de Prensa ("Puerta Abierta al Mar" de viviana marcela iriart )/ Hotel Lido, Caracas, abril 2007




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Benjamín Cohen, productor general y Esther "Dita" Kohn de Cohen,
homenajeada por su labor cultural


Esther Dita Kohn de Cohen


Rosalinda Serfaty y Fedra López, protagonistas de "Puerta Abierta al Mar"
  entrevistadas por RCTV


 Benjamín Cohen, Esther Dita Kohn de Cohen;
Rosalinda Serfaty y Fedra López, protagonitas de la obra


viviana marcela iriart, autora de "Puerta Abierta al Mar"

Aníbal Grunn, director de "Puerta Abierta al Mar"


Los elencos de las tres obras

Periodistas

Rueda de Prensa efectuada en el Hotel Lido de Caracas para presentar el ciclo "Tres Dramaturgas del Silencio al Estallido", producido por Benjamín Cohen, en donde se estrenó mi obra "Puerta abierta al Mar" junto con "Casa en Orden" de Ana Teresa Sosa y "Las Tiendas del Sheik" de Carmen García Vilar. El ciclo se realizó en homenaje a la trayectoria cultural de Esther "Dita" Kohn de Cohen y se presentó en la Sala de Conciertos del Ateneo de Caracas durante los meses de abril y mayo de 2007, con un gran éxito.





María Bethania: "Música es Perfume· documental de Georges Gachot













Melodía Sentimental
Letra Dora Vasconcelos /Música Heitor Villa-Lobos

Acorda, vem ver a lua
Que dorme na noite escura
Que surge tão bela e branca
Derramando doçura
Clara chama silente
Ardendo meu sonhar
As asas da noite que surgem
E correm no espaço profundo
Oh, doce amada, desperta
Vem dar teu calor ao luar
Quisera saber-te minha
Na hora serena e calma
A sombra confia ao vento
O limite da espera
Quando dentro da noite
Reclama o teu amor
Acorda, vem olhar a lua
Que brilha na noite escura
Querida, és linda e meiga
Sentir seu amor é sonhar



Melodía Sentimental
Despierta, ven a ver a la luna
Que duerme en la noche oscura
Que surge tan bella y blanca
Derramando dulzura
Clara llama silenciosa
Ardiendo mi soñar
Las alas que surgen de la noche
Y corren en el espacio profundo
Oh, dulce amada, despierta
Ven a dar tu calor al claro de luna
Quisiera saber que eres mía
En la hora serena y tranquila
La sombra confía al viento
El límite de la espera
Cuando dentro de la noche
Reclama tu amor
Despierta, ven a ver a la luna
Que brilla en la noche oscura
Querida, eres hermosa y tierna
Sentir tu amor es soñar


Dora Vasconcelos








Herta Müller: Discurso al recibir el Premio Nobel, 2009

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Cada palabra sabe algo sobre el círculo vicioso

¿TIENES UN PAÑUELO? me preguntaba mi madre cada mañana en la puerta de casa, antes de que yo saliera a la calle. Yo no tenía el pañuelo, y como no lo tenía, regresaba a la habitación y sacaba un pañuelo. No tenía el pañuelo cada mañana, porque cada mañana aguardaba la pregunta. El pañuelo era la prueba de que mi madre me protegía por la mañana. A otras horas del día, más tarde o en otras circunstancias, quedaba a merced de mí misma.

La pregunta ¿TIENES UN PAÑUELO? era una ternura indirecta. Una directa hubiera sido penosa, algo que no existía entre los campesinos. El amor se disfrazaba de pregunta. Sólo así podía decirse a secas, en tono de orden, como las maniobras del trabajo. El hecho de que la voz fuera áspera realzaba incluso la ternura. Cada mañana estaba yo una vez sin pañuelo en la puerta, y una segunda vez con pañuelo. Sólo después salía a la calle, como si con el pañuelo también estuviera mi madre.

