la rebelión consiste en mirar una rosa

hasta pulverizarse los ojos


Alejandra Pizarnik


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Cuando Moshe Dayan fue corresponsal en Vietnam en 1966, por Joan Lledo




Hace tiempo leí un interesante artículo, que sigue manteniendo su actualidad, a pesar de haber sido publicado en el 2004, titulado “Por qué Irak terminará como lo hizo Vietnam”, del profesor Martin van Creveld, quien ha publicado numerosos libros sobre temas bélicos. En el artículo se analiza Vietnam tal como la vio Moshe Dayan en el año 1966, cuando el periódico israelí “Maarev” le propuso ir como corresponsal a Vietnam.

Dayan, después de sus victorias en 1948 y 1956, estaba semi retirado estudiando orientalismo y ciencias políticas cuando recibió la oferta, la cual aceptó de inmediato.

Como Dayan no tenía antecedentes de Vietnam, se preparó cuidadosamente. Su primera visita fue a Francia, donde conocía a mucha gente. Los franceses habían perdido Indochina, por lo cual los generales con los que habló no simpatizaban con Vietnam, y uno de ellos incluso le dijo que debían bombardear el norte hasta reducirlo a la Edad de Piedra. Otro general le dijo que los norteamericanos estaban usando las fuerzas equivocadas contra los objetivos equivocados, que su inteligencia no era la adecuada y que muchas de sus bombas se perdían en la selva.

Luego fue a Inglaterra y habló con el Mariscal Montgomery, quien le dijo que el objetivo norteamericano no era claro e incluso le manifestó que cuando habló con el presidente Nixon -y después de una conversación de 20 minutos- quedó con las mismas dudas que al principio.

Desde Inglaterra fue a los Estados Unidos, país que había visitado hacía 18 años y su impresión fue la de una sociedad entrando al siglo XXI y todo el resto del mundo siguiéndola como podía.

Su primera visita fue al Pentágono, donde lo llamaron “El glorioso General Dayan”, y le dieron charlas que no le aclararon el por qué si la superioridad de los norteamericanos sobre los sudvietnamitas era de uno a cuatro sobre el Viet Cong, cómo no concentraban las tropas y aplastaban al enemigo, y la explicación fue que el general Westmoreland lo encontraba muy peligroso. Durante los siguientes días su sentimiento de que los norteamericanos no sabían adónde iban se agudizó. Donde llegaba se encontraba con gente muy amable y trabajadora, patriótica, orgullosa de lo que estaban haciendo y que no admitían errores. Le mostraron gran cantidad de estadísticas que indicaban el control que tenían del país y de los enemigos que habían matado. Posteriormente descubrió que en Vietnam del Sur no había un solo camino que fuera realmente seguro del Viet Cong.

En su reunión con el economista y director del Consejo Nacional de Seguridad, éste fue el primer norteamericano que admitió que el objetivo de la guerra no era sólo para ayudar a Vietnam, sino además mantener una fuerza política y militar para contrapesar el poder de China en la zona.
Después se reunió con otros generales y el Ministro de Defensa MacNamara. El general Taylor fue el único en mostrarle un plan estratégico para ganar la guerra, el cual consistía de cuatro elementos:

A.- mejorar las operaciones del ejército en tierra.
B.- hacer uso total de la Fuerza Aérea para bombardear el Norte.
C.-mejorar la economía de Vietnam del sur.
D.- lograr una paz honorable con Ho Chi Minh. Las bajas del VietCong se estimaban en 1.000 a la semana.

El Ministro MacNamara reconoció que tenía dudas respecto a la marcha de la guerra y esto lo llevó a renunciar al año siguiente. Además, manifestó que la guerra no estaba afectando a la economía de los Estados Unidos y que se podía seguir así hasta que un lado terminara la guerra.

Volando hacia Vietnam, Dayan resumió sus impresiones. Ninguno de sus interlocutores le pudo decir cómo iban a ganar la guerra, y no le pudieron dar una razón convincente de por qué los EE.UU. estaban en Vietnam. Uno de ellos dijo que si le presentaran al Presidente Johnson una manera honrosa de salir de Vietnam, éste retiraría las tropas.

En general, estaban confundidos con la actitud de los europeos, los que supuestamente compartían los valores democráticos de Norte América, pero no estaban de acuerdo con la guerra. Dayan pensó que ignorando a los europeos, los norteamericanos estaban cometiendo un grave error.
Dayan llegó a Vietnam el 25 de julio, donde estuvo dos días mientras le daban un uniforme, mochila, botellas de agua, casco, y comentó que poco faltó para que le dieran fusil y granadas. Usó su tiempo libre en conversar con un profesor vietnamita, quien le dijo que el Viet Cong era mucho más fuerte de lo que los norteamericanos creían.

El 27 de julio estaba en una lancha de la patrulla fluvial, la cual revisaba los botes que transportaban provisiones, en busca de armas, lo que en su opinión servía de poco, tal como su experiencia con los ingleses en Israel le recordaba.

El 28 de julio estuvo a bordo del portaaviones USS Constellation, el cual le produjo una gran impresión. El buque era como 2,5 hectáreas de suelo norte-americano, aislado en el mar, la tripulación no tenía problema de seguridad y todo el mundo trabajaba duro. El barco estaba protegido “desde el aire, el mar, la tierra, el espacio y bajo el agua” y Dayan pensó irónicamente: “para defenderse de unos hombrecitos con sombreros de paja” (sic). El producto de esta fábrica flotante era su gran poder de fuego. Cada noventa minutos salían aviones a bombardear objetivos, pero cuando preguntó la naturaleza de esos objetivos no le contestaron. Como siempre, Dayan estaba impresionado por el orgullo en ellos mismos, su país y su misión, como queriendo mostrar a los británicos, los franceses, los rusos y al mundo que donde los norteamericanos van, son irresistibles.
El mes siguiente, ya que estuvo hasta el 27 de agosto, salió con una patrulla de marines que prevenía la infiltración desde el norte. Durante tres días caminaron por la selva y cruzando ríos, sin ver a nadie. Dayan le preguntó al teniente qué estaban haciendo, porque deberían ir donde estaba la gente y no tratando de cazarlos donde no estaban.

Una visita muy interesante fue a la primera división de caballería aérea, que era lo más actualizado en el mundo, con una increíble movilidad y poder de fuego, operando con total superioridad aérea, ya que el VietCong no tenía aviones. No se necesitaban más de cuatro horas para mover un batallón donde se necesitara.

Con ellos vio la oportunidad de visitar el frente, pero como se trataba de un visitante ilustre, lo llevaron a una zona supuestamente libre de Viet Congs. Como suele suceder, la información era errada y fueron atacados con intenso fuego. El capitán a cargo descubrió que Dayan había desaparecido, pero lo localizaron en una pequeña loma viendo el combate. Con gran esfuerzo el capitán se arrastró hasta donde estaba Dayan y le preguntó que qué estaba haciendo, a lo que Dayan le contestó que subiera a la loma y viera cómo se desarrollaba el combate.

En pocos minutos los norteamericanos sufrieron muchas bajas y de inmediato llamaron a los bombarderos B-52, no siendo claro para qué en estas condiciones.

Quedó impresionado por la capacidad de despliegue de fuerzas, como movilizar 1.700 helicópteros en un frente, o que una compañía de infantería fuera apoyada por 21.000 rondas de artillería en un combate y notó que era más que lo disparado en las dos guerras de Israel en 1948 y 1956 combinadas.
Pasando al presente, específicamente a la guerra con Irak, tres de las más importantes similitudes entre la guerra de Vietnam e Irak, tomando en cuenta las observaciones de Dayan serían:

1.- Inteligencia, o en otras palabras, la imposibilidad de distinguir entre la población a los amigos de los enemigos. Con inteligencia y la gran superioridad que tienen, deberían ganar. En su ausencia, muchos de los golpes se pierden en el aire, incluyendo seis millones de toneladas de bombas arrojadas en Vietnam. Además, la falta de inteligencia provocó que se matara a civiles por error, arrojando más personas en brazos del VietCong.
2.- Tal como Dayan lo vio claramente, la campaña para ganar los corazones del pueblo fue un fracaso, sobre todo, la americanización del pueblo fue una ilusión, ya que la gran mayoría sólo deseaba que los dejaran tranquilos.
3.- La razón más importante que Vietnam es relevante a la situación en Irak es que se está golpeando al más débil. Por un lado estaba el ejército norteamericano con helicópteros, comunicaciones, artillería, municiones, combustible, repuestos y equipos de todo tipo, y por otro lado, estaban las tropas de Vietnam del Norte, que habían estado caminando durante cuatro meses, llevando algo de artillería y algunas municiones en su espalda, y sólo comiendo arroz.

En el plano internacional, una fuerza armada que está golpeando a un enemigo más débil se ve como si cometiera una serie de crímenes y termina perdiendo el apoyo de sus aliados y de su pueblo. Esto puede tardar más o menos tiempo, pero el resultado es siempre el mismo. Los que no entienden esto no saben nada de guerra o de la naturaleza humana.
En otras palabras, el que lucha contra el débil y pierde, pierde. El que lucha contra el débil y gana, también pierde. Esto ha sucedido siempre y nadie es inmune a este dilema. El resultado final es la desintegración y la derrota. Se ve en la alta tasa de suicidios de las tropas. “Por esto pienso”, dice el profesor van Creveld, “que esta aventura en Irak terminará como Vietnam”.




© Joan Lledo

Fuente:







Los Años Intensos de Fernando Alegría, entrevista Sonia M.Martin y Carolina Moroder






Fernando Alegría ha estado en Chile siempre. Algunas veces deja sus libros mientras vuelve como ahora. El Tercer Congreso de Culturas Hispánicas organizado por la Facultad de Filosofía y Humanidades del Departamento de Literatura de la Universidad de Chile lo tiene como expositor de la segunda parte de su libro La novela chilena del exilio interior. O sea, lo que sigue a lo que esta entrevista, realizada en Estados Unidos, entrega.


Fernando Alegría, es uno de los mejores escritores y críticos de literatura latinoamericana, su obra ha tomado tal trascendencia que la Academia de la Lengua Hispánica de Norteamérica, lo ha propuesto este año para el Premio Miguel de Cervantes, máximo galardón que un autor puede recibir en lengua castellana, por el conjunto de su obra. Abierto, franco y chispeante acepta nuestra proposición de pasar largas horas en una entrevista que le quitará mucho tiempo, no obstante cortés nos recibe a Carolina y a mí en su preciosa casa la que está situada entre las colinas de la Universidad de Stanford.

No hay que perder de vista que el autor vive fuera de Chile hace más o menos 30 años y que nosotras no vivimos en el país desde hace mucho tiempo. Tenemos pues un apego al chilenismo, al tiempo que una valorización por los recuerdos de nuestra tierra un tanto fuera de lo que podría ser una entrevista con dos periodistas que no han dejado Chile en todo este tiempo.


-El premio al que te postulan pone tu obra literaria y crítica nuevamente en el tapete cultural de nuestros países. Los muy jóvenes no saben mucho de tí –en algunos casos- en otros, muchos de tus libros están agotados y aunque nosotras sabemos que en tu novela Una especie de memoria, hay mucho de biografía, queremos escuchar de tus propios labios algunas cosas que son útiles para los lectores.

-Nací en Santiago, crecí, viví en barrios como los de la calle Dieciocho, la Avenida La Paz, Santos Dumont, el cerro San Cristóbal, el Parque Forestal, el cerro Santa Lucía. Esos eran mis pagos. Estudié en la Recoleta Domínica, allí hice la primaria y 4 años de la secundaria, después pasé al Instituto Nacional donde terminé la secundaria. En aquella época, en Santiago los barrios tenían características propias, y algunos eran muy hermosos, por ejemplo, Ñuñoa. Creo que Ñuñoa no ha perdido su identidad. La plaza Brasil, esas calles de la Alameda para arriba, República, Ejército, tenían su personalidad muy propia, muy característica. Recoleta y la Viñita y luego ese barrio que fue cambiando paulatinamente de carácter y que en un momento dado reunió a la colonia árabe en Chile, a los pies del cerro San Cristóbal. Luego, llega Pablo Neruda quien construyó allí una casa: fue la casa de donde salió su propio funeral. Es un barrio con carácter y con historia. Dos colegios de hombres: la Academia de Humanidades y el Liceo Valentín Letelier, y uno de niñas, el Liceo 4.

La persona que primero influyó en mí –literariamente hablando- fue don Mariano Latorre, quien enseñaba en el Pedagógico y en el Valentín Letelier. Ese barrio tuvo para mí una influencia muy grande, puso ritmo y sentido lírico, si ustedes quieren, en los años de la adolescencia. El Parque Forestal, de donde salíamos en bandadas en bicicleta, cerca de la famosa Fuente Alemana, que según el pintor Roberto Matta, nunca ha olvidado, por el marcado olor a orines que había en ella. Típico recuerdo surrealista de Matta. El barrio Independencia luego, identifica mi vida con la hípica, porque la Avenida Independencia era el camino de los hípicos hacia el Hipódromo Chile. Hubo personajes extraordinarios que yo conocí en ese barrio. La familia de Rohka, Pablo y Winett de Rokha. Sus hijos, José y Lukó, pintores; Carlos, poeta; Laura, escritora. En un tiempo nosotros vivimos en la calle Maruri, “la calle de los crepúsculos” que llama Neruda en un poema.
Cuando era estudiante en el Pedagógico, me topé con un grupo de gente que quise mucho, entre los cuales, hubo amigos muy leales a través de los años, por ejemplo Pedro de la Barra y Edmundo de la Parra. Pedro organizó el primer Teatro Experimental, cambiando la historia del teatro en Chile.

Entre las cosas que hizo fue crear un grupo musical cómico, que se llamaba La Orquesta Afónica, en el cual yo cantaba junto con personajes que hoy son famosos por diversos motivos. Además de Pedro actuaba con nosotros Carlos Nascimento, hijo de don Carlos George Nascimento dueño de la famosa editorial y librería Nascimento y Moisés Miranda, entre otros.
Tuvimos mucho éxito. Llegamos a cantar en los teatros más populares de Santiago y en las compañías de revistas. Cantamos en el Teatro Caupolicán, como se llamaba en aquella época. Recuerdo a los actores que aparecían en los programas en que figurábamos nosotros. Por ejemplo, la vedette Emperatriz Carvajal, la actriz cómica Olga Donoso; Monicaco, hijo de Rojas Gallardo. Es un recuerdo muy curioso e interesante para mí.
El año pasado cuando estuve en Chile fui a ver La negra Ester que me fascinó por muchas razones; desde luego es una obra que a mi juicio cambia la tradición teatral en Chile. No sólo por la poesía, las décimas de Roberto Parra, sino por el memorable trabajo del director, quien convirtió la obra en un espectáculo musical. Cuando fui a ver la pieza conversé con los actores, con el director y tuve un recuerdo intenso de los años que yo pasé en las funciones nocturnas de los teatros de barrios, ganando una experiencia riquísima que me ha servido para toda la vida. Fueron años interesantísimos, mi amistad con Pedro de la Barra es una experiencia que me marcó profundamente en la vida. Me encontré con Pedro a los años, muchos años después, en Chile, y en otros lugares; recuerdo cuando estuve en Caracas, él estaba viviendo en esa ciudad. Allí me contó la muerte de su hijo, quien fue baleado, como ustedes saben, en Santiago. Un año después tuve noticias de que Pedro estaba muy enfermo en Venezuela y que padecía de cáncer. Un día cualquiera se me ocurrió tomar el teléfono, llamé a su casa y me contestó una persona que creyó que yo era el médico. Me dijo:”Doctor, don Pedro pasó una noche agitada”, entonces le contesté:”Señorita, yo no soy el doctor de don Pedro; soy un amigo que lo está llamando desde los Estados Unidos para saber cómo se encuentra”. Me comunicó con Pedro, lo saludé y me preguntó:” ¿Por qué me llamas?” Le dije que había sabido por unos amigos que se encontraba enfermo. “No” –me dijo- “estoy más o menos, echándole para adelante. Hasta luego”. “Hasta luego”.
Murió al día siguiente. Pedro marcó mi vida y estas cosas aparecen narradas en mi libro Una especie de memoria. Y otras que van a entrar en otro libro que estoy escribiendo.

- ¿Qué opinas tú sobre la literatura erótica en Latinoamérica a través del tiempo y de este género en tu obra?

-La literatura erótica latinoamericana ha sido, en general, un pseudo producto literario. De pronto uno se encuentra hoy con obras de profundo sentido estético que no se olvidan fácilmente. No olvido por ejemplo un cuento que me produjo una impresión profunda y en el mejor sentido de la palabra, una impresión erótica. Escrito y publicado hace muchos años, es de un autor que en Chile no se asocia con este tema. Me refiero a Augusto D’Halmar y su cuento titulado En provincia. Quisiera que lo leyeran ahora en Chile de nuevo; que lo pusieran como modelo en los talleres de escritores y en las clases de literatura.
La literatura auténticamente erótica no es de difusión barata, con lo cual quiero decir, que los libros realmente eróticos se editan en ediciones muy pequeñas. Muy selectas. Muy cuidadas, y algunas son objetos de arte. Hay dos libros míos que pudieron clasificarse dentro del género. Los dos han sido publicados en Estados Unidos. Decálogo de los pastores, que es un poema de tradición pastoril, concebido en términos eróticos y expresado en forma surrealista. Yo llevé a Chile en la década de los 60 algunos ejemplares. Algunos años después se publicó un poema mío que se titula Instrucciones para desnudar a la raza humana, con ilustraciones de Roberto Matta.
Le conté a Matta de qué se trataba el libro y le dije, “esta es mi contribución contra la guerra de Vietnam. Y quisiera que llevara ilustraciones tuyas”. Matta me contestó enviándomelas. Instrucciones para desnudar a la raza humana, no se conoce en Chile, pero ha sido traducido a varios idiomas en múltiples ediciones.

-Hemos leído en el libro Literatura chicana Texto y Contexto Chicano un cuento tuyo titulado: ¿A qué lado de la cortina? ¿Nos podrías dar tu opinión acerca de este curioso movimiento literario, que es único en su curioso bilingüismo, y en su forma de captar la vida?

-Escribí ese cuento en 1943 y se publicó en 1953. Lo extraño es que yo aparezca en una antología de literatura chicana. Históricamente hablando, mi cuento se originó en una crónica que escribí para la revista Ercilla. Se publicó en español y luego en inglés. El cuento que ustedes mencionan, lo que lleva en el fondo es una defensa a la juventud mexicana, chicana en Los Ángeles, a raíz de la persecución.

- ¿De dónde viene la palabra chicano/a?

-En la introducción del libro se habla de la difícil realidad de los Pachucos. Pachucos: la palabra Pachucos viene de Pasucos, los jóvenes que formaban las pandillas en El Paso, Texas. Chicano tiene que ver con mexicano. La letra s-h corresponde fonéticamente a una pronunciación indecisa en el siglo XVI. De tal manera que los españoles durante la Conquista de América, decían Meshico o México; algunas de estas pronunciaciones quedaron, como Xochimilco. De manera que así se forma la palabra Chicano.

- Tenemos entendido que el término no es peyorativo y son los propios artistas de este poderoso movimiento, quienes escogen el vocablo para autodenominarse. ¿Podrías nombrarnos algún escritor/a de este estilo que sea de tu preferencia?

-Uno de mis autores predilectos es Arturo Islas, quien murió hace dos años. Islas es autor de dos novelas, que forman parte de una trilogía, se trata de una novela autobiográfica, la historia de una familia en Texas, con un profundo sentido social, en que le da categoría a la problemática de los Estados Unidos; además contado por un hombre que nació con el don de narrar. Gran humorista, pero también un escritor que recrea un mundo dramático, trágico, no sólo de una familia, sino de la colectividad chicana en los Estados Unidos. El segundo volumen no tuvo la acogida que tuvo el primero, Arturo Islas murió antes de concluir el tercer volumen.

- ¿Qué importancia ha tenido en tu vida como crítico el dar clases de literatura en la Universidad de Stanford?