Y veinte años más tarde estaba hacía tiempo sola en la ciudad, como traductora en una fábrica de maquinarias. A las cinco de la mañana me levantaba, y a las seis y media empezaba el trabajo. Por la mañana resonaba el himno sobre el patio de la fábrica a través del altavoz, durante la pausa del mediodía se escuchaban los coros de los obreros. Pero los obreros, que estaban comiendo, tenían ojos vacíos como hojalata, manos embadurnadas de aceite, y su comida estaba envuelta en papel de periódico. Antes de comerse un trocito de tocino, le quitaban la tinta del periódico rascándola con el cuchillo. Dos años transcurrieron al trote de la cotidianeidad, cada día igual al otro.

Al tercer año se acabó la igualdad de los días. En el transcurso de una semana entró tres veces en mi oficina, a primera hora de la mañana, un hombre gigantesco, de huesos sólidos, con ojos azules centelleantes, un coloso del Servicio Secreto.

La primera vez me insultó de pie y se marchó.

La segunda vez se quitó el impermeable, lo colgó en una percha del armario y se sentó. Aquella mañana yo había traído de casa unos tulipanes y los estaba acomodando en el florero. El tipo me observaba y alabó mi inusual conocimiento del ser humano. Su voz era resbaladiza. Sentí un gran desasosiego. Impugné su elogio y le aseguré que sabía algo de tulipanes, pero nada del ser humano. Entonces me dijo en tono malicioso que él me conocía mejor que yo a los tulipanes. Luego se colgó del brazo el impermeable y se marchó.

La tercera vez se sentó y yo permanecí de pie, porque había dejado su cartera sobre mi silla. No me atreví a ponerla en el suelo. Me insultó tratándome de necia redomada, holgazana, putilla, tan corrompida como una perra vagabunda. Empujó los tulipanes hasta casi el borde de la mesa, en cuyo centro puso una hoja de papel vacía y un lápiz. Rugió: escribe. De pie, empecé a escribir lo que me iba dictando. Mi nombre con fecha de nacimiento y dirección. Y después que yo, independientemente de la proximidad o del parentesco, no le diría a nadie que..., y entonces llegó la horrible palabra: colaborez, iba a colaborar. Esta palabra ya no la escribí. Puse el lápiz a un lado y me dirigí a la ventana, por la que miré hacia la polvorienta calle. No estaba asfaltada, baches y casas gibosas. Y esa calleja ruinosa se llamaba, encima, Strada Gloriei: calle de la gloria. En la calle de la gloria había un gato trepado en la morera desnuda. Era el gato de la fábrica y tenía una oreja desgarrada. Encima de él brillaba el sol matinal como un tambor amarillo. Dije: N-am caracterul. No tengo este carácter. Se lo dije a la calle, fuera. La palabra CARÁCTER puso histérico al hombre del Servicio Secreto. Rompió la hoja y tiró los trozos al suelo. Pero probablemente se le ocurrió que tendría que presentarle a su jefe la prueba de que había intentado incorporarme a su red de espionaje, porque se agachó, recogió todos los trozos en una mano y los metió en su cartera. Luego lanzó un profundo suspiro y, en medio de su derrota, arrojó hacia la pared el florero con los tulipanes, que se estrelló y crujió como si hubiera dientes en el aire. Con la cartera bajo el brazo dijo en voz queda: esto lo pagarás muy caro. Te ahogaremos en el río. Como hablando conmigo misma dije: Si firmo eso ya no podré vivir conmigo y tendría que hacerlo yo. Mejor háganlo ustedes. Y al instante la puerta de la oficina ya estaba abierta y él se había marchado. Y fuera, en la Strada Gloriei, el gato de la fábrica había saltado del árbol al tejado de la casa. Una de las ramas se mecía como un trampolín.

Al día siguiente comenzó el tira y afloja. Yo debía desaparecer de la fábrica. Cada mañana a las seis y media tendría que presentarme ante el director, con el que cada mañana estaban el jefe del sindicato y el secretario el Partido. Y así como en otros tiempos me preguntaba mi madre: ¿tienes un pañuelo? ahora me preguntaba cada mañana el director: ¿Has encontrado otro trabajo? Y yo le respondía cada vez lo mismo: No estoy buscando ninguno. Estoy a gusto aquí en la fábrica, quisiera quedarme hasta la jubilación.

Una mañana llegué al trabajo y mis voluminosos diccionarios estaban en el suelo del pasillo, junto a la puerta de mi oficina. La abrí, y había un ingeniero sentado a mi escritorio. Me dijo: aquí se llama a la puerta antes de entrar. Ahora estoy aquí yo, y tú ya no tienes nada que hacer en este despacho.

A casa no podía irme, porque habrían tenido un pretexto para despedirme por faltar sin permiso. Ahora no tenía oficina, y con mayor razón tenía que ir cada día normalmente al trabajo, por ningún motivo debía ausentarme.

Una amiga, a la que cada día se lo contaba todo en el camino de vuelta a casa por la Strada Gloriei, me dejó compartir al principio una esquina de su escritorio. Pero una mañana se plantó ante la puerta de la oficina y me dijo: No me autorizan a dejarte entrar. Todos dicen que eres una soplona. Las trabas y vejaciones se enviaban hacia abajo, los rumores empezaron a propagarse entre los colegas. Eso era lo peor. Contra los ataques uno puede defenderse, contra la calumnia es impotente. Yo contaba cada día con todo, incluso con la muerte. Pero con esa perfidia no sabía qué hacer. Ningún cálculo la volvía soportable. La calumnia nos atiborra de mugre, y nos asfixiamos porque no podemos defendernos. En opinión de mis colegas yo era exactamente aquello a lo que me había negado. Si los hubiera espiado y delatado, habrían confiado en mí sin sospechar nada. En el fondo, me castigaban porque yo los protegía.

Como ahora con mayor razón no podía ausentarme, pero no tenía despacho y a mi amiga no le permitían dejarme entrar en el suyo, me instalé, indecisa, en la caja de la escalera, una escalera que recorrí varias veces de arriba abajo – de pronto volví a ser la hija de mi madre, porque TENÍA UN PAÑUELO. Lo extendí en un escalón entre el primer y el segundo piso, lo alisé para que estuviera como es debido y me senté encima. Me puse en las rodillas mis gruesos diccionarios y empecé a traducir descripciones de máquinas hidráulicas. Yo era un chiste malo sobre la escalera, y mi despacho, un pañuelo. En las pausas del mediodía, mi amiga se sentaba en la escalera junto a mí. Comíamos juntas como antes en su oficina y, más antes aún, en la mía. Por el altavoz del patio, como siempre, los coros de los obreros entonaban cantos sobre la felicidad del pueblo. Mi amiga comía y lloraba por mí. Yo no. Debía mantenerme firme y dura. Largo tiempo. Unas cuantas semanas eternas, hasta que me despidieron.

En la época en que yo era un chiste malo sobre la escalera, consulté el diccionario para averiguar la importancia de la palabra ESCALERA. El primer escalón de la escalera se llama PELDAÑO DE ARRANQUE, el último escalón, PELDAÑO DEL DESCANSILLO. Los escalones horizontales que uno pisa encajan lateralmente en las MEJILLAS DE LA ESCALERA, y los espacios libres entre los distintos peldaños se llaman incluso OJOS DE LA ESCALERA. Por las piezas de las máquinas hidráulicas, embadurnadas de aceite, ya conocía las bellas palabras COLA DE GOLONDRINA y CUELLO DE CISNE, para ajustar un tornillo se utilizaba una MADRE DE TORNILLO, e igualmente me dejaron asombrada los poéticos nombres de las partes de una escalera, la belleza del lenguaje técnico: MEJILLAS DE LA ESCALERA, OJOS DE LA ESCALERA – es decir, la escalera tenía un rostro, ya fuese de madera, piedra, cemento o hierro – y los hombres reproducen su propia cara en las cosas más voluminosas del mundo, dan al material muerto los nombres de su propia carne, lo personifican en partes del cuerpo. Y el arduo trabajo sólo les resulta soportable a los especialistas gracias a esa ternura oculta. Cada trabajo, en cada profesión, se rige por el mismo principio de la pregunta de mi madre sobre el pañuelo.

Cuando yo era niña, en casa había un cajón destinado a los pañuelos. En él se alineaban tres pilas en dos hileras, una detrás de la otra:

A la izquierda, los pañuelos de hombre, para el padre y el abuelo.
A la derecha, los pañuelos de mujer, para la madre y la abuela.
En el centro, los pañuelos de niño, para mí.