-En la vida de un escritor, particularmente en la madurez, diría yo, el ambiente universitario es como un refugio, y pienso que el contacto con los estudiantes le da a uno cierto dinamismo, cierta visión de lo que está ocurriendo, mientras uno ha desarrollado gran parte de su obra. Y todo esto, junto, se transforma en una experiencia creativa, tanto para el profesor, como para el escritor, el crítico, el alumno. Ahora, hay que recordar que el escritor no es en un momento profesor, en otro momento crítico, en otro momento creador. Uno es todas estas cosas a la vez.

- ¿Qué impresiones te da la juventud como generación de relevo? ¿Existe tal cosa en la literatura latinoamericana?

-Hay algunos que piensan así. En la literatura latinoamericana se da con frecuencia la actitud parricida. Es decir, los jóvenes que al comenzar empiezan por negar a las generaciones anteriores. Yo creo que en el caso nuestro en Chile se han dado dos o quizás tres promociones en el siglo veinte. Desde el grupo con el cual yo me identifico en los años 1938-40 hasta la generación del 50, que con la antología que publicó Enrique Lafourcade, surgió de manera prominente. Pero hay autores que identificados con la generación del 50, muestran lazos muy hondos con la generación del 38 y otros con la generación que sigue. Tanto es así que uno ya siente –es mi caso- cierta reticencia al hablar de generaciones. Porque la generaciones no se producen todos los años ni cada cinco años. El término que se considera más justo es el que propuso Ortega y Gasset, el de 15 años para una nueva generación. Lo que sí me importa decir es que en las últimas promociones, tengo la impresión de que las innovaciones más importantes las han producido escritoras. Novelistas, cuentistas, poetas mujeres. En el caso de Chile es obvio. En los últimos 10, 15 años, y tal vez un poco más, la obra de nuestras escritoras ha producido cambios importantísimos y reconozco fácilmente dos o tres promociones que cuentan incluso con algunas figuras de dimensión internacional como es el caso de Isabel Allende. En todo caso, me refiero a novelistas y no quisiera dar nombres para no pecar de olvidadizo. Pero es evidente la importancia, la significación que ha tenido dentro del país y fuera de Chile la obra de estas escritoras. Además de esta promoción tan interesante y que ha producido innovaciones de tanto valor, reconozco la crítica. Y no me refiero sólo a la crítica periodística, sino a la crítica académica internacional. He publicado la primera parte de un ensayo que se llama La novela chilena del exilio interior. La primera parte apareció en una revista de USA y voy a leer fragmentos de la segunda parte en el Congreso al que voy a Santiago ahora en agosto. No les doy nombres de novelistas para no dar una impresión errada.

- ¿Cómo te sentiste cuando te dijeron que estabas postulando para el Premio Cervantes?

-Bueno, uno toma la actitud de que es muy bueno, pero que lo más probable es que no se lo den a uno. Pero el hecho de que lo postulen, eso –como dice un amigo mío- dura algo así como un mes.



¡Viva Chile M!...

Cuando al alba sale el huaso a destapar las estrellas
y, mojado de rocío, enciende el fuego en sus espuelas
Cuando el caballo colorado salta la barra del mar
y se estremece el lago con una lenta bruma de patos
Cuando cae el recio alerce y en sus ramas cae el cielo:
Digo con nostalgia ¡VIVA CHILE MIERDA!

Cuando el buzo ilumina su escafandra
y las ballenas se acercan a mamar en el vientre de las
lanchas
Cuando cae al fondo del océano la osamenta de la patria
y como vaca muerta la arrastra la ola milenaria
Cuando explota el carbón y se enciende la Antártida:
Digo pensativo ¡VIVA CHILE MIERDA!

Cuando se viene el invierno flotando en el Mapocho
Como un muerto atado con alambres, con flores y con tarros
y lo lamen los perros y se aleja embalsamado de gatos
Cuando se lleva un niño y otro niño dormidos en su escarcha
Y se va revolviendo sus grises ataúdes de saco:
Digo enfurecido ¡VIVA CHILE MIERDA!

Cuando en noche de luna crece una población callampa
Cuando se cae una escuela y se apaga una fábrica
Cuando fallece un puerto en el Norte y con arena
lo tapan
Cuando Santiago se apesta y se oxidan sus blancas
plazas
Cuando se jubila el vino y las viudas empeñan sus
casas:
Digo cabizbajo ¡VIVA CHILE MIERDA!

Me pregunto de repente y asombrado, por qué
diré Viva Chile Mierda y no Mier…mosa patria.
Quizás en mi ignorancia repito el eco de otro eco:
Viva dice el roto con la pepa de oro entre los dedos
Chile dice el viento al verde cielo de los ebrios
valles
Mierda responde el sapo a la vieja bruja de Talagante.

¿Qué problema tan profundo se esconde en las líneas
de mi mano?
¿Es mi país una ilusión que me sigue como la sombra
al perro?

¿No hay Viva entre nosotros sin su Mierda, compañeros?
La una para el esclavo, la otra para el encomendero,
La una para el que explota salitre, cobre, carbón,
ganado
La otra para el que vive su muerte subterránea
de minero.

Y como penamos y vivimos en pequeña faja de
abismo
Frente al vacío alguien gritó la maldición
primero.
¿Fue un soldado herido en la batalla de Rancagua?
¿Fue un marino en Angamos? ¿Un cabo en Cancha
Rayada?
¿Fue un huelguista en la Coruña? ¿Un puño cerrado
en San Gregorio?
¿O un pascuense desangrándose en la noche de sus playas?

¿No cantó el payador su soledad a lo divino
Y a lo humano se ahorcó con cuerdas de guitarra?
¿No siguió al Santísimo a caballo y a chuchillás
mantuvo al Diablo a raya?
¡Ah, qué empresa tan gigante para destino tan
menguado!
Entre nieve y mar, con toda el alma nos damos
contra un rumbo ya tapiado.

Por consecuencia en la mañana cuando Dios nos
desconoce
Cuando alzado a medianoche nos sacude un terremoto
Cuando el mar saquea nuestras casas y se esconde
entre los bosques,
Cuando Chile ya no puede estar seguro de sus mapas
Y cantamos como un gallo que ha de picar el sol en pedazos:
Digo con firmeza ¡VIVA CHILE MIERDA!

Y lo que digo es un grito de combate
Oración sin fin, voz de partida, fiero acicate
Espuelazo sangriento con las riendas al aire
Galopón del potro chileno a través de las edades
Es crujido de capas terrestres, anillo de fuego,
Vieja ola azul de claros témpanos pujantes.

¡País-Pájaro, raíz vegetal, rincón de donde el mundo
se cierra!
Quien lo grite no tendrá paz, caerá para seguir
adelante.
Y porque de isla en isla, del mar a la cordillera
De una soledad a otra, como de una estrella a
otra estrella
Nos irá aullando en los oídos la sentencia de la tierra:
Digo finalmente ¡VIVA CHILE MIERDA!

Del libro ¡Viva Chile M! 
Fernando Alegría
Editorial Universitaria S.A
Tercera edición agosto de 1967


© Sonia M.Martin y Carolina Moroder





Joan Baez: La voz activa de una generación /Claudio Kleiman, Argentina, 2006 - Joan Baez por Gustavo Noriega - Joan Baez por Antonio San José


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Durante los años ’60, Joan Baez fue la reina del folk, la cantante más representativa e influyente surgida del folk boom, distinguiéndose desde el comienzo por su personalísimo estilo vocal, una soprano con un rango de tres octavas y distintivo vibrato. Ella dio a conocer a Bob Dylan, cantando sus canciones y presentándolo a su audiencias cuando aún no era famoso, además de mantener una publicitada relación sentimental con el autor de “Blowin’In The Wind”, con el cual se volvería a reunir a mediados de los ’70 en la Rolling Thunder Revue.

Conocida por su activismo político y social, principalmente en las áreas de la no violencia y los derechos humanos y civiles, Joan supo evolucionar con los tiempos y, además de modificar su música incorporando acompañamiento eléctrico y canciones de nuevos cantantes-compositores (además de convertirse ella misma en una gran compositora), fue tornando sus intereses hacia causas como la ecología y los derechos de los gays. Se ha presentado en público durante casi 50 años, grabó más de 30 álbumes y cantó en por lo menos ocho idiomas, y aunque es conocida como folksinger, su trabajo incursionó en todos los terrenos de la canción, incluyendo pop, country, gospel, r&b y folklore latinoamericano. Su carrera continúa con fuerza hasta hoy, convirtiéndose en fuente de inspiración para sucesivas generaciones de cantantes –desde Bonnie Raitt y Emmylou Harris hasta las Indigo Girls y Tracy Chapman– y editando nuevos discos, mientras las reediciones de su catálogo continúan concitando un amplio interés.

Joan Baez, el álbum que presenta mañana Página/12, constituye un buen resumen de su extensa carrera, con clásicos de su primera época y grabaciones contemporáneas, tanto en vivo como en estudio, y muestra la versatilidad de la cantante para encarar un repertorio de inusitada amplitud temática y estilística, tamizándolo a través de su voz única y su poderosa personalidad como intérprete. Dos canciones en castellano, “No nos moverán” y “El preso Nº 9”, provienen de la Guerra Civil Española y la Revolución Mexicana, respectivamente. Su inmersión en la música de raíz de los Estados Unidos –folk, gospel, spirituals– se pone de manifiesto en la hermosa balada “All My Trials” (uno de sus primeros hits), “10.000 Miles”, el clásico “The House Of The Rising Sun” y “Swing Low Sweet Chariot”. Uno de los tempranos hits de Pete Seeger, “Where Have All The Flowers Gone”, nos recuerda sus épocas de activismo contra la Guerra de Vietnam, mientras que sus interpretaciones de autores como Mickey Newbury (“The 33rd Of August”) y Dan Penn-Chips Moman (“Do Right Woman, Do Right Man”) son buenas muestras de su interés por la música country y el r&b. Pero para Joan Baez lo fundamental es una buena canción, cualquiera sea su género, y por eso puede integrar en su repertorio desde George Michael (“Hand To Mouth”) hasta el gran Leonard Cohen (“Famous Blue Raincoat”), pasando por el himno de Bob Marley, “No Woman, No Cry”, incluido en una bella interpretación en vivo tomada, al igual que otros temas incluidos en este álbum, durante una actuación en Bilbao, España, a fines de los ’80.