Aquel cajón era nuestro retrato de familia en formato de pañuelo. Los pañuelos de hombre eran los más grandes, tenían un borde oscuro de color marrón, gris o burdeos. Los pañuelos de mujer eran más pequeños, con borde azul celeste, rojo o verde. Los pañuelos de niño eran los más pequeños, sin borde, pero en el cuadrado blanco había flores o animales pintados. Entre los tres tipos de pañuelos había los que se usaban los días laborables, en la hilera anterior, y los que se usaban los domingos, en la hilera posterior. Los domingos, el pañuelo debía hacer juego con el color de la ropa, aunque no se viera.

Ningún otro objeto en la casa, ni siquiera nosotros mismos, nos resultaba tan importante como el pañuelo. Podía utilizarse para una infinidad de cosas: resfriados, cuando la nariz sangraba o había alguna herida en la mano, el codo o la rodilla, cuando uno lloraba o lo mordía para reprimir el llanto. Un pañuelo frío y húmedo en la frente aliviaba el dolor de cabeza. Con cuatro nudos en las esquinas servía para protegerse del sol o de la lluvia. Cuando uno quería acordarse de algo, hacía un nudo en el pañuelo como artificio mnemotécnico. Para cargar bolsas pesadas se envolvía en él la mano. Si ondeaba era una señal de despedida cuando el tren salía de la estación. Y como tren se dice en rumano TREN, y en el dialecto del Banato lágrima (Träne) se dice trän, en mi cabeza el chirrido de los trenes sobre los rieles equivalía siempre al llanto. En la aldea, cuando alguien moría se le ataba enseguida un pañuelo en torno a la barbilla para que la boca permaneciera cerrada cuando pasaba la rigidez cadavérica. Cuando en la ciudad alguien se desplomaba al borde del camino, siempre había un transeúnte que con su pañuelo cubría la cara del muerto, y así el pañuelo pasaba a ser su primer reposo mortuorio.

A última hora de la tarde, los días calurosos del verano, los padres enviaban a sus hijos al cementerio para que regasen las flores. Nos juntábamos dos o tres e íbamos de una tumba a la otra, regando rápidamente. Luego nos sentábamos, muy pegados unos a otros, en las escaleras de la capilla y observábamos cómo de algunas tumbas subían nubecillas de vapor blanco. Volaban un ratito en el aire negro y desaparecían. Para nosotros eran las almas de los muertos: Figuras zoomórficas, gafas, frasquitos y tazas, guantes y medias. Y de vez en cuando un pañuelo blanco con el borde negro de la noche.
Más tarde, conversando con Oskar Pastior para escribir sobre su deportación a un campo de trabajos forzados soviético, me contó que una anciana madre rusa le regaló una vez un pañuelo blanco de batista. Tal vez tengáis suerte tú y mi hijo, y podáis regresar pronto a casa, dijo la rusa. Su hijo tenía la misma edad que Oskar Pastior y estaba tan lejos de casa como él, en la dirección opuesta, dijo, en un batallón de castigo. Oskar Pastior había llamado a su puerta como un mendigo medio muerto de hambre, quería cambiarle un trozo de carbón por un poquito de comida. Ella lo hizo entrar en la casa y le dio un plato de sopa. Y cuando la nariz de Oskar empezó a gotear en el plato, le dio el pañuelo blanco de batista, que nadie había usado todavía. Con un borde calado de bastoncillos y rosetas impecablemente bordados con hilos de seda, el pañuelo era una belleza que abrazó e hirió al mendigo. Un híbrido; por un lado un consuelo de batista; por el otro, una cinta métrica con bastoncillos de seda, las rayitas blancas en la escala de su desamparo. El mismo Oskar Pastior era un híbrido para esa mujer: un mendigo extraño en la casa y un hijo perdido en el mundo. En esas dos personas lo había hecho feliz y le había exigido demasiado el gesto de una mujer que para él también era dos personas: una rusa extraña y una madre preocupada con la pregunta: ¿TIENES UN PAÑUELO?