Joan Chandos Baez nació el 9 de enero de 1941 en Staten Island, Nueva York, de una familia cuáquera, de ascendencia mexicana, inglesa y escocesa. Cuando tenía 15 años, ocurrieron dos eventos que marcarían su vida para siempre: compró su primera guitarra y asistió a una conferencia dictada por Martin Luther King Jr., hablando de la no violencia y los derechos civiles. En 1959, Joan junto con otros artistas del área de Cambridge que solían presentarse en el Club 47, grabaron un álbum llamado Folksingers Round Harvard Square, y ese mismo año conoció a Bob Gibson y Odetta, a quienes cita entre sus principales influencias, junto a Marian Anderson y Pete Seeger. En el verano hizo una aparición no anunciada en el Newport Folk Festival, performance que disparó su carrera, ya que la excitación que había creado condujo a un contrato con Vanguard Records al año siguiente. En 1960 lanzó su primer álbum, Joan Baez, una colección de baladas folk tradicionales, blues y lamentos, que tuvo un gran éxito. Los primeros años de la década del ’60 fueron un auténtico torbellino: en 1961 lanzó su segundo álbum, Joan Baez Volume Two, e inició una gira nacional de conciertos. En 1962 lanzó Joan Baez In Concert, y en noviembre de ese año apareció en la portada de la revista Time. En marzo, en la marcha sobre Washington por los derechos civiles, cantó “We Shall Overcome” ante una audiencia estimada en 250.000 personas. A partir de 1964, cuando supo que el 60 por ciento de los ingresos provenientes de impuestos se destinaba a propósitos militares, Baez comenzó a restar ese porcentaje de sus contribuciones de impuestos, y a pesar de un embargo declarado por el IRS, continuó haciéndolo durante los 10 años siguientes. Durante 1967 fue arrestada dos veces, por bloquear la entrada del Centro de Reclutamiento de las Fuerzas Armadas en Oakland, California.

En 1968 se casó con el maestro y activista David Harris y poco después editó Baptism, donde recitaba y cantaba poesía. Le siguió Any Day Now, un álbum doble dedicado a las canciones de Dylan, que se convirtió en Disco de Oro. En 1969, su marido comenzó a cumplir una sentencia de tres años por resistirse a ser reclutado, lo que le impidió asistir a la presentación de Joan en agosto en el legendario Festival de Woodstock (parte de su perfomance sería incluida luego en el film y el disco homónimos), así como al nacimiento de su hijo, Gabriel Earl; Baez le dedicó su David’s Album. Harris fue liberado en marzo de 1971, tras cumplir 20 meses de su sentencia, pero él y Joan se divorciaron en 1973.
En 1971, su cover de “The Night They Drove Old Dixie Down” (de The Band), llegó al Top Ten en los Estados Unidos. Luego lanzó los álbumes Come From The Shadows y Where Are You Now, My Son?, de 1973, que incluía el tema de 23 minutos que daba título al álbum, con sonidos grabados en la calle durante la visita de Baez a Hanoi, Vietnam del Norte. Allí sobrevivió a una semana de bombardeos. En 1974 llegó su primer disco en español, Gracias a la vida.

 A partir de mediados de los ’70, comenzó a componer muchas de sus propias canciones, como “Sweet Sir Galahad” y “A Song For David”; la que se tornó más popular fue “Diamonds And Rust” (1975), una melancólica evocación de su affaire con Bob Dylan, editada en el álbum homónimo, que se convirtió en el disco más vendido de su carrera. Luego llegó Gulf Winds, compuesto íntegramente por temas propios, y el álbum en vivo From Every Stage. En España –durante un programa de TV transmitido en vivo–, cantó la canción “No nos moverán”, que estaba prohibida desde hacía 40 años por el dictador Francisco Franco.

Hacia fines de los ’70, la militancia de Baez se concentró en la lucha por los derechos humanos, creando el Humanitas International Human Rights Committee. Juntó más de un millón de dólares en ayuda para el pueblo camboyano, a través del Cambodian Emergency Relief Fund, y en 1981, durante una gira por Sudamérica, le fue prohibido presentarse en Argentina, Chile y Brasil; sólo pudo actuar en Nicaragua. Además, fue objeto de vigilancia y amenazas de muerte.

En 1986 integró la gira Conspiracy of Hope, auspiciada por Amnesty International y al año siguiente publicó un libro autobiográfico titulado And A Voice To Sing With (editado en castellano como Y una voz para cantar) que integró las listas de best-sellers. En 1989 actuó en Checoslovaquia, donde el presidente Vaclav Havel la consideró una gran influencia en la subsiguiente y pacífica velvet revolution (revolución de terciopelo) en ese país. Durante los ’80 editó Live Europe ’83 antes de firmar para el sello Gold Castle, donde publicó los discos Recently (1987), Speaking of Dreams y el en vivo Diamonds & Rust in the Bullring (1989). En 1992 llegó Play Me Backwards, para Virgin, pero pasaron otros cinco años antes de su próximo álbum de estudio, Gone From Danger.

Su regreso discográfico se produjo en 2003 con Dark Chords On A Big Guitar, mientras que una perfomance de noviembre de 2004 en el Bowery Ballroom de Nueva York se editó al año siguiente como Bowery Songs, donde incluye temas tradicionales, autores contemporáneos como Steve Earle y Natalie Merchant y clásicos como Woody Guthrie y Bob Dylan, en una sumatoria de casi 50 años de carrera artística.

Claudio Kleiman
Sábado, 28 de octubre de 2006
Página 12 presenta CD de Joan Baez
El álbum incluye clásicos de su primera época y grabaciones contemporáneas, tanto en vivo como en estudio. Versiona a Leonard Cohen, George Michael y Bob Marley, entre otros.



A solas con Joan Baez en la habitación de un hotel: Un sucedido, por Antonio San José






(…)  


La tercera vía a la que hacía referencia fue Radio Juventud (….) Allí velaba armas radiofónicas con tan sólo 17 añitos un servidor… (…)

Trabajaba yo, como ha quedado expresado, en aquella emisora y vino a Madrid Joan Baez para promocionar su álbum “Diamonds and Rust” que editaba en España la discográfica Ariola. Por medio del desaparecido, y recordado,  Carlos Juan Casado, jefe de A&R de la compañía, concerté una entrevista con la cantante que entonces era una leyenda viva de la música folk internacional. Carlos Juan me facilitó el día, la hora de mi encuentro con la Baez y (algo insólito hoy en día) el número de la habitación de su hotel en la que me esperaba. Cosa inimaginable en la actualidad, el encuentro se celebraría sin ninguna persona de la compañía ni del equipo de la cantante que vino a Madrid más sola que la una. Ni manager, ni asistentes, ni jefes de promoción, ni nada de nada…

Desde la radio, me dirigí al hotel de la calle Bretón de los Herreros en el que se hospedaba la artista, pertrechado por un viejo magnetófono Uher de bobina abierta con más años que la discografía completa de Ray Conniff. Llegué al lugar, subí a la habitación, llamé a la puerta y ¡oh, asombro! me abrió la puerta la mismísima Joan Baez, encantada de recibir visita a esas horas de la tarde. Balbuceé un saludo de admiración y me dispuse a preparar la grabadora sobre una mesa de la habitación. El aparato era duro como el solo y costaba mover la palanca que accionaba el motor. La Baez sonreía amablemente y a mí empezaba a caerme el sudor al comprobar que la cinta no giraba.

- Don´t worry – me decía la cantante divertida.

Yo seguía toqueteando y dando golpes desaforadamente a todos los botones, palancas y potenciómetros del vetusto magnetófono que seguía como si nada. Viendo mi rubor por la azarosa situación, exclamó:

- Just a moment please

Y cogió ella misma el aparato con interés de arqueóloga. Cambió un par de clavijas de lugar, le dio a la dura palanca y aquello se puso en funcionamiento al tiempo que se agrandaba mi bochorno y desconcierto.

- Son cosas que pasan – me decía, dándome palmaditas en el antebrazo.

Grabamos la entrevista, quedó muy bien y me despedí de ella con dos besos y mi agradecimiento eterno por sus conocimientos técnicos.

Afortunadamente la tierra no me tragó aquella tarde, como yo hubiera deseado, y hoy puedo contarlo con una sonrisa pasado ya el sofoco de aquel sucedido de juventud cuando trabajaba en Radio ídem.


©  Antonio San José


Fuente: El Mundano




                       JOAN BAEZ por Gustavo Noriega




Estuve muy enamorado de Joan Baez cuando adolescente. Pero no fue uno de esos amores imposibles, a la distancia. No, le di dos besos en las mejillas, uno en la derecha, al llegar a Buenos Aires, en 1974, otro en la izquierda, una semana después, al volverse a los EEUU. Mi papá, que en esa época trabajaba de empresario artístico, la trajo para hacer dos recitales en el Luna Park y uno en Rosario. Y allí estuve yo, siguiéndola como un perrito faldero. La vi en las tres funciones, la vi una noche en la casa de Mercedes Sosa y la vi en el tren, yendo a Rosario.

Joan Baez era —imagino que lo sigue siendo— una persona encantadora, en todos los sentidos de la palabra. No sólo por su encanto personal irresistible sino por la costumbre de cantar en todo momento. Cantó en el tren, en la cena en lo de Mercedes, y cantó, obviamente, en las tres funciones que dio. Para mí, que la amaba desde chico, cuando mi hermano ponía sus primeros discos en el Winco una y otra vez, escucharla en persona era como tocar a un ángel con la mano.

A veces se ha desmerecido la trayectoria de Joan Baez, a partir de su vinculación con Bob Dylan. Para cualquiera que haya visto Don´t Look Back, no resulta difícil sonreir ante el desprecio que Dylan le dedica, un desprecio probablemente similar al que le arroja a Donovan, a los reporteros que tratan de entrevistarlo y a toda persona que ande cerca. Dylan es genial pero eso no significa que haya que celebrar cada uno de sus gestos de desdén: por lo pronto, son demasiados. A pesar del maltrato, Joan luce radiante y noble. Y como siempre, canta. Una vez que uno vuelve a ver Don´t Look Back sin el automatismo de aceptar cada pequeña cosa que Dylan hace, se transforma en otra película.

Hay varias razones para volver a Joan Baez. Una es que su trabajo de recopilación del cancionero popular realizado en sus primeros discos es de una riqueza extraordinaria, a la par de la que realizó grabador en mano Allan Lomax. Decenas de canciones inglesas, galesas, irlandesas y norteamericanas, con sus maravillosas letras narrativas. Baladas, espirituals, gospel, himno y marchas, cualquier cosa que un norteamericano sufriente haya cantado, Joan lo volvió a cantar con su voz soberbia y su afinación perfecta, con su dicción cristalina y su corazón abierto. 

Además de ese inicial mérito, Joan Baez mantuvo a lo largo de toda su carrera una dignidad notable, acompañado de un sentido del humor inalterable. Escribió una bonita canción en homenaje de Janis Joplin (In the Quiet Morning), quizás la cantante menos parecida a ella en términos de vida personal y estilo interpretativo. En el booklet de la caja Rare, Live & Classics, Joan cuenta que se cruzó a Janis Joplin en el festival de Newport y que la invitó a su camarín a tomar el té. Joplin le contestó atónita: “What?”. Y Joan acota: “I didn´t know much about being wild”.

Esa ignorancia sobre la vida peligrosa, esa afinación perfecta, esa voz que gusta de llegar a las notas altas sin esfuerzo le han quitado prestigio en el mundo del rock, más proclive a festejar el desborde, la muerte joven y la desprolijidad, aunque ésta no siempre esté solventada por el talento. Joan Baez eligió, como los viejos cantantes folk, el compromiso social y político pero lejos de cantárselo a una multitud cómplice, fue a poner el cuerpo al propio Vietnam, donde grabó un disco en los escombros, bajo el bombardeo norteamericano.

Joan Baez sigue militando, sigue grabando discos (con una voz un tono más abajo que en su juventud, lo que le da una calidez nueva), sigue siendo Joan Baez. Y como esta nota parece demostrarlo, yo sigo enamorado de ella.


©Gustavo Noriega
Agosto 2009

Oriana Fallaci habla de su libro "Un Hombre" en homenaje a Alexos Panagulis (fragmento)

Oriana Fallaci y Alexos Panagulis





UN HOMBRE
Un libro acerca del héroe que lucha solo 
por la libertad y la verdad, 
sin rendirse jamás, 
y por eso muere a manos de todos: 
los amos y los siervos, 
los violentos y los indiferentes.” 


El libro es un homenaje a Alexos Panagulis, martir de la resistencia griega contra la Dictadura de los Coroneles; pareja de Oriana hasta el momento de su asesinato.

- Es tan difícil definir un esfuerzo que nos pertenece. Además, se trata de un libro tan complejo, de un libro que es en sí mismo muchos libros. Mira, podría decirte que es una novela ideológica: muchos de quienes la leyeron afirman que es sobre todo una novela ideológica. Y es verdad, sin duda es una novela ideológica. Podría decirte que es una novela-verdad: casi todos sus lectores la definen como una novela-verdad. Y es cierto, sin duda es también una novela-verdad. Podría decirte que es una novela acerca del Poder y el anti-Poder: en efecto, algunos la ven como una novela acerca del Poder y el anti-Poder. Lo cual es cierto, porque es también una novela acerca del Poder y el anti-Poder. Sin embargo, a juicio de otros es una novela clásica, desarrollada como la novela inglesa del ochocientos; otros la juzgan una novela moderna, construida con los elementos de la tragedia griega… el hecho real es que como todos los esfuerzos, como todos los trabajos, una vez concluido el libro tiene vida propia. Se convierte en lo que otros ven. Ya no es lo que el autor quería que fuese.

- Y tú, ¿qué querías que fuese?

- Un libro acerca de la soledad del individuo que rehúsa dejarse catalogar, esquematizar, encasillar por las modas, las ideologías, la sociedad y el Poder. Es un libro acerca de la tragedia del poeta que no quiere ser y no es hombre-masa, instrumento de quienes mandan, de los que prometen y asustan, de derecha o de izquierda o de centro, de la extrema derecha o de la extrema izquierda o del extremo centro. Un libro acerca del héroe que lucha solo por la libertad y la verdad, sin rendirse jamás, y por eso muere a manos de todos: los amos y los siervos, los violentos y los indiferentes.

Oriana Fallaci

Extracto de una entrevista publicada en la revista italiana Panorama.
Contraportada del libro Un hombre de Oriana Fallaci
© 1983 Javier Vergara Editor S.A. Argentina.




Oriana Fallaci  entrevistando a Alexos Panaguli, 1973

ORIANA FALLACI
Alekos, ¿qué significa ser un hombre?

ALEJANDRO PANAGULIS
Significa tener valor, tener dignidad. 
Significa creer en la humanidad. Significa amar sin permitir 
que un amor se convierta en un ancla. 
Y significa luchar. Y vencer. 
Mira, más o menos lo que dice Kipling con aquella poesía titulada If. 
Y para ti, ¿qué es un hombre?

ORIANA FALLACI: 
Diría que un hombre es lo que tú eres, Alekos.


Pincha abajo para leer la entrevista completa:








ORIANA FALLACI: UN HOMBRE (fragmento)


"Todas las banderas, incluso las más nobles y puras, están sucias de sangre y de mierda. Cuando miras los estandartes gloriosos, expuestos en los museos y en las iglesias, venerados como reliquias ante las que hay que arrodillarse en nombre de los ideales, NO TE HAGAS ILUSIONES: esas manchas parduscas no son trazas de herrumbre, sino residuos de sangre, residuos de mierda y más a menudo de mierda que de sangre. La mierda de los vencidos, la mierda de los vencedores, la mierda de los buenos, la mierda de los malos, la mierda de los héroes, la mierda del hombre que está hecho de sangre y mierda. Donde está la una, está la otra por desgracia; la una tiene necesidad de la otra. Naturalmente, depende mucho de la cantidad de sangre vertida, de la mierda salpicada: si la primera supera a la segunda, se cantan himnos y se erigen monumentos; si la segunda supera a la primera, se clama escándalo y se celebran ritos propiciatorios. Pero establecer la proporción resulta imposible, dado que la sangre y la mierda adquieren el mismo color con el tiempo. 





Además, en apariencia, la mayor parte de las banderas están limpísimas: para conocer la verdad deberíamos interrogar a los muertos aniquilados en nombre de los ideales, los sueños y la paz; a las criaturas injuriadas, ultrajadas y engañadas con el pretexto de hacer un mundo hermoso, y con tales testimonios elaborar una estadística de las infamias, las barbaries, las inmundicias vendidas como virtud, clemencia y pureza. No existe empresa, en la historia del hombre que no haya costado un precio en sangre y mierda. En la guerra no disparas claveles, tanto si combates en el bando llamado justo (¿justo para quién?) como si combates en el bando llamado erróneo (¿erróneo para quién?). Disparas balas, lanzas bombas y matas a inocentes. En la paz sucede lo mismo: cada gran gesto siega víctimas sin piedad, y ay de los héroes en lucha con los dragones del poder, ay de los poetas en lucha con los molinos de viento: son los peores carniceros porque, entregados al sacrificio, destinados al suplicio, no dudan en imponer el sacrificio y el suplicio a los demás, como si un árbol erradicado estuviera menos erradicado, un tejado levantado estuviera menos levantado, un corazón roto estuviera menos roto porque la finalidad es buena y el resultado, positivo."





Perché Panagulis è stato ucciso / Oriana Fallaci, 1979

Invece di mandargli i fiori, ho fatto stampare 5mila manifesti per il giorno del suo funerale. Li ho fatti stampare con la fotografia che a me piace di più, e con una delle sue poesie che a me sono più care, e con una frase che mi venne spontanea quando seppi che lo avevano ammazzato ma ora la ripetono tutti come uno slogan. La fotografia è quella che gli scattarono il giorno in cui fu eletto deputato, e sorride il sorriso di un bambino felice, e alza il pugno in segno di vittoria. 

La poesia è quella che dice: «Non piangere per me / Sappi che muoio / Non puoi aiutarmi / Ma guarda quel fiore / quello che appassisce ti dico / Annaffialo» . La frase che ora tutti ripetono come uno slogan è questa: «Nel 1968 Alessandro Panagulis fu condannato a morte perché cercava la libertà. Nel 1976 Alessandro Panagulis è morto perché cercava la verità e l’aveva trovata». Tu sai di quale verità sto parlando. 

In Grecia lui la trovò soprattutto a proposito dell’Esa e delle responsabilità sulla invasione di Cipro. Me ne parlò subito, con gli occhi che gli ridevano di gioia fanciullesca. A Roma, mi pare. «Altro che rapporto Pike, altro che rapporto Church», mi disse. Erano documenti autografi, firmati dagli stessi responsabili. «Ma come li userai?». Rispose: «Pubblicherò un settimanale. Il primo numero avrà in copertina la lettera autografa del personaggio più compromesso. Al secondo numero mi fermeranno, forse. Ma ormai avrò fatto sapere l’essenziale». Per un mese non discutemmo d’altro. Si accorse ben presto che non avrebbe mai trovato quei soldi, o non abbastanza in tempo, e così si decise a dare alcuni documenti a Ta Nea, un quotidiano di Atene. 