Desde que me enteré de esta historia también yo tengo una pregunta: ¿Es ¿TIENES UN PAÑUELO? válida en todas partes y se halla extendida sobre medio mundo en el brillo de la nieve entre la congelación y el deshielo? ¿Cruza todas las fronteras pasando entre montañas y estepas hasta adentrarse en un gigantesco imperio sembrado de campos de trabajos forzados? ¿No hay manera de dar muerte a la pregunta ¿TIENES UN PAÑUELO? ni siquiera con la hoz y el martillo, ni siquiera en el estalinismo de la reeducación a través de tantos campos de trabajos forzados?

Aunque hace décadas que hablo rumano, en la conversación con Oskar Pastior me percaté por primera vez de que en rumano pañuelo se dice BATISTA, de nuevo la sensual lengua rumana, que simplemente lanza con apremio sus palabras hasta el corazón de las cosas. El material no da ningún rodeo, se designa como pañuelo listo, como BATISTA. Como si cada pañuelo fuera de batista en todo tiempo y lugar.

Oskar Pastior guardó en la maleta el pañuelo como reliquia de una doble madre con un doble hijo. Luego se lo llevó a casa tras cinco largos años en el campo de trabajos forzados. ¿Por qué? – su pañuelo blanco de batista era esperanza y miedo, y cuando uno renuncia a la esperanza y al miedo, muere.
Después de la conversación sobre el pañuelo blanco me pasé media noche pegándole a Oskar Pastior un collage sobre un papel blanco:

Aquí bailan puntos dice Bea
entras en un vaso de leche de tallo largo
ropa interior blanca tina de zinc gris verde
contra reembolso se corresponden
casi todos los materiales
mira aquí
yo soy el viaje en tren y
la cereza en la jabonera
nunca hables con hombres extraños ni
acerca de la Central

Cuando a la semana siguiente fui a su casa a regalarle el collage, me dijo: encima debes pegar: “PARA OSKAR”. Yo le dije: Lo que te doy, te pertenece, y tú lo sabes. Él dijo: debes pegarlo encima, tal vez el papel no lo sepa. Me lo llevé de nuevo a casa y encima pegué: para Oskar. Y se lo volví a regalar la semana siguiente, como si hubiera regresado la primera vez de la puerta sin pañuelo y ahora estuviera por segunda vez en la puerta con pañuelo.

Con un pañuelo termina también otra historia:

El hijo de mis abuelos se llamaba Matz. En los años treinta lo enviaron a Timişoara a estudiar finanzas para que se hiciera cargo del negocio de cereales y de la tienda de ultramarinos de la familia. En la Escuela enseñaban maestros del Reich alemán, auténticos nazis. Al concluir sus estudios Matz quizás había recibido, de paso, una capacitación en finanzas, pero sobre todo recibió una formación de nazi – un lavado de cerebro planificado. Cuando salió de la escuela, Matz era un nazi fervoroso, un convertido. Ladraba consignas antisemitas, era inalcanzable como un débil mental. Mi abuelo lo reprendió repetidas veces, diciéndole que debía toda su fortuna sólo a los créditos de hombres de negocios judíos amigos suyos. Y al ver que esto no servía de nada, lo abofeteó varias veces. Pero a su hijo le habían trastornado el juicio. Jugaba a ser el ideólogo de la aldea, vejaba a los muchachos de su edad que se negaban a ir al frente. En el ejército rumano ocupaba un puesto de oficinista. Pero de la teoría quiso pasar a la práctica. Se presentó voluntario en las SS, quería ir al frente. Unos meses después regresó a casa para casarse.

Tras haber sido testigo de los crímenes en el frente, aprovechó una fórmula mágica válida para escaparse unos días de la guerra. Esa fórmula mágica era: permiso por boda.