Erano i documenti meno sensazionali, gli hors d’uvre. Suscitarono lo stesso un inferno, e alla sesta puntata Averoff intervenne: la magistratura proibì di continuare le pubblicazioni. Averoff: il ministro della Difesa. Il suo nemico. Mentre la pubblicazione avveniva, Alekos (Panagulis, ndr) era in Italia. Arrivando mi aveva detto d’esser venuto per scrivere un libro. Ma io avevo capito subito che la ragione era un’altra, che aveva bisogno di stare qualche settimana lontano dalla Grecia dove si sentiva in pericolo. Non gliene chiesi conferma perché sapevo che non gli piaceva farmi partecipe di certe preoccupazioni e angosciarmi. Abitava a casa mia, naturalmente. Ed era sempre così inquieto. Doveva tornare in Grecia dopo 30 giorni. Al trentesimo giorno disse: «Posso rimandare la partenza di 24 ore». Al trentunesimo giorno disse: «In fondo posso rimandarla anche di 48». Al trentaduesimo giorno disse: «Potrei rimandarla anche d’una settimana». E allora fui certa che in Grecia stava rischiando davvero la vita. Ma non lo pregai di restare in Italia. Era una di quelle creature che bisogna lasciar morire se hanno deciso di morire. Perché, se l’hanno deciso, vuol dire che è giusto così. 

Una dura lezione che avevo imparato quand’era in esilio in Italia, nel 1973 e nel 1974, e lottava contro i colonnelli. Ogni tanto spariva. Andava in Grecia, grazie a un passaporto falso. Scendeva all’aeroporto di Atene, con quei baffi e con quella pipa che lo facevano riconoscere tra mille, e fieramente passava tra le maglie della polizia, sotto gli sguardi di coloro che volevano ammazzarlo. Quando lo accompagnavo all’aeroporto, non mi chiedevo mai se sarebbe tornato. Mi limitavo a sperare che tornasse. Tornava sempre, ridendo. No, in certi casi anche piangendo. Come la volta in cui aveva trovato tutte le porte chiuse. Gli amici che ora si definiscono tali e piangono lacrime di coccodrillo sfruttando la sua morte (come quel Papandreu che egli non rispettava) non gli aprivano dicendo: «Ho famiglia». Tornò anche dalla Spagna, dov’era andato con un altro passaporto falso per aiutare la resistenza contro Franco. Tornava sempre. E questa volta non è tornato. Dovevamo vederci a Roma lo stesso giorno in cui avverranno i suoi funerali. A Roma avrebbe portato le fotocopie dei documenti, per metterli al sicuro in Europa. Alla fine di aprile lo chiamai ad Atene da New York. Gli chiesi: «Come va? » . Rispose: «Molto male». «Perché? ». «Sono molto, molto triste. E molto, molto preoccupato». Per divertirlo gli raccontai che i fascisti di Imperia mi avevano condannata a morte. Invece non si divertì. Rispose: «Anche me». Replicai, tentando dell’umorismo: «I fascisti d’Imperia?!». E lui: «No, i fascisti di qui». E io: «Per i documenti? ». «Già». Da New York lo chiamai di nuovo il giorno in cui partii per rientrare in Italia. Era venerdì 30 aprile, poche ore prima della sua morte. Il suo tono era strano. No, non strano. Triste. No, non triste. Rassegnato. Sussurrai: «Stai attento». E con quel tono triste, no, rassegnato, replicò: «Tanto, se vogliono farlo, lo fanno». L’indomani mattina ero a Roma. 

Pensai di avvertirlo per confermare il nostro appuntamento. Allungai la mano verso il telefono e, prima che sollevassi il ricevitore, il telefono squillò. Era l’ex avvocato di Costantino di Grecia. Sembrava sconvolto. Quasi strillò: «Cosa può dirmi sulla morte di Panagulis?». Paradossalmente, rimasi calma. Stupidamente risposi: «Panagulis sta benissimo. Ci ho parlato poche ore fa» . E lui: «No, no, sembra proprio che sia morto. In un incidente automobilistico». Composi due numeri: uno a Milano e uno a Roma. A Milano mi dissero che, in realtà, la voce era corsa ma la radio non l’aveva confermata. A Roma mi dissero: «Un momento, ora controlliamo». Erano quelli dell’Ansa. «Sì, purtroppo è vero». Allora chiamai un taxi e corsi di nuovo all’aeroporto. Sull’aereo sono stati gentili. Mi hanno dato un posto lontano da tutti: perché potessi piangere in pace, suppongo. Invece non ho pianto. Quello è successo dopo, quand’ero proprio sola. Anche lui faceva così. All’aeroporto di Atene c’erano ad aspettarmi i suoi amici. C’erano anche i fotografi che mi sparavano addosso fucilate di luce, e io mi vergognavo, mi sentivo ridicola, mi sembrava d’essere la vedova nazionale. Io e gli amici siamo saltati in macchina. Diretti all’obitorio. Sulla strada che porta in città, a un certo punto, c’era una grande folla. Ho chiesto perché e mi hanno detto: «È successo lì». Allora ho fatto fermare la macchina e sono passata attraverso la folla, pentendomi subito perché molti sussurravano: «Fallatzi, Fallatzi» e si scostavano come intimiditi. Il luogo era circondato da un cordone di poliziotti, e al di là del cordone c’era un mucchio di ferri contorti color verde pisello. Due poliziotti m’hanno fermato con la brutalità dei poliziotti: mettendomi le mani addosso. Non ricordo bene quel che è successo, ma gli amici dicono che ho buttato un poliziotto per terra, e ho spinto l’altro molto lontano. Poi sono stata davanti a quel mucchietto di ferri color verde pisello... E questi erano la sua Primavera, la sua Fiat. Erano tre anni che aspettavo, voglio dire che temevo, questo momento. Erano tre anni che dicevo a me stessa: prima o poi succederà. Aveva sempre avuto fortuna. Era sfuggito alla fucilazione; era sopravvissuto a torture inumane; era divenuto un poeta proprio attraverso quelle; era uscito dopo cinque anni da un carcere atroce dove sembrava dovesse restare tutta la vita o morirci; era passato indenne attraverso insidie, attentati; era stato eletto deputato nell’anniversario della sua condanna a morte; era amato, venerato, adulato da alcuni fino all’eccesso. Ma io non mi facevo illusioni. Del resto non faceva nulla per evitarlo. Lo sfidava ogni giorno quel suo destino di finire ammazzato. Forse non riesco a esprimermi. Capisci, non sono molto lucida. 

Non dormo da quattro notti e anche se cerco di non darlo a vedere perché detesto il dolore esibito, dentro sono un unico urlo. Ciò che cerco di spiegarti è difficile. Ma può riassumersi così: non c’è stupore in me. O meglio, uno stupore c’è: quello di non essere anch’io in una cella frigorifera di quell’obitorio. E non sono certa di sentirne sollievo. Quante volte, insieme, siamo stati inseguiti da un’automobile che voleva ammazzarci. La prima volta fu nel settembre del 1973, dodici giorni dopo ch’egli era uscito dal carcere di Boyati. Praticamente, m’ero trasferita ad Atene: non solo perché lui me l’aveva chiesto, non solo perché volevo stargli vicino, ma perché mi sembrava di aiutarlo con la mia presenza. Mi sembrava che avrebbero esitato a ucciderlo se, per uccidere lui, dovevano uccidere anche me. Abitavo nella sua casa di Glifada. Un giorno gli dissi che non conoscevo Creta. E mi portò a Creta. A Creta dissi che volevo vedere la reggia di Cnosso. E mi portò a Cnosso. Anzi, ci portò un suo amico, avvocato. Con l’automobile. Ci accorgemmo presto che un’altra automobile ci seguiva, con due tipi dalla faccia di poliziotto. Dunque questa macchina ci seguiva e, a volte, accelerava buttandosi contro di noi. Noi riuscivamo sempre a cavarcela andando più forte ma a un certo punto quelli presero ad accostarsi sulla nostra fiancata di sinistra, e a spingerci verso il precipizio. Ci salvò, per miracolo, un’altra macchina della polizia. Salto gli altri episodi per non diventare monotona. Te ne aggiungo uno e basta: quello che avvenne nel settembre dell’anno scorso. Nel settembre o in estate? Eravamo andati a cena, io e Alekos, in una trattoria dove si mangia il pesce. Qui ci raggiunse una telefonata. Un’automobile nera, gli dissero, passava da ore dinanzi al Politecnico e a intervalli buttava una bomba. La polizia non interveniva. Alekos ascoltò con calma e rispose: «Andrò a dare un’occhiata». Erano i giorni in cui si temeva un nuovo colpo di Stato. Aveva preso in affitto una Peugeot. Procedeva come un macinino di Stan Laurel e Oliver Hardy. E ciò lo divertiva perché diceva che io ero Stan Laurel e lui Oliver Hardy, cioè due disgraziati che si mettevano sempre nei guai. Tossendo e sputando, la nostra Peugeot giunse dinanzi al Politecnico. Qui ci fermammo e Alekos interrogò gli studenti. Stava interrogandoli quando la macchina nera apparì. Aveva una targa del corpo diplomatico, cd. A bordo c’erano quattro uomini dal volto di fascisti. Alekos mi ordinò perentorio: «Andiamo». Risalii sulla Peugeot, e lui con me. Partimmo e l’automobile nera era ormai lontana. Ma presto riapparve, dietro di noi e... 

A un certo punto non fu più chiaro chi seguiva e chi era inseguito. La sola differenza era che loro inseguivano noi per ammazzarci e noi inseguivamo loro per capire chi fossero e portarli dalla polizia. L’agonia durò due ore e mezzo. L’automobile nera ci condusse molto lontano, quasi fino al tempio di Sugno. A un certo punto, devo ammetterlo, ebbi molta paura. E non mi vergognai di gridarlo a quest’uomo che non aveva paura di nulla, mai. Lui non rispose nemmeno. Ma il macinino di Stan Laurel e Oliver Hardy si comportò in modo glorioso. La trappola che ci avevano teso scattò solo alla fine, dopo che uno dei quattro fascisti era sceso dall’automobile nera per dileguarsi. L’automobile nera finse di lasciarsi inseguire e, in piena città, imboccò un vicolo cieco. Appena me ne accorsi, dissi ad Alekos: «Siamo in trappola». Lui rispose freddo: «Lo so». Allora aggiunsi: «Torniamo indietro». E lui: «È troppo tardi». L’automobile nera entrò dentro un garage, in fondo al vicolo cieco. Si fermò, i tre scesero e si piazzarono in mezzo al garage ad aspettarci. Alekos fermò la Peugeot accanto all’automobile nera e mi disse: «Tu resta in macchina». Poi scese andandogli incontro. Lo seguii immediatamente. Alekos si avvicinò al tipo più minaccioso e sempre freddo, sempre calmo, gli tirò la cravatta. Poi mormorò, in greco e in italiano: «Vedi, questi sono fascisti greci. E non hanno coglioni». L’uomo col pacchetto posò la mano destra sopra il pacchetto. Poi, all’improvviso, si buttò in ginocchio e cominciò a implorare pietà: «Alekos, noi ti ammiriamo, ti rispettiamo. Sei Panagulis. È stato tutto un equivoco». E Alekos: «Meglio. Gli equivoci si chiariscono dinanzi alla polizia». Non mi crederai ma riuscì a farsi seguire, stavolta, per portarli al Politecnico e consegnarli alla polizia. La targa cd era una targa falsa e... Vedi, siamo qui nella sua stanza, io sto qui a parlarti distesa sul suo letto, e non riesco a credere che sia morto davvero. Eppure l’ho visto morto. Non ci riesco, malgrado tutto ciò che ti ho detto prima, perché lui si comportava come se fosse immortale. Eppure parlava sempre di morte. Le sue poesie parlavano sempre di morte, di morti. Quando poi aveva la febbre... Lo coglievano febbri violente, assai spesso. Le torture subite lo avevano rovinato. Una volta, a Firenze, lo portai a fare una radiografia per vedere se quelle febbri dipendevano dai reni o dai polmoni. E il radiologo, stupefatto, esclamò: «Ma è tutto rotto quest’uomo! Non ha nemmeno una costola intatta! Ma cosa gli hanno fatto?!». Queste febbri arrivavano anche a 41, 41 e mezzo. Tremando diceva: «Muoio, Stavolta muoio, Oriana». Però lo diceva ridendo. Temeva la morte o no? È una domanda che mi sono posta spesso, senza darvi risposta. Ma ora posso dare una risposta. Non temeva la morte. Parlava della morte, ridendo, perché sapeva che sarebbe giunta assai presto: come una beffa. Un giorno gli lessi la mano. Aveva una mano strana, anzi terrificante. Sulle palme c’erano solo tre segni. Quello del cuore, quello dell’intelligenza, quello della vita. Quello del cuore e quello dell’intelligenza erano senza fine, quello della vita si interrompeva bruscamente. Provai un brivido a guardarlo e gli dissi: «Vivrai fino a cent’anni!». Spalancò la bocca immensa in una immensa risata ed esclamò: «Bugiarda! Io non diventerò mai vecchio e l’hai visto». Gli dispiaceva, sai. 

Perché il sogno di Alessandro Panagulis era diventare vecchio. Vecchio e curvo come Ferruccio Parri che amava e ammirava. Per questo si vestiva quasi sempre da vecchio. Abiti severi, grigi o blu, camicie: bianche o color pastello, e sempre la cravatta. Per questo portava i baffi e fumava la pipa. Con quelle boccate lunghe, lente, da vecchio. Per questo camminava a passi così grevi, cardinalizi. Io lo prendevo in giro. Sapevo quanto gli piacesse Makarios, quanto ne ammirasse la ieraticità, e quando correvo (tu lo sai, io corro sempre) gli strillavo con impazienza: «E dai, corri! Non fare il Makarios!». Un giorno mi disse: «Lasciami fare. Ci ho messo tanto a imparare a camminare come un vecchio». Poi ebbe una pausa e aggiunse: «E a pensare come un vecchio». Anche la sua saggezza era saggezza da vecchio. E le sue profezie erano le profezie di un vecchio. Te le declamava lentamente, mordendo la pipa, e a volte erano profezie così paradossali che non lo contraddicevi solo per il rispetto che suscita un vecchio. Io sono... io ero un poco più vecchia di lui, eppure dinanzi a lui, con lui, mi sentivo più giovane di lui. Mi suscitava rispetto, capisci? Infatti tenevo sempre conto dei suoi rimproveri. Però era anche un bambino, e ora non so come metterla insieme questa storia del bambino e del vecchio. Le sue esplosioni di gioia, ad esempio, erano esplosioni da bambino. Quand’era felice, saltava e giocava come un bambino: fino a irritarmi. Anche i suoi dispetti erano dispetti da bambino. O da vecchio? Anche i suoi capricci. E le sue disperazioni erano disperazioni da bambino. O da vecchio? Così le sue allegrie. Se tu sapessi quant’era allegro, buffo, divertente. Io non ho mai riso tanto come in questi tre anni con Alekos. Riso o sofferto? Diventava la stessa cosa con lui. Guardiamo se posso spiegarmi. Non c’è nulla di più odioso, secondo me, di un eroe. E Panagulis era un eroe. Ma era un eroe che ride. Soprattutto di se stesso. Si prendeva sempre in giro. Questo è il ritratto di un bambino o di un vecchio; io temo che sia il ritratto di un genio. Ci ho messo tanto a capire che era un genio. Mi rifiutavo di ammetterlo, anche per riuscire a tenergli testa. Avevo dinanzi a me, accanto a me, un mito delle folle. E, sia istintivamente che razionalmente, respingevo quel mito. Cercavo di ridurlo a dimensioni umane che in realtà non aveva. Perché tutto in lui era eccessivo. Di male c’era così poco in lui. I suoi difetti erano tanto piccoli quanto le sue virtù erano grandi. E quando i suoi difetti ti esasperavano, non avevi che ricordare le sue virtù. Ad esempio la sua bontà, malamente nascosta dietro gli atteggiamenti bruschi. Ricordi quando perdonò ai suoi torturatori e chiese che Papadopulos, Makaresos, Pattakos, Joannidis non fossero condannati a morte? Era ossessionato dalla libertà, lo sanno tutti, ma anche dalla moralità. E questo non lo sanno tutti. Diceva, pensa, che la politica è moralità. Per questo fece la sua campagna elettorale con poche lire, pubblicizzato soltanto da qualche manifesto grande come un francobollo, e dai suoi discorsi pronunciati senza retorica e senza lusinghe. Parlava alla folla con voce bassa, dicendo che lui non prometteva miracoli perché i miracoli non esistevano. Non ho mai visto qualcuno chiedere d’essere eletto a quel modo, cioè maltrattando in tal modo i suoi possibili elettori, fustigandoli, rimproverandoli. Era un uomo indulgente con tutti, capiva come nessuno le debolezze e le colpe che nascono con la vita. Eppure diventava rigido come un angelo vendicatore quando toccava il tema della moralità. Io gli dicevo: «Fai la politica come un predicatore». E lui rispondeva: «No, faccio la politica come un poeta». Un poeta che ride. Una volta si trovò nel mezzo di una manifestazione di ostetriche che facevano anche lo sciopero della fame. Così ordinò a sua madre di portare alle ostetriche un soccorso di uova sode. Sua madre giunse mentre la polizia le attaccava. Così lui agguantò il cesto delle uova sode e con quelle, una a una, si mise a bombardare i rappresentanti dell’ordine. Il capo della polizia lo riconobbe. Lo affrontò e gli disse: «Onorevole Panagulis, sono il colonnello Tal dei Tali». Alekos posò l’uovo sodo, gli si avvicinò, gli strappò le spalline coi gradi, e rispose: «Ora non lo è più. L’ho degradato». Gli intentarono un processo per questo. Ma l’intero Parlamento votò quasi all’unanimità perché il processo non avvenisse. Dico «quasi all’unanimità» perché ci fu un voto contrario: il suo. E lui lo motivò dicendo: «Sì, l’ho degradato. Ma non era mica legale. Farsi la legge da soli è un dovere quando la legge non c’è perché la democrazia non esiste. Ma ora la democrazia esiste. Be’... comunque esiste un Parlamento». Mi dicono (e credo sia vero) che durante l’episodio delle ostetriche il presidente del Parlamento gli chiedesse esasperato: «Scusi, onorevole. Ma cosa c’entra, lei, con le ostetriche?». E Alekos: «Mi hanno fatto nascere, signor presidente. E a me piace tanto essere nato. Peccato che abbiano fatto nascere anche lei». Si divertiva anche a fare il deputato. Si divertiva a fare tutto. Trasformava ogni suo problema personale in una burla da Ulisse. Era Ulisse. La sua Itaca non esisteva. Per lui esisteva soltanto il viaggio. E a interrompere il viaggio, la vita, può essere solo la morte. Il concetto che esprime nella più bella delle sue poesie, Taxidi. Quella che mi ha dedicato. Il concetto, anche, che mi regalò con una frase che ho messo nel mio libro Lettera a un bambino mai nato. Quella che dice: «Benedetto colui che può dirsi: io voglio camminare, non voglio arrivare. Maledetto colui che s’impone: voglio arrivare fin là. Arrivare è morire, durante il cammino puoi concederti solo fermate». E sua anche la frase che chiude il libro: «Perché la vita non muore». Me la gridò una notte, in questa stanza, arrabbiato perché facevo morire la protagonista del libro. Solo con una persona non si divertì mai: col ministro della Difesa Averoff. Quello che ha dichiarato stamani: «Io non permetto nemmeno che il mio nome venga citato nella storia dei documenti scoperti dal signor Panagulis». Quello che oggi non si è presentato in Parlamento dove l’intera seduta era dedicata alla commemorazione di Panagulis. Quello che dice: «Voglio quei documenti e li avrò». Del resto non fu Averoff a sollecitare la sentenza della magistratura che ne interrompeva e ne proibiva la pubblicazione? L’inimicizia, mi pare, scoppiò quando Alekos scrisse per L’Europeo un articolo dove indicava in Averoff l’elemento più reazionario dell’attuale governo e l’uomo più legato alla Cia. Lo indicava anche come l’ideatore e il direttore del colpo di Stato andato a monte verso la fine del 1975. Averoff tentò di prenderla sportivamente. Cercò di farlo incontrare e ammansire, si dice, con la sua bella figliola. Una extraparlamentare di lusso, ovviamente di estrema sinistra. 