Mi abuela tenía dos fotos de su hijo Matz en el fondo de un cajón, una foto de la boda y una foto de la muerte. En la foto de la boda se ve una novia vestida de blanco, una mano más alta que él, esbelta y seria, una virgen de yeso. Sobre su cabeza hay una corona de cera como hojas nevadas. Junto a ella está Matz con su uniforme nazi. En vez de ser un novio, es un soldado. Un soldado de la boda y su propio último soldado de la patria. Apenas volvió al frente, llegó la foto de la muerte. Y en ella un último soldado destrozado por una mina. La foto de la muerte es del tamaño de una mano, un campo negro, en el centro un paño blanco con un montoncito gris de restos humanos. Sobre el fondo negro, el paño blanco parece tan pequeño como un pañuelo de niño cuyo cuadrado blanco tiene pintado en el centro un dibujo extraño. Para mi abuela esa foto también tenía su híbrido. En el pañuelo blanco había un nazi muerto, en su memoria, un hijo vivo. Mi abuela dejó esa doble foto todos aquellos años en su devocionario. Rezaba cada día. Probablemente sus oraciones también tenían doble fondo. Probablemente seguían el hiato entre el hijo querido y el nazi obcecado y pedían también al Señor Dios que hiciera el espagat de amar a ese hijo y perdonar al nazi.

Mi abuelo había sido soldado en la Primera Guerra Mundial. Sabía de qué estaba hablando cuando decía a menudo y en tono amargo, refiriéndose a su hijo Matz: Sí, cuando ondean al viento las banderas, el juicio se pierde en las trompetas. Esta advertencia también era aplicable a la siguiente dictadura, en la que me tocó vivir a mí misma. A diario se veía cómo el juicio de los pequeños y grandes oportunistas se perdía en las trompetas. Yo decidí no tocar la trompeta.

Pero de niña tuve que aprender a tocar el acordeón contra mi voluntad. Pues en la casa se había quedado el acordeón rojo de Matz, el soldado muerto. Las correas del acordeón eran demasiado largas para mí, y para que no se resbalaran por mis hombros, el maestro de acordeón me las ataba a la espalda con un pañuelo.

Se puede decir que precisamente los objetos más pequeños, ya sean trompetas, acordeones o pañuelos, terminan atando las cosas más dispares en la vida; que los objetos giran y, en sus desviaciones, tienen algo que obedece a las repeticiones, al círculo vicioso. Uno puede creerlo, mas no decirlo. Pero lo que no puede decirse, puede escribirse. Porque la escritura es un quehacer mudo, un trabajo que va de la cabeza a la mano. De la boca se prescinde. En la dictadura yo hablaba mucho, sobre todo porque había decidido no tocar la trompeta. La mayoría de las veces, hablar tenía consecuencias intolerables. Pero la escritura empezó en el silencio, en aquella escalera de la fábrica donde tuve que sopesar y decidir conmigo misma más cosas de las que podían decirse. El acontecer ya no podía articularse en palabras. A lo sumo los añadidos externos, mas no su dimensión. Esta yo sólo podía deletrearla en mi cabeza, en silencio, en el círculo vicioso de las palabras al escribir.

Reaccionaba ante el miedo a la muerte con hambre de vida. Era un hambre de palabras. Sólo el torbellino de las palabras podía captar mi estado y deletreaba lo que no podía decirse con la boca. Yo iba detrás de lo vivido en el círculo vicioso de las palabras, hasta que aparecía algo que no había conocido antes. Paralelamente a la realidad entraba en acción la pantomima de las palabras, que no respeta dimensiones reales, reduce las cosas principales y aumenta las secundarias. El círculo vicioso de las palabras confiere de buenas a primeras una especie de lógica maldita a lo vivido. La pantomima es furiosa y permanece atemorizada y tan adicta como hastiada. El tema dictadura surge ahí espontáneamente, porque la naturalidad ya nunca regresa cuando a uno se la han robado casi por completo. El tema está implícito ahí, pero las palabras se apoderan de mí y llevan al tema adonde quieren. Ya nada es cierto y todo es verdad.