Ma il tentativo non riuscì. Allora Averoff attese d’incontrarlo nei corridoi del Parlamento. Gli andò incontro a braccia spalancate, un sorriso mellifluo sotto i baffetti alla Charlot, e: «Alessandro carissimo, ma cos’è questa incomprensione tra noi? Siamo due persone intelligenti, civili, quindi capaci di trovare un punto di intesa. Perché non discuterne? Parliamone a cena». E Alekos: «Signor ministro, i problemi del popolo non si discutono a cena. Si discutono in Parlamento». Incominciò a quel modo la lunga, spietata serie delle sue interrogazioni al signor ministro. Alekos le chiamava domandine. Solo nei casi più gravi, domande. E, nei casi gravissimi, superdomande. Quasi a ogni telefonata mi diceva: «Stamani il domandiere ha fatto arrabbiare di nuovo Averoff». All’inizio Averoff rispose con grande indulgenza. Ma poi divenne sempre meno indulgente. Diciamo subito che io non so niente di quel che è successo negli ultimi giorni tra Alekos e Averoff. Non ero ad Atene. Però mi è stato detto che avvenne una telefonata assai drammatica, la settimana scorsa, tra i due. Alekos disse: «Signor ministro, lei mi minaccia. Io non la minaccio, ma lei mi minaccia». Lo disse tre volte. Me lo ha confermato anche un eminente uomo politico spiegandomi che ad Atene l’episodio è conosciuto da tutti. L’eminente uomo politico al quale alludevo poco fa sostiene addirittura che stare in casa di Alekos è follia. Non dimentichiamo che, quando Alekos era vivo, la porta è stata forzata più volte. E più volte vi hanno lasciato minacce scritte o stampate, anche in italiano, con la firma Ordine Nero. L’eminente uomo politico ha preso l’iniziativa di chiedere che sul marciapiede sosti, giorno e notte, una guardia in uniforme. Affacciati alla finestra. Guardalo: è quello lì, poveretto. Scommetto che muore di sonno e mi maledice. E poi perché questa sollecitudine viene esibita con tanto ritardo e per me? Perché non imposero ad Alekos d’esser protetto da un poliziotto sul marciapiede, anzi da un poliziotto che lo seguisse in automobile per impedire che qualche automobile tentasse di buttarlo fuori strada come a Creta, come a Sugno? Lo sapevano bene quanto fosse minacciato. No, no, lungi dal sembrarmi follia, stare qui a me sembra un dovere. Bisogna pure che qualcuno dimostri come in questa stanza resti accesa una luce anche ora. Magari, alzando lo sguardo verso queste finestre, chi passa è portato a pensare che Alekos è ancora qui: coi suoi documenti. E comunque, finché resto ad Atene, per i suoi funerali, mi sembra di aiutarlo a ricordare che è vivo. Vivo quanto quei documenti che non ha fatto in tempo a consegnarmi in fotocopia, che non so dove siano, ma che prima o poi verranno fuori. Vedrai. E allora anche in Parlamento se ne dovrà parlare, e nessuno potrà permettersi d’essere assente: come ha fatto ieri Averoff. A proposito: lo sai che il lunedì 3 maggio Alekos avrebbe rivolto un’interrogazione a Karamanlis, per quei documenti? Era la sua ultima carta. E, vedi caso, lo hanno ammazzato proprio la notte tra venerdì e sabato. Ti ripeteranno fino alla nausea che fu un incidente. Te lo dimostreranno con un capro espiatorio. Magari con un giovanottello che piange raccontando d’aver commesso un errore di guida ed esser colpevole solo di omissione di soccorso. Succede sempre così. Ma non ci credere, mai. Testimoni hanno visto, e le perizie tecniche lo hanno dimostrato. Almeno un’automobile (sembra infatti che fossero due) lo seguiva e lo provocava, mentre lui scappava invano. Era un’auto che andava più forte della sua. Lo colpì una prima volta di dietro (è dimostrato dalle perizie), poi gli si affiancò sulla sinistra e prese a spingerlo verso il margine della strada: più volte. Lui si trovava nella corsia centrale, fu presto obbligato a buttarsi sulla corsia di destra. 

E, da questa, sullo spiazzato che si stendeva oltre il marciapiede. Obbligato a spostarsi o buttato? Diciamo buttato. Alekos tentò di riprendersi. Aveva riflessi prontissimi. Ma lo spazio era stretto, le luci della Texaco abbagliavano, e certo non vide che lo spiazzato s’interrompeva su un vuoto che era la corsia d’ingresso a un garage. Una corsia in discesa, ripida, e limitata dal muro contro cui si schiacciò. Si schiacciò con tale violenza che la sua Primavera divenne corta corta. Dicono che sia morto sul colpo. Lo spero. Io continuo a chiedere ai medici e agli esperti: se ne sarà accorto che non sarebbe diventato mai vecchio? E loro mi rispondono no, non ne ha avuto il tempo, è precipitato e si è schiacciato nel giro di mezzo secondo, un terzo di secondo, è svenuto nello stesso momento in cui questo è avvenuto. Lo spero. Il suo assassino, intanto, girava con una svolta a U, per tornare di nuovo in città. Ed erano le una e 52 del mattino di sabato primo maggio festa dei lavoratori. Lunedì mattina Alekos avrebbe dovuto rivolgere un’interrogazione a Karamanlis sulla faccenda dei documenti. Per insultarlo anche da morto ti diranno anche quale percentuale di alcool gli hanno trovato nel sangue: omettendo di chiarire, s’intende, che era una percentuale minima, ancora al di sotto di quella consentita dalla legge. Quella sera aveva bevuto, insieme ad altri quattro, solo una bottiglia di vino. I quattro erano quattro vecchi, amici suoi. Erano rimasti insieme fino a mezzanotte e mezzo, forse di più. Poi lui li aveva accompagnati a casa, uno a uno. La tragedia è successa all’una e 52 mentre tornava verso Glifada: per dormire a casa di sua madre. Quando temeva d’esser aggredito, preferiva dormire laggiù. Ho detto tornava perché il ristorante dove aveva mangiato è a Glifada. Ed è lo stesso, all’aperto, dove andò dopo esser uscito dalla prigione, la prima volta che rientrò in un ristorante. Ci andammo insieme. Scendendo dal taxi diceva: «Sono molto felice, I am very happy». Poi, quando entrammo, fu chiaro quanto gli costasse ogni piccola felicità. Il fatto di sentirsi riconosciuto, guardato, additato, come l’attentatore di Papadopulos, l’eroe del nostro tempo, lo riempiva d’imbarazzo e di angoscia. Procedeva confuso tra i tavoli, stringendomi forte la mano, quasi vi si volesse aggrappare. Una volta seduto, si mise a fissare la tovaglia. Ci misi tanto a fargli sollevare lo sguardo verso il cielo per dimostrargli che non era più in prigione, e che in cielo c’eran le stelle. Tu non crederai a ciò che sto per raccontarti, lo so. Dirai che è teatro. Ma tutto ciò che accadeva con lui, e a lui, era anche teatro. A un certo punto, quella sera, cadde una stella. E io feci a tempo a esprimere un desiderio: che vivesse ancora un po’. Quest’uomo scomodo, diverso da tutti, dai più accettabile solo da morto. 

Dopo aver visto la sua Primavera ridotta a un mucchio di ferri contorti, sono risalita in macchina e sono andata all’obitorio. Anche dinanzi a questo c’era una gran folla. E, tra la folla, c’erano i medici e gli avvocati giunti dall’Italia per una superperizia. Per vederlo ci voleva il permesso del ministro della Giustizia da cui dipendeva l’arrivo di due funzionari di nonsoché. I due funzionari erano attesi da un’ora e mezzo. Ho chiesto il numero del signor ministro e sono andata a telefonargli da una cabina. Non sono stata gentile. Gli ho detto che sarei entrata in quell’obitorio coi suoi funzionari o senza i suoi funzionari. L’interno dell’obitorio era una scatola bianca e illuminata da luci vivide, al neon. Da un lato c’era un cassone di metallo con nove sportelli. Nel primo sportello in basso, a sinistra, c’era Alessandro Panagulis: hanno detto. Ho sentito una grande stanchezza. Mi sono appoggiata al muro. Mi ha scosso il lampo di un flash. Hanno fatto chiudere la finestra, e poi ci hanno mostrato le fotografie di Alekos dopo l’autopsia. Così ci avrebbe fatto meno impressione vederlo, si sono giustificati. Nelle fotografie Alekos era disteso sopra una tavola, nudo, come quando lo torturavano nel 1968 alla centrale della polizia militare. La sola differenza, suppongo, era che qui non aveva le mani e i piedi legati. Molte fotografie offrivano particolari raccapriccianti delle sue ferite. Altre, i suoi organi estratti. Il medico greco ci ha spiegato che gli era scoppiato il cuore, che il fegato s’era rotto in 19 punti, che la milza non esisteva più, che il femore destro s’era frantumato in mille pezzetti, che il polmone destro era ridotto a uno straccio. E così mi sono ricordata di un’altra sua poesia. Quella che dice: «Non ti capisco Dio / Dimmi di nuovo / Mi chiedi di ringraziarti / o di scusarti?». Mi sono anche ricordata di com’era quando rideva, e quando saltava, e quando giocava, tutto contento d’essere nato. E il giorno in cui l’avevo accompagnato, per la prima volta dopo anni di calvario, a nuotare, nel mare. E il giorno in cui aveva giurato come deputato in Parlamento e dallo scanno si era girato a guardarmi lassù sulle tribune, frenando un sorriso, perché sapevo che le sue suole erano consumate e temevo che alzandosi scivolasse. Ma io mi sono pentita di esser lì e ho avuto tanta voglia di scappare per non vederlo come nelle fotografie dell’autopsia. Invece loro hanno aperto lo sportello della prima cella frigorifera in basso a sinistra, e hanno tirato fuori una lastra di metallo su cui stava un fagotto insanguinato. E hanno aperto il fagotto e hanno scoperto Alekos che dormiva serio serio, con un visino bianco bianco. Mi sono inginocchiata davanti a lui e gli ho accarezzato i capelli. Erano molto freddi, e ho ritirato la mano. Non posso dirti altro. O forse non voglio. Dovrei raccontarti, altrimenti, qual è l’odore dell’odio.

L¨Europeo
1976,
Número 20





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