Como chiste malo sobre la escalera estaba yo tan sola como en aquella época, en que de niña, cuidaba vacas en el valle del río. Comía hojas y flores para formar parte de ellas, porque ellas sabían cómo se vive y yo no. Me dirigía a ellas dándoles un nombre. El nombre cardo lechoso debía ser realmente la planta espinosa con leche en los tallos. Pero la planta no escuchaba el nombre cardo lechoso. Entonces yo lo intentaba con nombres inventados: COSTILLA ESPINOSA, CUELLO DE AGUJA, en los que no figuraban ni cardo ni lechoso. En el engaño de todos los nombres falsos ante la planta verdadera se abría el agujero hacia el vacío. La situación ridícula de hablar a solas en voz alta conmigo y no con la planta. Pero la situación ridícula me hacía bien. Yo cuidaba vacas y el sonido de las palabras me protegía. Sentía:

Cada palabra en el rostro
sabe algo del círculo vicioso
y no lo dice

El sonido de las palabras sabe que debe engañar, porque los objetos engañan con su material, y los sentimientos, con sus gestos. En el punto de intersección del engaño de los materiales y de los gestos se instala el sonido de las palabras con su verdad inventada. Al escribir no puede hablarse de confianza, sino más bien de la honestidad del engaño.

Por entonces, en la fábrica, cuando yo era un chiste malo sobre la escalera, y el pañuelo, mi oficina, también encontré en el diccionario la hermosa palabra INTERÉS ESCALONADO, que designa las tasas de interés de un préstamo que van subiendo por tramos. Las tasas de interés son para uno gastos y para otro, ingresos. Al escribir acaban siendo ambas cosas, cuanto más voy ahondando en el texto. Cuanto más me expolia lo escrito, tanto más muestra a lo vivido lo que no había en el vivir. Sólo las palabras lo descubren, porque antes no lo conocían. Allí donde sorprenden a lo vivido es donde mejor lo reflejan. Se vuelven tan apremiantes que lo vivido debe aferrarse a ellas para no deshacerse.

Me parece que los objetos no conocen su material, que los gestos no conocen sus sentimientos y las palabras tampoco conocen la boca que las enuncia. Pero para asegurarnos nuestra propia existencia necesitamos los objetos, los gestos y las palabras. Cuanto más palabras nos es permitido usar, tanto más libres somos. Cuando se nos prohíbe la boca, intentamos afirmarnos con gestos e incluso con objetos. Son más difíciles de interpretar y permanecen un tiempo libres de sospecha. Y así pueden ayudarnos a convertir la humillación en una dignidad que permanece libre de sospecha por un tiempo.

Poco antes de mi emigración de Rumania, el policía de la aldea vino un día muy de mañana a llevarse a mi madre. Ella estaba ya en la puerta cuando se le ocurrió la pregunta: ¿TIENES UN PAÑUELO? Y no lo tenía. Aunque el policía se mostró impaciente, ella volvió a entrar en la casa y sacó un pañuelo. En la comisaría el policía estalló en gritos e improperios. Los conocimientos de rumano de mi madre no bastaban para que comprendiera los rugidos del policía, que luego se marchó del despacho y cerró la puerta con llave desde fuera. Mi madre se pasó el día entero encerrada allí. Las primeras horas sentada a la mesa, llorando. Después empezó a ir de un lado para otro y a limpiar el polvo de los muebles con el pañuelo empapado en lágrimas. Por último cogió el cubo de agua del rincón y la toalla que colgaba de un clavo en la pared y fregó el piso. Me quedé aterrada cuando me lo contó. ¿Cómo has podido fregarle el despacho a ese individuo?, le pregunté. Y ella me respondió, sin ningún reparo: quería hacer algo para matar el tiempo. Y el despacho estaba tan mugriento. Hice bien en llevarme uno de los pañuelos de hombre, grandes.

Sólo entonces comprendí que con esa humillación adicional, pero voluntaria, se había proporcionado dignidad en aquel arresto. En un collage busqué palabras para formularlo:

Yo pensaba en la rosa vigorosa en el corazón
en el alma inservible como un colador
pero el propietario preguntó:
¿quién se acaba imponiendo?
yo dije: salvar el pellejo
él gritó: el pellejo es
sólo una mancha de la batista ofendida
sin juicio.

Me gustaría poder decir una frase para todos aquellos que, en las dictaduras, todos los días, hasta hoy, son despojados de su dignidad, aunque sea una frase con la palabra pañuelo, aunque sea la pregunta: ¿TENÉIS UN PAÑUELO?
Puede ser que, desde siempre, la pregunta por el pañuelo no se refiera en absoluto al pañuelo, sino a la extrema soledad del ser humano.


 © Herta Müller
7 diciembre de 2009


Traducido por Juan José del Solar Bardelli